He aquí el Ganges de repente, aunque esté circulando
al otro lado del mundo, a lo largo de tres mil kilómetros,
desde los Himalayas hasta el golfo de Bengala. Es lo más natural
que haya quedado para siempre en la memoria de quien lo conoció
en una visita ocasional. Pero en estos días se
le divisa en circunstancias curiosas cuando va discurriendo delante
inesperadamente, merced a algunos escritores del Siglo de Oro, a los
que suelo leer y releer. Así, en la remembranza de quien lo
vio realmente; así, en el perfecto arte verbal de mis viejos
amigos.
Lo que recordamos puede ser bueno o malo, según
el caso; responde fielmente a los giros alternativos de la rueda de
la fortuna. Sin embargo, por lo que observa cuando alguien navega
un corto tramo al brillar la aurora frente a Benarés, el recuerdo
resulta por encima de estos
sentimientos contrarios, como que aparece más allá de
toda razón. Es el río sagrado por antonomasia —aunque
igualmente opera como vía comercial—; y, en consecuencia, está
entonces ligado a la ultratumba, porque a través de sus aguas
se va a los confines de lo invisible. Aquí, de cara al sol
de la aurora rosada, oramos a viva voz; aquí, lavamos nuestros
cuerpos o la ropa que nos cubre; aquí, en fin, arrojan nuestras
cenizas que han quedado como restos entrañables en los crematorios
vecinos, o también los cadáveres aferrados a su carne
y sus huesos.
Los escritores del siglo XVI viajaban poco o no lo hacían;
resignadamente se figuraban los lugares desconocidos gracias a los
mitos universales, o leyendo los tratados de historia y geografía
de
entonces. Todo esto era el granero en que cebaban su imaginación
hasta conformar un patrimonio propio de regiones incógnitas.
Particularmente, en las églogas que escribían, en cuyos
pasajes amenos iban v venían deidades, ninfas y pastores, al
lado del Tajo, Ebro o Genil; y donde también vemos pasar justamente
el Ganges, porque constituye uno de los remotos ríos preferidos.
"Del Tajo al Ganges" —no en una égloga sino en un
canción—, en efecto, es la frase que leemos de improviso, como
un toque máximo de fantasía. El renacentista habita
a orillas del Tajo, quizás en Toledo; imperceptiblemente se
convierte en un viajero imaginario que llega a los antípodas.
Enseguida osaremos enmendarle un poquito la plana al admirable
escritor; reorientaremos las perspectivas geográficas para
decirlo en sentido opuesto. "Del Ganges al Tajo", lo escribimos
así bajo el resorte de un afán inmediato, como es el
traer a colación unas cuantas voces nacidas precisamente en
la India, que es patria del Ganges, y que han terminado en el español,
sin darnos cuenta del recorrido planetario que han hecho hasta llegar
a nosotros. Es un puñado de palabras de origen sánscrito
o indio, que suenan en los alrededores a diario.
Principalmente, una que equivale al cordón umbilical,
porque vincula a dos mundos lejanos entre sí. Es la palabra
indio, que de fijo Colón empleó por primera vez para
referirse a aquellos hombres y mujeres desnudos, sorprendidos y atemorizados,
con quienes él se encontró en Guanahaní; igualmente
tan sorprendido y atemorizado como aquellos, los llamaba así
porque pensaba que había llegado al Asia. Además, un
trío de vocablos que con frecuencia se usa en las horas de
tribulación: jungla, para expresar una visión urbana
terrible; paria, que de esta manera nos autocalificamos al sentirnos
en la más ínfima de las condiciones; avatar, cuyo sentido
ampliado alude a vicisitudes y alteraciones. Pero hay otra voz, de
la cual tal vez tuvieron noticia nuestros antiguos místicos,
como es nirvana, para señalar la dicha suprema que alcanza
el individuo al incorporarse en la esencia divina.
Por cierto, usamos más palabras de origen sánscrito
o indio; aunque hoy me limito a éstas, por las que estoy contento
conociendo de dónde vienen y escuchándolas entre nosotros.
Vuelvo al punto de partida de ellas, que es el reino de la Madre Ganges
-le dicen así al río sagrado- con el fin de aproximarnos
aproximamos al nirvana, aún con la respiración terrena
y los ojos corporales abiertos. No lo merezco, evidentemente; pero
sé desde hace mucho tiempo que a quien vela todo se le revela.