Nuestras
puertas
Por Carlos
Germán Belli
Revista de Libros de El Mercurio,
Sábado 24 de mayo de 2003
Casi todos
tienen la fortuna de nacer y vivir con los cinco sentidos cada cual palpitando
en sus respectivos lugares. Aunque fueron puestos allí con exactitud por
la diestra divina, suponemos que es por derecho propio, algo justamente merecido,
y hasta vamos muy campantes sin interesarnos nunca en el papel que ejercen en
nuestra vida. Pero al fin y al cabo llega la hora en que aquilatamos aquello que
encarna el ver, el oír, el oler, el palpar y el gustar; y nos damos cuenta
así, con harta sorpresa, de que estos dones de la carne constituyen las
principales puertas que solemos cruzar día a día acá en la
Tierra.
¿Cuándo siquiera a duras penas hemos tomado conciencia
de los sentidos? Fue a raíz de unas atentas lecturas que me han llevado
a colocarlos en la balanza, a sopesarlos por primera vez. Precisamente, hoy en
la edad madura, disfrutando de unas ciertas páginas, en verdad en momentos
distantes entre sí, cuando cada una resulta cuan decisiva, hasta llegar
a aseverar hiperbólicamente que el destino de uno podría dividirse
en antes y después de leerlas.
¡Qué extraña cosa!:
todo empieza con Fray Luis de Granada, nada menos quien en vida se puso a buen
recaudo frente al poder de los sentidos; pasó algún tiempo, y el
hallazgo de hallazgos se produce repasando los libros de Malcolm de Chazal, para
quien las facultades sensoriales sí poseen una importancia capital; y,
por último en fechas cercanas, una revista literaria nos aviva la memoria
y hace que ahora los apreciemos tal como debió ser siempre.
Es oportuna
esta fortuita lectura reciente, ya que con motivo de ella visito de nuevo a Fray
Luis y a Chazal, guiado por un propósito deliberado. Ambos son viejos conocidos
míos —por cierto, conforme a nuestros alcances—; el primero, tratadista,
orador sagrado e hijo del Siglo de Oro español; el otro, oriundo de la
Isla Mauricio —situada en las antípodas, allá en el océano
índico—, escritor del siglo XX, cuya lengua es el francés. Los une
en el fondo la fe fervorosa en el mundo sobrenatural; no obstante hay entre ellos
notorias de-semejanzas: el alma más que el cuerpo para Fray Luis; en cambio,
el alma y el cuerpo en dosis iguales para Chazal; aquél lo ascético
y éste lo voluptuoso; y, por lo tanto, el uno arremete contra los sentidos,
y el otro los eleva hasta las estrellas.
El lector está sumamente
agradecido a sus autores predilectos —por años, conforme pudo, se alimentó
de ellos en el mayor de los silencios—, y ahorita mismo se empeña en aproximarlos.
He aquí, el varón temeroso de sus poderes sensoriales, hasta considerarlos
como puertas por donde puede entrar todo lo maligno del reino exterior. He aquí,
el escritor que considera que el palpitar de los sentidos significa la salud perfecta
del hombre, la plenitud del alma, y, de tal manera, el legendario jardín
de las delicias en lugar del consabido valle de lágrimas.
Avanzo
a tientas entre los temores de uno y las exaltaciones del otro; concluyo en algo
que al común de las personas les parece evidente: la vista y el oído
sobrepujando el tacto, el gusto y el olfato. De improviso, como siempre, aparece
en el horizonte un aguafiestas que nos dice que el ojo y la oreja lamentablemente
están al servicio de unos terribles sinsabores. Esto resulta como si nos
hubieran echado un jarro de agua fría. Es el intolerable desdén
humano que acostumbra a presentarse allí con suma puntualidad, cuando por
la vista se cuela el mal ceño de los soberbios; y, más aun, cuando
fulano le habla a mengano, y a éste le entra por un oído y le sale
por el otro, desatendiéndolo como si aquél dijera: guau, miau, mu.
No
hagamos caso al aguafiestas y volvamos donde nuestros dos escritores. Sin embargo,
a prisa me aparta del miedo cerval del renacentista ascético, y por unos
momentos cierro su voluminosa Guía de pecadores (que es el libro
que he devorado como el más voraz); y entonces me aferró con obstinación
a las páginas de Sens plastique y de La vie filtré,
que escribió asombrosamente Malcolm de Chazal. Aunque uno es el más
simple de los mortales llego a reconocer que los sentidos son lo mejor para que
Adán y Eva puedan coronar una existencia archifeliz; pues constituyen las
puertas —digamos con más precisión—, las ventanas, para que, ahora
y aquí, podamos avizorar anticipadamente el Paraíso, más
aun si entre ellos están los invisibles ojos del alma, que son inmensamente
superiores a los ojos de la carne.