Sobre "Un catálogo de todo lo que hay"
de María Paz Levinson
(Ed. Gog y Magog, Buenos Aires, 2006).
Por Carlos Henrickson
Está claro que no toda contemplación es mística: la búsqueda de la integración en un absoluto –sea éste alguno de los tradicionales absolutos espirituales o aquella humilde y con fama de laica Verdad, más cercana a nuestras costas-, a veces no acompaña ese acto no comprometido de conocimiento. La contemplación se hace una sencilla práctica desligada, que no puede encontrar ya nada que ver en las profundas sombras del alma o en mundos que se aparecen. La persistencia de las cosas en sí mismas produce un hastío característico, y la contemplación vaga de una cosa a la otra adquiere su legítima ciudadanía en esa profunda actividad emocional de total negación que Baudelaire ya definió como spleen, instante que puede llegar a confundirse con el vacío o la inmortalidad, desde el férreo paréntesis en torno al sujeto de ese hastío.
Dentro de una “antología personal” de ese sentimiento, no dudaría en incluir Un catálogo de todo lo que hay, de María Paz Levinson (Ed. Gog y Magog, Buenos Aires, 2006). La anécdota no duda en proliferar, sin la menor intención de trascender su limitada manifestación de experiencia simple, aun circunscribiéndose a un espacio específico: el balneario costero. Este espacio privilegiado en la creación contemporánea para la contemplación vacía del spleen –desde que el incesante espectáculo de la ciudad ha generado su propio stock de emociones sucedáneas que no conocen de pausa o detención- aparece en el poemario como un lugar absolutamente ajeno, apoyándose esto con una suerte de recurso de inercia, que parece hacer derivar a la percepción de forma inmotivada e involuntaria. El tono, por ello, tiende a alienarse hasta niveles extremos: el resto de los veraneantes son claramente otros objetos en el campo visual, vistos ya sin el menor signo de simpatía o compasión –como en uno de los últimos textos del poemario que, a fuerza de musicalidad vacía y inercia, hace a personas y objetos formar parte de un mismo amasijo de realidad:
ves en tu cabeza niños bronceados
hiperexcitados por la energía del mar,
la playa, la madre tomando sol y luego
acarreando bolsos, termos, cremas, lonas
Éste es uno de los secretos de la poética de Levinson: la limitación de lo que existe más allá a una mera objetualidad, que no puede menos que marginar toda posibilidad de apasionamiento lírico. Esto, sumado a la proliferación de la anécdota, produce un “efecto narrativo” que tan sólo la trabajada intimidad –a través de la segunda persona en apelación constante, la indicación persistente de una reflexividad cuotidiana, el cuidado trabajo del ritmo que logra detener cualquier tipo de desarrollo que trasciende la sencillez de lo registrado y registrable-, esa intimidad de poderoso tono evocativo, trasladando lo sucedido hacia un pasado indeterminado, puede hacer resplandecer como un poderoso registro poético, que sabe cuidarse de la falsa ingenuidad para otorgarnos una muy especial “inocencia de segundo grado”. Inocencia que no lo es, y que representa una de las características más interesantes de las nuevas promociones literarias argentinas –pienso en Gambarotta o Cucurto, aunque se puede decir que es una característica generacional-: la elección decidida del habla común para generar el texto poético, entendiendo con esto las profundas consecuencias sobre la concepción del poema como una suerte de producto elaborado, definitivamente ya de espaldas a las nociones trascendentales que, al menos en Chile, siguen apareciendo casi como tics inconscientes.
En este último sentido, el aprendizaje profundo de la contemplación en el libro de Levinson puede no ser completamente negativo. Es posible que encubra un descubrimiento análogo y contrapuesto a la experiencia mística: la conciencia de una lejanía irresoluble con respecto a la cerrada materialidad del mundo y el indiferente fluir del tiempo. El último texto unitario del libro -pensás / cómo hacen para reconstruir todo antes del verano?-, en su irónica apreciación del vacío spleen de los balnearios en invierno –precisamente cuando no están preparados para acoger la situación del veraneo-, confirma la sospecha que se vierte como una carga al lector del breve poemario: que en la inconsciente búsqueda de autorreconocimiento y situación que traspasa a la voluntad poética, puede llegarse, merced a un cierto viento, según el día o el mes, a la certeza de la propia limitación como meros transeúntes de experiencias. Y la sensación de que tras toda temporada encontramos el mismo paso del tiempo, y que nuestra percepción capta, al final de cuentas, todo lo que hay –exactamente como esa fotografía de los balnearios, puro recuerdo sin arte-, deja ver la profunda inquietud tras la obra de Levinson como un problema de lucidez: estar más o menos despiertos y conscientes de lo que se nos va al paso de la experiencia, la precisa decepción detrás de la palabra temporada.