Proyecto Patrimonio - 2015 | index | Carlos Hernández Tello
| Autores |

 




 


David Burnett ©

 

El espacio y la memoria: itinerario por los campos de concentración de Chile
(En Gaceta de estudios latinoamericanos, Usach, N° 2: 2010)

Por Carlos Hernández Tello


.. .. .. .. ..

Resumen:

Paul Ricoeur en un trabajo titulado La memoria, la historia, el olvido, ha establecido que uno de los problemas que surgen ante el estudio de la memoria es la relegación del "qué" se recuerda, para reemplazarlo por el "quién" reconstruye o rememora los acontecimientos del pasado. En este sentido, la reconstrucción de la memoria anularía cualquier tipo de proyecto que implique la configuración de la memoria colectiva de una sociedad determinada. Sin embargo, tras la revisión de una serie de producciones testimoniales producidas en Chile durante la Dictadura Militar y después de ella, surge una pregunta más amplia que incorpora a las dos que se plantea Ricoeur: la pregunta por el “dónde” ocurren los procesos que se recuperan a través de la memoria, interrogante que nos traslada inmediatamente a los centros de tortura implementados en Chile durante este período. En base a esto, el examen de una serie de testimonios permite dilucidar que a todos estos espacios de reconstrucción de la memoria les ha sido asignada una carga semántica, ideológica y simbólica de la que carecían antes del 11 de septiembre de 1973, es decir, el sentido social de dichos espacios era diametralmente opuesto antes de ser convertidos en centros de tortura y exterminio.

Palabras claves: espacio, memoria, testimonio, resemantización.

 

*

 

I. Aproximación al problema: la memoria y su vinculación intrínseca al espacio 

- ¡Es la libertad, abuelo! (…)
Poco después volvió el oficial y salimos. Hizo
que un guardia cargara con uno de los bultos.
Me habló. Salía en libertad, dijo. Pero debía
olvidar estos días, incluso el lugar.
Cerco de púas.
Aníbal Quijada.

Chile jamás será el mismo después
de Villa Grimaldi, Tejas Verdes, José
Domingo Cañas 1367 o Londres 38.
Chile, un largo septiembre.
Patricio Rivas.

 

Desde la publicación de Tejas Verdes. Diario de un Campo de Concentración en Chile de Hernán Valdés en 1974, la producción de discursos[1] testimoniales se ha desarrollado sistemáticamente en Chile como respuesta a la experiencia traumática de una gran cantidad de presos políticos que lograron sobrevivir a las torturas y vejaciones impuestas por la Dictadura Militar. Dicha producción se ha enmarcado en la escritura de textos tanto en tierras nacionales (durante el presidio y después de éste) como en el exilio. A pesar de esta proliferación de discursos testimoniales, se ha manifestado, como lo señala Valdés en el prólogo de su obra a la edición LOM de 1996, una especie de “amnesia histórica”, la que él expresa en los siguientes términos:

 …nunca nos ha gustado mirar el pasado, si todavía no ha sido heroizado por los historiadores de turno. Somos un pueblo optimista, eternamente joven, que sólo mira hacia delante. La sociedad chilena, por lo demás, está bastante ocupada con su presente y su futuro, con sus alianzas tácticas o estratégicas, con sus negocios, con su reconquistada “normalidad”. La reconciliación es una realidad, por lo menos para los reconciliados económicamente, y el pasado, testimonios como éste, hacen el papel de aguafiestas (…). Si no fuera porque confío que hay en Chile una minoría intelectual que ve las cosas de otro modo, y una mayoría silenciosa que vive al margen, entre otras cosas, del discurso oficial, pensaría que la publicación de Tejas Verdes en este país, hoy, es un exabrupto (Valdés, 1996: 4).   

Una visión similar plantea Jorge Arrate en su libro Salvador Allende, ¿sueño o proyecto?, en el que asevera que “Durante la post dictadura la derecha ha querido inculcar a los chilenos la aversión por nuestro pasado reciente. Ni la memoria ni la historia son nostalgia infecunda. En cuanto al futuro, no tenemos futuro según el pensamiento conservador: el ‘capitalismo democrático’ es el ‘fin de la historia’, porque el mundo ha alcanzado un equilibrio final y no es posible ni deseable otro modo de concebirlo. La derecha nos quiere expropiar de pasado y futuro” (Arrate, 2008: 11). Se arriba así al tópico fundamental de estas páginas: el problema de la memoria, el cual en este caso quedará vinculado a un espacio físico determinado que operará como marco de la memoria de nuestro país, además de establecer una lucha por imponerse a la “amnesia histórica” a la que hace referencia Valdés, o bien, a “la aversión por nuestro pasado reciente” como lo propone Arrate.

