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          Los puentes de la lírica: Las estaciones, de Anahí Maya Garvizu
         Por Carlos Henrickson
          
          
        
        
          
            
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Habría sido frase adecuada decir que Anahí Maya Garvizu (Chuquisaca,  1992) entra al mundo de los editados con paso seguro; aunque pensado mejor,  paso seguro no es buena imagen. No es justo entrar en paso seguro a la lírica,  y muy particularmente a esta lírica, que actúa como un tanteo, un  trastabilleo en el campo claroscuro de la memoria y del autorreconocimiento a  partir de esa memoria. Entrar a paso seguro allí sería garantía de cometer el tropezón  de la expectativa lograda de sí mismo, en la que de una vez se nos revela que  no hay nada que buscar. El pliegue de la memoria de esta lírica nos asegura la  extensión ilimitada de la formación de las  emociones y por ende de la mirada,  que infaliblemente se desarrolla a tropezones, a paso de ciego con la vara del  logos reconociendo el suelo irregular de la experiencia ajena y la propia.
emociones y por ende de la mirada,  que infaliblemente se desarrolla a tropezones, a paso de ciego con la vara del  logos reconociendo el suelo irregular de la experiencia ajena y la propia.
         Digo la ajena y la propia para que se entienda la frase, porque lo  ajeno y lo propio están correctamente confundidos en la poética de Anahí. La  memoria de los ancestros, por ejemplo, está en pleno proceso de hacerse  sustancia propia: es una poética de recuperación de lo perdido en la superficie  del tejido constructivo del poema. Distingo acá dos momentos: aquel en que la  escritura trae la realidad transfigurada de lo que ha pasado precisamente en la  infancia -el momento en que se aprende a mirar, como quien aprende los  signos de la lectura-, y otro, posterior, en que el sujeto desde lo actual toma  las lecciones atesoradas en torno a esas imágenes-signos para modificar,  re-formar, lo que se tiene al frente.
         El primer momento que menciono, a los chilenos nos trae inevitablemente  a la poética de los lares de la que habló Teillier. La apuesta imposible  de la lírica como herramienta de recuperación adquiere en Las estaciones (Valparaíso: Libros del Cardo, 2018) la forma de una nostalgia patente, que  llega a plasmarse en carencia física: 
        
          
            Nosotros vinimos lejos
                  hacia el vértice del camino
                  donde la visión del pasado es  invertebrada
                  tentados, incrédulos, absortos
                  ahora que curtirse 
                  parece ser un sentimiento 
                  y no una textura en la piel
                  ¿Tendría que hacer un dibujo en la  mía?
            (Temporada de sequía)
          
        
        Esta  mirada de lo visto por primera vez, de lo que se nos aparece previo a  toda estructura, invertebrado, antes de cualquier tipo o posibilidad de  écfrasis (No sabes escribir pero lees las horas / en los ojos de los gatos, / la intensidad de la  tormenta / en el comportamiento de los insectos, / la fertilidad en el espacio de corteza a  corteza), no puede sino vaciarse en una visión  poética en el sentido original del adjetivo, poiética: cuyo primer  momento no puede dejar de ser la producción de un símbolo primordial, un mito  personal. La afirmación de la imagen mítica se nos aparece lúcidamente como la  fijación de una luz poderosa (el relámpago), que sustrae las dimensiones variables  del tiempo y el espacio en Allegro, uno de los textos sustanciales de la  poética del libro:
        
          
            Durante la  tormenta nocturna
                  los  relámpagos dibujaron 
                  el contorno de los árboles sobre el cerro.
                  Una gama de  lilas estalló en el cielo, 
                  el gallo  confundió el día y cantó.
                  Un trueno surgió entre las nubes y  regresó a ellas.
            
