Franz
y la novela chilena
Por
Alfredo Jocelyn-Holt
La Tercera,
23 de julio 2005
Ultimamente, me ha venido una fuerte racha admirativa para con la
novela y los novelistas chilenos contemporáneos. Pido disculpas.
Lo sé, ya nadie admira nada. Pero es que no pueden dejar de
impresionarme. Habiéndolas tenido difícil en este país
en el pasado, los novelistas siguen intentando hacerse un hueco y
eso que la desconfianza que producen es, hoy, más grande que
nunca. Vivimos en un mundo tan poco dado a la reflexión y a
la lectura. ¿Cómo comparar a un novelista,
es decir, a un fabulador, con un cientista político, un encuestólogo,
un economista y, para qué decir, un columnista, de esos cuanto
más pedante y soberbio, mejor?
Si las novelas ya ni entretienen. Tienen menos rating que los deportes,
el cine, la música, la televisión, o esas otras "artes",
algo siúticas y de moda: la buena cocina y la cata de vinos.
No exagero. A la crítica artística y literaria se le
destina menos espacio periodístico que a "negocios"
o a "espectáculos", estos últimos hasta en
la misma página que la sección "cultura".
Admito que no es de ahora último. Nuestros novelistas se quisieran
un décimo del aplauso con que se aviva a nuestros poetas. Probablemente,
no se merecen más, no calan tan hondo y son menos universales
que los poetas. Vale. Pero el que no se les haya levantado ni un monumento
siquiera, como a los historiadores, debe doler su buen poco. Como,
también, esa mezquindad tan nuestra, que sostiene que no vale
la pena leer novelas chilenas si hay tantas, y mejores, de otros lugares,
tiempos y culturas.
Conforme, la novelística chilena no es tan ejemplar como otras;
pero, ¿merecerán nuestros novelistas que se les ningunee
descaradamente? El solo hecho de que algunos persistan en su vocación,
y no transen sus talentos debiera volvernos más respetuosos.
Hago este alcance porque no podemos dejar pasar una novela tan única
y valiente como El Desierto, de Carlos Franz, sin decir
nada. Su autor lleva tiempo en el oficio. No es uno de esos escritores
que sacan cada año un nuevo "producto" para mantenerse
vigente. Que tres libros anteriores suyos -uno de ellos un ensayo
fino y meditado; otro, una novela llevada al cine y traducida a varios
idiomas- hayan sido justamente aclamados, puede que incite a ser más
duro con nuestro autor. Está bien, son las reglas del juego
crítico, pero eso no quiere decir que haya que pasarle la cuenta.
El Desierto obtuvo ya un premio en Argentina y, por mucho que
al otro lado de los Andes se lea más, no deja de llamar la
atención que, a la fecha, se hayan vendido miles de ejemplares
más allá que acá. Se trata, después de
todo, de una novela muy chilena. A no ser, y he ahí el motivo
de mi reflexión, que nos complique sobremanera novelarnos.
Para nuestro autor la cuestión no es ningún misterio.
Le debemos a Franz una de las más incisivas explicaciones de
por qué se "imbuncha" a la novela. En su ensayo La
Muralla Enterrada afirma que no somos muy dados a decirnos "la
verdad" respecto de nosotros mismos. Preferimos las "mentiras
oficiales" con que aplacamos nuestras culpas. Nos hacemos los
sordos y desperdiciamos ese submundo que elude el poder de la razón
y del orden, y que la novela recoge y nos devuelve. "En el arte,
en la embriaguez, en la violencia, en el mito; allí, a veces,
decimos la verdad. La novela es todas estas cosas: arte de imaginar,
embriaguez de la razón, violencia que le hacemos a la realidad...,"
sostiene Franz.
¿Qué de extraño tiene, entonces, que no queramos
hacernos responsables de esta dimensión escondida y que, tarde
o temprano, ha de aparecer retratada en alguna de nuestras novelas?
Sin entrar en detalles, me basta con señalar que El Desierto
versa sobre lo indecible, sobre la historia reciente de este país,
su violencia y su muy lenta capacidad para reconocerse en las ambigüedades
del terror que engendramos, cortejamos e hicimos nuestro, no hace
mucho. No se preocupen. No voy a divulgar la trama del libro. El que
quiera, vaya y leálo.
Me corrijo. Quien se precie de querer saber de dónde venimos,
y cómo
llegamos donde hemos llegado, no puede no leer esta novela. En efecto,
si algo tiene de auténtica, y la libera del ámbito de
la mera ficción, es que ha sido escrita por necesidad más
que por placer inventivo. Franz no pretende que ella entretenga. De
eso se encargan otros medios, otros narcóticos. Lo que hace
Franz es tratar de imaginar lo inimaginable, no tan distinto a lo
que hacemos, bien o mal, los historiadores cuando nos enfrentamos
a hechos sin precedentes.
Me explico. La historia, y a menudo la novela, son como ese juego
de puntos numerados que, al principio, no dicen nada, pero que, al
ir haciéndose las conexiones, va develando la figura escondida.
Por cierto, el "juego" se vuelve mucho más imaginativo
si, antes de que aparezca la figura, intentamos adivinar el dibujo
completo. Jueguen con un niño, y verán cuántas
posibilidades más aventura un crío que un adulto. Los
niños son más inventivos y suelen ganarle a uno, salvo
si nos volvemos perversos y dejamos a un lado la regla base: que el
dibujo sea de antemano predecible. En ese caso, si los puntos esparcidos
entrañan algo que nunca hemos visto antes, el juego pasa a
mayores y, ahí, sólo los apostadores más fuertes
se la pueden.
El Desierto es una novela ambiciosa, nada difícil de
leer, pero, de seguro, muy complicada a la hora de escribir. Es que
Franz tuvo que armar el puzzle primero y luego repartió las
pistas en el papel para que pudiésemos desentrañar aquello
que sólo en pesadillas cabe imaginar. En ella se nos interna
en una de esas cavernas de lo prohibido que mandan a construir, en
los sótanos de nuestra conciencia, la razón y el orden,
y desde allí, se nos describe el mundo en que hemos estado
viviendo. El Desierto es, ante todo, una novela corajuda. Insta
al lector a probar su propia valentía y mirar cara a cara al
horror en que hemos estado sumidos.