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Anomalías, 5 poetas chilenos

Carlos Henrickson V.

Al presentar Anomalías (Ed. Zignos, Lima, 2007), no puedo dejar de recordar que el mundo literario peruano fue durante mucho tiempo uno de esos misterios de iniciados que –en una tan chilena práctica- hacían que la relación posible entre dos riquísimos entornos poéticos se convirtiera en información privilegiada para uno o dos “gestores culturales”. Naturalmente, tal modo de intercambio no aportaba en nada a algo fructífero. Como otras muchas prácticas que en su momento parecieron desmedidas en el agresivo afán conspirativo de la generación que se ha dado en llamar “novísima” (por supuesto, un nombre imposible de considerar sino como una denominación transitoria), las rutas abiertas para una comunicación de una impensada intensidad con los entornos literarios de los países vecinos resultó ser una apuesta que ha modificado sustancialmente nuestra percepción de lo que debe ser la actividad de difusión y promoción de la poesía.

Es particularmente importante que quienes publican en esta colección sean poetas de la promoción más nueva de la poesía nacional. Precisamente una de las más parricidas de la historia literaria nacional –si me permiten la comparación, pienso en aquélla que enterró el modernismo allá en los veintes, informe, agresiva y ambiciosa-, mas con una clara conciencia de un deber ético de la más alta importancia. No la ética del compromiso social, ni la moral filistea de los restos católicos en el país, sino una más extrema: la que mueve al poema a ser una interrogación constante sobre la propia identidad, en una época en que la crisis simbólica acarrea hacia la nada la vieja noción del sujeto unívoco, la estabilidad y coherencia posibles entre un ser y su situación; el discurso (categoría mayor de la historia cultural de Occidente) derritiéndose en la escritura, como bien apunta Rodrigo Gómez en el prólogo, invocando además a Perlongher y su barroco de barrio. El mayor gesto ético se resuelve acá en asumir plenamente la condición de crisis, y sólo podría considerar poetas mayores, más que a los Vates de estatua, a autores residentes en el límite de la escritura –Juan Luis Martínez, Enrique Lihn, Gonzalo Millán. En este sentido, la heterogeneidad de los cinco poetas que cabe presentar acá no resulta un trabajo imposible, desde el momento en que sabemos que comparten, de fondo, este asumir la crisis como condición sine qua non de cualquier literatura que quiera dar cuenta de su tiempo. Y esto –el dar cuenta- es una de las reglas no escritas de la historia de la literatura.

La inquietud del ser en sí mismo –en el sentido en el que un Artaud pudo alienarse de sí mismo, asumiendo esto como única forma de intento de conocimiento- es palpable en los trabajos de Alexis Donoso González (Santiago, 1980). El sujeto puede ver toda noción de corporalidad, identidad o nombre como en pleno y dinámico proceso de descontrucción -y no digo de-construcción, que implicaría cierta esperanza de nuevos órdenes posibles. La conciencia de esto se da como una sospecha: desde el lenguaje en sí estaría funcionando una ficción tranquilizadora que corresponde corroer. Pienso en la lengua fuera del frasco, que se entrega a la locura del descampado, y en el desenfreno nocturno de los últimos textos, como efectiva corrosión del sentido. La escritura de Donoso apunta a una violencia límite, que me parece en camino a abismos más decididos, trágicamente necesarios en la progresión de una experiencia literaria como ésta.

Al desenfreno de Donoso, corresponde como un perfecto opuesto la agresividad intelectual de Marcela Parra (Temuco, 1981). El problema es análogo, pero esta inquietud del ser se resuelve acá en una decantación ácida del lenguaje poético, resultando de ella una visualidad abismada, como corresponde a una mirada cuyo sujeto tiende a desaparecer –el enlace al sujeto entre paréntesis de Juan Luis Martínez es, en este sentido, prístino. Los opuestos que hacen posible nuestra ya vieja y resquebrajada Weltanschauung occidental terminan dando paso a esa apretada masa oscura del primer texto de la serie, a un paisaje sin lenguajes (                ) lleno de imágenes latentes que sólo podrían ser reveladas mediante uso de la violencia. De algún modo, la segunda mitad de la serie de textos (desde el febril poema a Mary la Acuchilladora), me parecen ser la aplicación de supuestos que fueron planteados en la primera mitad. La brutal exposición de una intimidad en absoluto desprendimiento es el resultado natural de la intensa corrosión intelectual, resultando en una experiencia poética de fortísimas vitalidad y honestidad. La escritura de Parra es una de las más interesantes en la poética joven chilena, sabiendo recoger el sentido de carencia simbólica de la transvanguardia chilena, alejándolo, a la vez, del ejercicio académico vacío y meramente conceptual.

