Cristián
Huneeus
Contradicciones
de un hombre libre
Por David Gallagher
Revista de Libros de El Mercurio, viernes
12 de agosto de 2005
Quizás una vida más
larga le habría permitido a Cristián Huneeus liberarse
de las máscaras, concentrándose en hacer lo que hacía
como los dioses: expresar su vida contradictoria en esa prosa límpida
poblada de personajes y de paisajes.
Es oportuno que, a 20 años de su muerte prematura,
se hayan publicado dos libros en torno a Cristián Huneeus:
su Autobiografía por encargo, un libro de memorias bastante
parciales, que Huneeus terminó justo el año en que murió,
y Un amigo en Chile, aproximación biográfica
escrita por Tony Gould, un escritor inglés que se hizo amigo
de Huneeus
cuando los dos estudiaban en Cambridge. Falta ahora que se reedite
El rincón de los niños, su novela de 1980, y
que se publique por primera vez La escalera contra la pared,
la novela que Huneeus dejó al morir; una novela que yo recuerdo
como bastante buena.
¿Bastante? Es difícil dar un veredicto sobre la obra
de Huneeus. Para mí es especialmente difícil porque
era un gran amigo: Tony Gould me cita diciendo que, con la muerte
de Cristián, perdí un tercio de las personas con que
realmente me gustaba hablar. La cita, sin duda verídica, me
parece hoy día insoportablemente arrogante. Pero da una idea
de lo sesgada que podría ser una opinión mía
de su obra.
Pese a que su obra me gusta mucho, creo que Huneeus fue en cierta
medida víctima de una estética vanguardista que hoy
día más bien molesta. Hay demasiados textos que comienzan
una y otra vez sin llegar a ninguna parte, hay narradores exageradamente
empeñados en comprobar que no son confiables, hay identidades
humanas que se construyen y desconstruyen, no por razones psicológicas,
sin por alguna abstrusa lógica de la gramática, del
verbo que les da y quita la vida. Sin embargo dentro de todo, hay
un escritor que está contando una vida interesante en una prosa
que, cuando se libera de sus preocupaciones semióticas, es
magnífica: simple, transparente, con una gran capacidad narrativa
y un gran poder evocativo.
¿De qué se trata la vida interesante? Hay muchas pistas
en el libro de Gould. Se trata de un caballero chileno, un hijo de
terratenientes, que comulga con la UP. La de un caballero desclasado,
como le dicen sus padres, desclasado porque se da de marxista, desclasado
por el solo hecho de querer ser escritor. Pero es desclasado hasta
por allí no más. Cuando abandona su intento de administrar
el fundo, tras la muerte de su padre, decide irse intempestivamente.
"Nano Navarro y Nena Ruz, los únicos servidores que encontré
a mano", escribe en su Autobiografía "me ayudaron
a cargar el auto con mi montura inglesa, mi juego de riendas, mis
trajes de tweed y un blazer, mis corbatas, mis últimos libros,
y me vine a casa de Soledad y sus niños en Santiago".
No es por nada que Tony Gould dice que Cristián y Paz Errázuriz,
su primera mujer, parecen, cuando él primero los conoce en
Europa, una pareja aristocrática haciendo el Gran Tour - el
viaje de descubrimiento de Europa que hacían los jóvenes
aristocráticos ingleses en el siglo diecinueve. Dice Gould
que de Cristián "emanaba una altivez aristocrática
que se avenía extrañamente con el marxismo que profesaba
en esos tiempos".
En sus escritos, Huneeus expresa esa contradicción y cuenta
sus a veces dolorosas consecuencias, sin pedirle disculpas a nadie.
Sus cuentos y novelas son muy francos, descarnados en cuanto a las
intimidades
que cuentan. Pero para encontrar esas intimidades, a veces hay que
hurgar como un detective en los textos. En un Chile de hacia 1980,
la franqueza tenía, sin duda, sus límites. Me pregunto
ahora si los juegos semióticos de El rincón de los
niños no eran para Huneeus una máscara para esconderse
un poco, para atenuar tanta franqueza, para esconderse a veces detrás
de algún significante puro que hoy día parece estar
demás. Me pregunto si durante una vida más razonablemente
larga (Huneeus murió a los 48 años), no se habría
liberado de esas máscaras, concentrándose en hacer lo
que hacía como los dioses cuando lo quería: expresar
su vida contradictoria tal como era, en esa prosa límpida que
cuando la soltaba se poblaba de personajes y de paisajes, esa prosa
con olor a caballo que permite ver "el reflejo de la cordillera
en el agua del tranque", o "el diseño geométrico
de las viñas y de los huertos frutales", prosa a veces
de gran carga erótica y siempre con un dejo de humor.
Es una pena esa sensación, que Gould analiza con mucha sensibilidad,
de obra inconclusa que queda, de promesa cumplida a medias aun cuando
lo que Cristián dejó valga mucho. Más vale aun,
para muchos chilenos, su recuerdo como persona. Como cuando dirigía
el Departamento de Estudios Humanísticos y estimuló
a tantos de sus alumnos. Como cuando probaba los límites de
la libertad en la época de Pinochet. Como cuando demostraba
que es posible ser ideológicamente libre, libre de la censura
tanto de la izquierda como de la derecha, aunque serlo a veces provoque
mucho dolor, aunque quepa a veces preguntarse si vale la pena el esfuerzo,
si no sería mejor plegarse de una vez a una de las bandas.
Conocí a Cristián hacia 1962, cuando él dirigía
la Sociedad Latinoamericana de Cambridge y yo la de Oxford. Hacia
1966, cuando yo trabajaba en el TLS, el suplemento literario del "Times",
Cristián me ayudó a introducir la literatura latinoamericana
en Inglaterra: él ya había procurado hacerlo en la revista
"Granta" de Cambridge. También me presentó
a Emir Rodríguez Monegal, el crítico uruguayo. En la
revista "Mundo Nuevo" que Emir publicaba en París
y donde Cristián también escribía, se lanzó
el "boom" de la novela latinoamericana.
Tengo recuerdos muy especiales de una semana que pasé con
Cristián en enero o febrero de 1985 en el Cerro Alegre, en
Valparaíso, en una casa que arrendaban sus muy queridos hijastros
Bullemore. No me acuerdo por qué, pero ambos estábamos
de viudos de verano. Tuvimos una conversación interminable,
día tras día, una conversación interrumpida solo
por el sueño. Cristián le estaba poniendo los últimos
toques a su Autobiografía por encargo, pero sentía
la necesidad de contar toda su vida, de contar todo lo que el libro
excluía. De contar de las mujeres que había querido.
De contar de su entrañable amor por su hija Daniela y por su
mujer, Soledad. De contar cómo a pesar de la contradicción
que había entre su vida de agricultor y su vida de escritor,
de alguna forma para él se complementaban: siempre hubo algo
tolstoyano en Cristián, algo del conde ruso que se rebela contra
su clase de terratenientes pero que no se siente realmente cómodo
sino cuando está con ella.
Después, me pregunté si Cristián intuía
que se iba a morir ese mismo año, si no será síntoma
de muerte la necesidad de encuadrar la desordenada vida en un relato,
un relato que uno pueda defender, un relato con un orden ético
y estético. En el caso de Cristián, el relato de un
hombre generoso, ancho de corazón, desprejuiciado, de apariencia
orgullosa pero humilde de alma, un hombre talentoso y lleno de vida,
en que nada nos preparaba para su muerte.