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CRÓNICA DE TOLLAN
(Manuel Illanes, Piedra de Sol, Stgo., 2013)


Por Cristián Gómez O.



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Los materiales de los que se vale Manuel Illanes en este libro cuentan con el prestigio (y el peso muerto) de una poética amparada en la antropología y la historia, disciplinas de las que en el caso de México, y sobre todo del México antiguo, resulta difícil desembarazarse.

Se suma así Illanes a una larga, si no vasta lista de visitantes más o menos felices por tierras que antaño fueran aztecas y hoy responden a la nostalgia de las mismas en el contexto de un caos neoliberal donde el paño que hay que cortar es demasiado amplio. Con esto sobre su escritorio, el autor elabora un conjunto de poemas que en su fervor por el origen va lo más lejos que puede ir, intentando reconstruir una mitología que desde su título se anuncia como parte de un arquetipo que más allá de su función religiosa –Tollan sería la ciudad mesoamericana ideal, que habría sido gobernada por Quetzalcoatl y donde habrían nacido los toltecas–, sirve para darnos una idea de las múltiples temporalidades que conviven en el México de hoy. Porque también es necesario aclarar que Crónica de Tollan no se detiene en la conmemoración de un México perdido, sino que también se da tiempo para examinar la superposición de este último en la realidad contemporánea, en ese engendro que es la suma de la violencia narco, la cultura popular y la permanencia de la mirada antropológica.

Estas cronologías divergentes se deben precisamente a la porfiada supervivencia de los mitos que Illanes rescata y reproduce, además de otros concomitantes a ellos. Rubén Gallo, en su libro México D.F: lecturas para paseantes, da cuenta del imaginario que ha alimentado la representación de la capital mexicana. Según Gallo, la mirada patrimonial sobre el Distrito Federal ha creado una imagen del mismo que no se compadece con las complejidades, la diversidad y la caótica belleza de una urbe que es producto de una modernidad despiadada: de este modo, aquella visión del D.F. como la barroca “Ciudad de los Palacios”, donde el esplendor arquitectónico de una ciudad completamente destruida es puesto en el fiel de la balanza de una historia que es vista comomera degradación del pasado, no es capaz de dar cuenta ni del explosivo aumento demográfico de la ciudad ni tampoco de la experiencia heterogénea y siempre cambiante de una capital que pasó de albergar 1,65 millones en 1940, hasta más de dieciocho millones en mil novecientos noventa y siete.

Sin embargo lo que resulta incuestionable en este libro es su ejecución. Los poemas de Manuel Illanes son capaces, pese a la carga de los materiales que tiene frente a sí, de darle a su versión de los hechos el tono fervoroso del testigo obnubilado y la imperturbable lucidez de aquel capaz de compenetrarse con el paisaje que observa.

Son varios los poemas donde la reiteración de la mitología mexica se va mezclando paulatinamente con un hablante horrorizado por la violencia del México contemporáneo. El ida y vuelta entre uno y otro escenario del horror se administra desde una sabia escansión y un ritmo que es vital para empatizar con ese “Tenochtitlán cuyo mito más anhelado/ha adoptado la forma de una pesadilla atroz y barbada” (37). Casi ningún poema es breve, ni hubiera podido serlo. El ritmo, por su parte, parece más preocupado de crear el contrapunto necesario entre uno y otro escenario sanguinolento, entre ese sol que según el hablante de estos poemas es el mismo de hace veinte siglos y el detalle más cercano del funcionario bebiendo cerveza. Entre ambos polos sólo hay un largo historial de destrucción, una especie de fatalidad que tenemos la impresión que ha sido captada en su esencia por Illanes.

Lo anterior lo decimos porque para nosotros el ritmo constituye “el modo en el cual los objetos están desplegados en la naturaleza, posicionados y situados momentáneamente”, de acuerdo a la definición que Gustav Sobin da del mismo. El ritmo de Crónica de Tollan se corresponde, en este caso, tanto con esa forzada monumentalidad de las ruinas exhibidas, como con el caos que supone su traslación a una realidad despojada de todo ceremonial y de cualquier asomo de ritual. La obra de arte en la era de la reproducción técnica, diría Benjamin, ha despojado de su aura a los restos de un pasado que siempre pospone la revelación de su sentido.