El corpus testimonial que se abordará en estas páginas se centra esencialmente en el relato que hace un sujeto determinado al vivir una experiencia traumática encarcelado en un campo de concentración. Una vez que dicho sujeto ha sido liberado, emprende la tarea de documentar aquella experiencia alienante mediante un discurso testimonial que dé cuenta, desde su punto de vista subjetivo, es decir, desde su verdad, de lo vivenciado y presenciado en ese recinto de tortura. Es en torno a lo anterior que surgen dos problemas vinculados a la memoria. El primero de ellos hace referencia a una de las propuestas que Paul Ricoeur realiza en su libro La memoria, la historia, el olvido, trabajo en el cual este autor alude ya en la primera página de su investigación a un problema que surge vinculado a la discusión sobre la memoria, el cual se refiere básicamente al eje sobre el que son analizados los textos cuyo propósito es reconstruir el pasado, esto es, sobre qué se recuerda y de quién es la memoria. Ricoeur jerarquiza estas preguntas otorgándole preeminencia al qué antes que al quién: “Si se dice demasiado deprisa que el sujeto de la memoria es el yo de la primera persona del singular, la noción de memoria colectiva sólo puede pasar por un concepto analógico, incluso por un cuerpo extraño en la fenomenología de la memoria. Si queremos evitar dejarnos encerrar en una inútil aporía, entonces hay que dejar en suspenso la cuestión de la atribución a alguien – y, por tanto, a todas las personas gramaticales- del acto de acordarse, y comenzar por la pregunta “¿qué?”” (Ricoeur, 2008: 19). Esta aclaración de Ricoeur introduce un problema mayor que es el de la memoria individual y el de la memoria colectiva, eje importante también del análisis que se desarrollará en este trabajo. Sin embargo, es pertinente detenerse un momento en la reflexión de este autor respecto del “qué se recuerda” y “de quién es la memoria”. Naturalmente, estas dos preguntas son esenciales para la empresa de rememoración, pues implican un retorno a la experiencia del trauma y, por ende, a una reconstrucción del yo, el quién, en función de ese qué. No obstante, la memoria no se desarrolla en la nada, si se permite la expresión, pues ésta tiene lugar en un espacio determinado que se constituye como eje central en el proceso de rememoración, puesto que el sujeto que narra su experiencia, en los textos que abordan la experiencia de represión dictatorial, siempre lo hacen desde un espacio en el cual suceden los acontecimientos, y en el caso de que no sea así, remiten constantemente a dichos espacios. Tales espacios son reconstruidos en el enunciado testimonial, a partir de un referente real, y el relato se subordinará a una verdad experiencial acorde a las vicisitudes padecidas por el sujeto en ese espacio, el cual adquiere un sentido simbólico e ideológico. De este modo, al qué y al quién postulados por Ricoeur convendría, para los efectos de este trabajo, formular la pregunta por el dónde ocurre la experiencia del trauma que posteriormente será rememorada en la construcción del discurso testimonial.

Luz Aurora Pimentel, en su libro El espacio en la ficción. Ficciones espaciales. La representación del espacio en los textos narrativos[2], realiza una serie de reflexiones en torno a la construcción de los espacios en la narración y que podrían proporcionar algunas luces respecto al problema que se ha denominado aquí como el dónde. Primeramente, Pimentel señala que todo texto que pretenda una construcción de un espacio, ya sea de orden factual (o con un referente real) o ficcional, su recurso insoslayable será la descripción para así configurar el universo diegético, “Pero lo que aquí nos interesará analizar no son los grados de ‘fidelidad’ en esas supuestas representaciones, sino los diversos modos discursivos de significar el espacio” (Pimentel, 2001: 9). Esto alude inmediatamente a un problema ya mencionado: el espacio en estos discursos testimoniales debe entenderse como una construcción de significado discursivo que obedecerá a la experiencia subjetiva del sujeto de la enunciación. Se suma a esto el hecho de que para Pimentel la descripción además de ser “responsable en primera instancia de la dimensión espacial de un texto narrativo, es también el lugar donde convergen e incluso donde se articulan los valores temáticos, ideológicos y simbólicos del relato; es, en pocas palabras, el lugar donde se concretan y aun espacializan los modelos de significación humana propuestos” (Pimentel, 2001: 10-11). Esto resulta relevante también desde la perspectiva en que se abordará el análisis de los espacios de este trabajo, pues los sujetos que realizan la reconstrucción verbal de su experiencia traumática vinculada a dichos espacios se identifican con un sector ideológico determinado y trasladan esto a su construcción espacial, dotándola de un valor simbólico que se relaciona con una asignación nueva de significado que los espacios, hasta antes del Golpe de Estado de septiembre de 1973, no tenían intrínsecamente, sino que les fue proporcionado posteriormente al bombardeo al Palacio de La Moneda.