El fragmento de Particular egocéntrico y la luna –Reescritura de The Outsider de H. P. Lovecraft que Marcos Arcaya (La Ligua, 1979) entrega en el libro, pone en crisis uno de los tópicos más fetichizados de la poética chilena: la situación. La referencia permanente a una des-situación, ligada a una antinaturaleza enajenante (que es el desarrollo del cuento de Lovecraft) va, sin embargo, desplazándose a una nostalgia que supone una naturalidad y una pertenencia a lugares y experiencias reconocibles (Santiago, el lecho del amor). Pero todo desarrollo en Arcaya supone una irresolución, una vuelta a la escritura en su carencia representativa y no en su plétora de significado: es así como resulta curioso entrecruzar este conjunto de textos con poéticas como la de Diego Maquieira, para darse cuenta de cómo, desde supuestos procedimentales e ideas comunes, Arcaya se desplaza hacia la expresividad límite de un lenguaje cojo, dando la vuelta de tuerca a cualquier tipo de demiurgismo poético. La apuesta de Arcaya es arriesgada, y supone un aliento amplio para lo que puede ser una obra de intensa y perturbadora densidad, en que lo experimental no aplasta una fuerte profundidad emotiva.

Marcela Saldaño (Santiago, 1981), en La Arcada como pequeño Maleficio, propone una muy distinta forma de percepción del lenguaje. El flujo expresivo de Saldaño responde a una tradición y experiencia poética en que la aparición de las imágenes viene dictada y determinada por la misma densidad del lenguaje: no están lejos de esta escritura el surrealismo o el futurismo, mas siempre y cuando podamos verlos no en su sencillo cliché, sino en la precisión de los procedimientos y la economía de lenguaje que caracterizó los momentos más preclaros de ambos movimientos. La propia condición del sujeto –que acá no excluye la de mujer, pudiendo verse como un escrito de género en la más profunda y seria aplicación de esta manida y abusada expresión-, condición de carencia e indefensión, lo hace desplazarse hacia una particularmente intensa experiencia del deseo, que supone el dolor y la exposición de las grietas íntimas –violenta y bellamente figuradas como los orificios y las heridas en el cuerpo (Ciertos asuntos otorgan cicatrices, se encarga de recordarnos). La extrema vocación de una poesía en cuanto tal, como forma depurada de investigación en los límites de la propia conciencia, hace a la obra de Saldaño una de las más reconocibles y promisorias de las nuevas promociones, en su atrevimiento de asumir programáticas poéticas que corren un permanente riesgo, tanto en su propia creación y expresión, como en un entorno literario caracterizado por exigencias que, al menos en nuestro país, han sido históricamente persecutorias hacia ciertas experimentaciones no ligadas a contextos determinados.

Un habitante bajo el absoluto peso de su imposible definición y origen es lo que Óscar Saavedra Villarroel (Santiago, 1977) presenta en los fragmentos del extenso libro que prepara: doping histórico. La absoluta heterogeneidad de este sujeto, decididamente caracterizado desde la conjunción de dolor y deseo que conforma la historia de Latinoamérica, lo conduce a un lenguaje poético de una musicalidad febril, que es capaz de plantearse el propio vértigo como camino de definición de sí en el puro fluir histórico de una conciencia histórica, y no en una imposible fijeza del ser. Este camino supone un deber ético y político, pero cuya expresión va a estar marcada por la paradoja: la imposible construcción colectiva y el abandono tan sólo animan la mera existencia individual en su más corporal ser (Y denuncia a tus óvulos, / A tu parto, / A tu origen, / A tu Ethos maldito). La vindicación del individuo ante una historia inclemente hace a esta escritura una de las últimas posibilidades de una literatura política en una época de doctrinas vaciadas, y en este sentido Saavedra estaría entrando en la línea de fuego ya pisada por poetas como Jaime Pinos o David Bustos en la difícil conformación de un nuevo ethos literario y una rearticulación de la relación del artista con su entorno social.

Anomalías es, entonces, una buena noticia. Como confirmación sólida de las manos estrechadas entre las jóvenes producciones poéticas peruana y chilena, esperemos que ayuden a conformar un solo ámbito literario, capaz de traspasar la ilusión vacía de que Santiago o Lima son capitales culturales autosuficientes. Se saluda a Editorial Zignos, y a los amigos poetas por esta buena noticia.     

 

 

 

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