Sin embargo, la archiconocida cita del filósofo alemán hay que tomarla con pinzas. Aquello que perdiera el aura en las primeras décadas del siglo XX, puede perfectamente haberlo recobrado a fines del mismo siglo o comienzos del siguiente. La fotografía es un caso emblemático en este sentido. Si al comparar los procedimientos de la litografía y la fotografía, para Benjamin “El ojo es más rápido captando que la mano dibujando”, ese proceso de desauratización iniciado a finales del XIX se revertirá cuando el revelado de la foto y su posterior impresión sean reemplazados por la fotografía digital y la subsecuente nostalgia por la “materialidad” implícita en los primeros mecanismos de reproducción fotográfica.

En la medida en que el México prehispánico es convertido en mercancía, también sufre de un proceso semejante al descrito. Si hoy en día la imagen mediática que tenemos de México son las pirámides mayas, pero también el Chicharito Hernández, las playas de Cancún y la guerra entre el Estado y los narco-traficantes, la tragedia del Cruz Azul y el Mejor Director en Cannes a Amat Escalante, entonces no es descabellado suponer que un retorno al México antiguo, ese México antes de ser México, implique una reapropiación aurática de tal pasado. Lo que hace Illanes con poemas como “Orozco, Los Teules”, o el larguísimo “La calzada de los muertos”, es una recuperación de ese origen, reformulándolo. Cuando en el primer verso del primero de estos poemas, leemos con contundencia que “La conquista de México no ha finalizado” (37), nos queda claro que las víctimas de las guerras floridas pueden ser también las del Narco. Y las antologías de Miguel León Portilla sobre la poesía náhuatl podrían estar plagadas de corridos sobre el Chapo Guzmán.

Resulta inevitable, al leer estos textos de Illanes, no pensar en otros autores que se han aventurado por senderos semejantes y/o cercanos. Más allá de la obligatoria mención del Homenaje a los indios americanos, de Ernesto Cardenal, en México hay que nombrar por lo menos dos textos que son de rigor en este caso, como es la Tercera Tenochtitlán, de Eduardo Lizalde, y Piedra de sol, de Octavio Paz, además del ya mencionado León Portilla.

La crónica de corte poundiano, sin embargo, tan cara a Cardenal, dista mucho de la exploración que emprende el poeta chileno. Si no hay rasgo alguno del exteriorismo del poeta nicaragüense, no lo hay porque en Crónica de Tollan las imágenes se resuelven en o a través de un lenguaje que no busca llamar la atención sobre sí mismo (o exclusivamente sobre sí mismo), sino que intenta dar cuenta de una realidad –si bien a veces se trata de una realidad delirante– que está filtrada por el tono y la mirada del hablante. Esto, que podría ser una obviedad sino estuviera en el contexto de este libro, es lo que lo diferencia de un libro como el Homenaje cardenalicio, esto es, su renuencia a supeditar el discurso poético al de la Historia:

                        “La misma luz de hace 20 siglos
                        florece sobre la cima de las antiguas pirámides.
                          El mismo viento que recibió con mano benévola
                        el maíz y el copal ofrendado a los dioses
                                                                       de piel de cacao
                        arranca las boinas & jockeys de los turistas.” (46)

Es este último verso citado el que logra rematar una estrofa que de otra forma sería mera antropología, simple reiteración historiográfica. Ese quiebre la pone a dialogar y al mismo tiempo la separa, también, de la tradición literaria que la precede. Si la respiración monumental y sacra del texto de Cardenal le es ajena a Illanes, también lo es, aun cuando con mayores sutilezas, la de un texto fundamental en estas lides como es Piedra de sol, de Octavio Paz. Publicado en 1957, los 584 versos del poema evocan el tiempo que tarda el planeta Venus (identificado con Quetzalcoátl en la mitología mexica) en realizar la conjunción con el Sol. Pero es por sobre todo su estructura circular, su empezar como termina y su constante juego de espejos –donde diversos temas del poema se reflejan en otros, como la realidad y el sueño, el hombre y la mujer, la memoria y el olvido, el pasado y el presente, etc.–, lo que marca un ritmo de lectura que guarda una intrínseca relación con lo significado:

                        Ese revivir ciertas representaciones arroja luz sobre la interpretación
                        globalde la obra en su generalidad. De un poema extenso como
                        Piedra de sol parecedesprenderse la experiencia de un viaje motivado
                        por las recurrencias deimágenes o “estados afectivos” que simulan
                        estaciones, períodos, ciclos, a partirde una arquitectura verbal
                        construida con base en la circularidad. En base a esto,el texto precisa
                        de un análisis de esta serie de “ritmos mentales” que, configuradosa
                        partir de los hilos semánticos distribuidos a lo largo de las estrofas y
                        lasconstantes temáticas aludidas a través de ellas, van constituyendo
                        un cuerpotextual autorreferido. (López Soto 2)