                  ...
            Era un  fragmento único de tiempo y espacio
              similar al  rayo que agrieta y vuelve a la opacidad
              dejando  seres partidos o con una nueva apariencia.
              El agua  corría turbia por las calles de tierra.
              Hasta los  opas, los jorobados, los añorados ausentes 
              y las nanas  con bocio en el cuello y trenzas blancas 
              desfilaban  al borde del camino  
                rozando las flores que crecen en forma silvestre 
                como si tuvieran un lugar a donde  ir. 
            (las negritas son mías)
          
        
        Así, la figura del paso del tiempo puede bien tomar la forma del barrer  de la abuela en Solsticio, que no por humanizar el transcurso deja de  hacerlo doloroso, en la plena conciencia de lo irrecuperable. El haber habitado  este momento de revelación, da en el último verso su significación propiamente  mítica:
        
          
            ¿Recuerdas? Todo parecía música  entonces.
          
        
        Lejos  de ser un matiz de embellecimiento del recuerdo, esta música acaba  representando una modulación de la realidad pasada que la lleva a ponerse en un  plano inmanente y persistente, modificando la mirada para ver en esta la  lección definitiva de la posibilidad de un mundo realmente inteligible. Poemas  como Hombre sentado bajo un sauce, Regresión o Chaco nos presentan, en  sus breves anécdotas, ejemplos de esta mirada que es capaz de subvertir el  lugar de quien observa: terminamos no sabiendo bien el lugar del sujeto de esta  escritura, obligados a comprender a este mismo sujeto como otro lugar en que  esa transfiguración ocurre, en otras palabras, un sujeto paratópico: 
        
          
            Mirarse a través
                  a pesar que el  cuerpo 
                  siga estando en el  mismo sitio.
            (Regresión)
          
        
        Este  momento se nos sabe presentar como el de la adquisición de los atributos  líricos. Desde acá solo pueden emerger el estado de atención, de receptividad  llevada al límite y la capacidad de renombrar lo real. El momento siguiente que  mencionaba tiene que ver con la aplicación de esta mirada.
         Poemas  como Equilibrista, Contenedores o En la ciudad se sostienen en  esa visión transfigurada, sabiendo fundir la propia emoción como la ley de un afuera, experimentado con una distancia espacial que se hace análoga a la distancia  temporal de la mirada hacia lo perdido. El sujeto no puede sino  autorreconocerse (y por tanto, auto-formarse) por empatía y contraste con eso  otro.
         Esta  “ley” asignada por el poeta al mundo exterior funciona en sentido estricto como  el reconocimiento de un alfabeto visual, una legislación de elementos muertos,  y no es casualidad que se trate acá de tópicos netamente urbanos, en que no  está ajena la presencia de la muerte, la inercia y el desespero, desespero que  en este caso es por el sentido. La cesión de destino por parte de la conciencia  solo puede darse en forma de transfiguración poética: como en Éxodo antes  del alba, Jam Session, Escenografía y, muy especialmente en Postal.
         En  este caso la écfrasis sí se hace absolutamente posible, habiendo ya el poeta  construido los puentes significantes hacia el mundo. Poemas como Migrantes,  Frontera o En la acera son notables en este sentido, y por ejemplo,  en Invierno:
        
          
            Las ruedas  de los autos se hunden por un instante 
                  en los  agujeros del asfalto.
                  Entre las  luces parpadeantes de la ciudad
                  una mujer  vestida de azul 
                  toma el taxi  de vuelta a casa, 
                  sube al  ascensor, 
                  saca las  llaves 
                  persiste en  abandonar sus recuerdos. 
                  Cansada de  arraigarse al dolor
                                                                          salta. 
                  Solo las  palomas 
                  asoman sus cabezas desde el techo.
          
        
        Reafirmo  lo dicho: lo que se ha ganado no es precisión, sino que una modulación del paso  que sabe darle sentido al tropiezo. La vía lírica no puede dejar de reconocer a  cada paso el error y la deriva, y por ello la plena conciencia del lugar de Paisaje al final del libro, donde el mundo sabe escaparse de cualquier fijeza acabando  por nombrar el paso del sujeto como desprolijo, como afectado por la deriva de  la conciencia: un mundo que exige su orden inerte ante el empuje de  transformación de la poesía.
         Queda  destacar la visión de Libros de Cardo -en el marco de una conciencia casi  generalizada dentro de la pequeña y mediana edición independiente- al entender que  nuestra literatura no puede ser sino la latinoamericana, superando las  fronteras nacionales.