El “revivir ciertas representaciones” de la cita anterior refiere a su vez a otra cita, de Samuel Gil y Gaya, donde se enfatiza esta prescindencia de un ritmo limitado al sonido o a la acentuación en el texto, para dar paso a reiteraciones afectivas que marcan la estructura del poema. Tal vez por aquí también el texto de Illanes con el de Paz y no tan sólo en la evocación de una mitología antigua. Porque otra de las características de Crónica de Tollanes la aparición continua de ciertos motivos a lo largo del libro, apariciones que marcan el tempo de la lectura y van fijando el ojo lector en torno a ciertos contrapuntos que, implícitamente, señalan una ruta de sentido.

A la ya mentada presencia del dolor y la tragedia en este libro (para ello, véase la reseña de Kurt Folch, http://letras.mysite.com/kfol140313.html), es necesario añadir esas marcas textuales que son verdaderos faros, si vamos a entender esta lectura como una travesía, en la conformación del sentido último de este volumen. Por una parte, la presencia recurrente del funcionario amargo bebiendo cerveza (pp. 52, 55, 64), arrastra un fuerte contraste con esa luz inmemorial (pp. 46, 56, 62) que baña por igual a las pirámides y a los turistas, ya que entre una y otra de estas imágenes se hace presente la degradación de los rituales y la banalización de lo otro, esa falsa ventana hacia el origen al estar sujeta a los vaivenes del mercado de los bienes culturales.

No crea que sea casual, entonces, que en la dedicatoria del libro (“A AntoninArtaud, Malcolm Lowry y Mario Santiago, precursores en este viaje interior al abismo mexicano”, 7), Illanes se refiera a esta experiencia como un “abismo”, en tanto los polos opuestos de la luz imperecedera y la nimiedad de ese funcionario ante la monumentalidad del pasado involucran un descenso desde la altura consagrada de esos edificios inmutables, al pozo sin fondo de aquel que es testigo impotente de un mundo que antaño no le fuera ajeno y ahora resulta simplemente indescifrable:

                        Daría mi ansia completa,
                        luciérnaga crispada,
                        por ser la arenisca
                        más baja de tus fundamentos
                        o semejar esa serpiente
                        desafiante que ondula
                        a través de los años
                        y los niveles
                        de la pirámide de Quetzalcoatl:
                        la que irradia tiempo,
                        la que devora tiempo,
                        la que se revela y nunca esconde
                        la muralla de su nadir. (52)

Sin embargo, también estas dos imágenes arriba mencionadas pueden conjugarse con el fin de darle una salida al predicamento del hablante.

                        Incluso el nieto de un campesino
                        puede celebrar aquí
                        la eternidad que un reino
                        de campesinos erigió
                        con sus manos de amate,
                        sus vidas consagradas al sol.
                        Incluso, el nieto de un campesino,
                        ese que soy con mi vanidad de funcionario,
                        puede venir y quitarse la soledad de los bares,
                        quemar la sal de su culpa
                        en este incensario grana.
                        (64, las cursivas son nuestras)

Crónica de Tollan parte de materiales sólidamente para lanzarse barranca abajo con ellos a cuestas. En la caída es capaz de moldear estos materiales (la antropología, la mitología mexica, la Historia), desde ciertas desviaciones formales que le son imprescindibles –ritmo, paralelismos, anáforas, entre otras– para concretar el dictum de Charles Olson (que sabía y escribió de esta Mesoamérica revisitada) según el cual la forma no es más que una extensión del contenido.

Se inscribe así este segundo libro de Manuel Illanes no sólo entre los más importantes de su generación, sino además en esa discusión entre poesía y patrimonio que otros poetas están tratando (César Cabello Salazar, Leonardo Sanhueza, Gloria Dunkler, antes Clemente Riedemann), aun cuando su acercamiento al tema sea oblicuo y no aborde “directamente” las preocupaciones más inmediatas de cierta zona de la poesía chilena. No le hace falta: Crónica de Tollan llega a resultados semejantes, sólo que a través de un camino propio y mucho menos transitado.



 

 


 

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