Por otra parte, Pimentel señala que la descripción en términos de construcción del espacio, a nivel predicativo, requiere necesariamente de una denominación: “El nombre de una ciudad, como el de un personaje, es un centro de imantación semántica al que convergen toda clase de significaciones arbitrariamente atribuidas al objeto nombrado, de sus partes y semas constitutivos, y de otros objetos e imágenes visuales metonímicamente asociados” (Pimentel, 2001: 29). Y más adelante agregará: “…desde una perspectiva semiótica, un espacio construido – sea en el mundo real o en el ficcional – nunca es un espacio neutro, inocente; es un espacio significante y, por lo tanto, el nombre que lo designa no sólo tiene un referente sino un sentido, ya que, precisamente por ser un espacio construido, está cargado de significaciones que la colectividad/autor(a) le ha ido atribuyendo gradualmente” (Pimentel, 2001: 31). Cuando Pimentel se refiere al “nombre que lo designa (al espacio)” alude al nombre propio con el que se ha denominado tal espacio.  Campos de concentración o centros de reclusión como Tejas Verdes, Pisagua, Ritoque, Chacabuco, Dawson, Villa Grimaldi, José Domingo Cañas, Estadio Chile, Estadio Nacional, Tres Álamos, Cuatro Álamos, Academia de Guerra o Londres 38, los cuales, con el sólo hecho de nombrarlos, adquieren una carga de significado colectivo e ideológico que está dado no sólo por lo que la Dictadura Militar gestionó y legitimó en esos espacios, sino por la forma en la que son representados verbalmente por los sujetos que sobrevivieron a las experiencias de tortura y vejaciones en esos recintos. Así, “…el nombre propio es lugar de convergencia de multitud de significaciones culturales e ideológicas que se adhieren a él por asociación, adquiriendo así una dimensión aferente, o connotativa, de significación” (Pimentel, 2001: 33). Naturalmente, esta reflexión sobre el nombre propio del espacio alude a que existe una adjetivación que lo dotará de significado, lo que se acerca nuevamente a la idea de espacio como construcción verbal que se configura a partir de un referente extratextual, pero cuyo resultado es algo distinto al modelo real inicial:

…la descripción particulariza al nombre, le da una consistencia y un perfil individuales, al convertirlo en el lugar de referencia de todas las menciones subsecuentes. De este modo, el texto va construyendo su propia referencia, desplazando así al referente extratextual. Esta capacidad de autorreferencia de los textos explica, en gran parte, el fenómeno de la creación de un universo de discurso imaginario que, sin perder contacto con el mundo del extratexto, no sólo se pueda bastar a sí mismo, sino que pueda referirse a sí mismo (Pimentel, 2001: 38). 

Lo anterior es lo que Pimentel denomina “ilusión de realidad” creada a partir de lo verbal, pero que alude a un referente ficcional o extratextual. En el caso de los lugares que se analizarán en este trabajo, el referente claramente no es ficcional, pero, como ya se ha insistido anteriormente, el espacio aparece siempre representado como una construcción discursiva interferida por un sistema ideológico y de significado determinado, lo cual generaría esa ilusión de realidad a la que hace referencia Pimentel. Esto se hace tanto más evidente cuando esta autora asevera que “Es evidente que la matriz a partir de la cual se construyen estos espacios es puramente subjetiva” (Pimentel, 2001: 53). En páginas sucesivas la autora introduce un concepto que aporta también un elemento asociado al problema de las perspectivas del narrador en relación con el espacio. Tal concepto es el de “deixis”:

La deixis de referencia se define entonces como el punto cero del espacio, a partir del cual se organiza toda su presentación y que coincide siempre con la perspectiva de un descriptor-observador. Tres son los modos básicos de operación de la deixis de referencia: ubicua, móvil o fija. La primera es prerrogativa de un narrador de tipo omnisciente que se impone a sí mismo un mínimo de restricciones y puede así variar ese ‘punto cero’ desde donde se va describiendo el espacio diegético;  la segunda y la tercera pueden ser asumidas, bien por el narrador, o por un personaje, en movimiento o en posición fija (…). Así pues, la posición del observador es central en la construcción del espacio diegético…” (Pimentel, 2001: 60-61).

De este modo, y tal como lo señala la autora, va a depender de la forma narrativa que se emplee la manera en que se organice el espacio.

Ya situados en otro ámbito de las significaciones que adquieren los espacios de memoria representados en las obras seleccionadas, surge un elemento nuevo que se asocia a un nivel de sentido metafórico en la construcción verbal de estos espacios. Por ejemplo, es frecuente poder asociar la representación del espacio de memoria a conceptos como “hacinamiento”, “alienación”, “tortura”, “soledad”, “marginación”, “hambre”, “frío”, etc., los cuales adquieren un sentido mayor asociados a ese nivel de espacialidad. Esto alude a que los conceptos mencionados, si bien es cierto tienen un significado en términos de una neutralidad de la lengua, asociados metafóricamente a los espacios de memoria reclaman una semiotización concreta que adquiere validez sólo en el contexto de esa espacialidad. Al respecto señala Pimentel: “…la metáfora nos ofrece, no sólo su extraordinario poder de transformación de la realidad, sino su enorme capacidad de significación sintética. Toda una constelación de semas particularizantes se halla contenida virtualmente no sólo en las áreas metaforizadas sino en la totalidad de los campos semánticos en interacción” (Pimentel, 2001: 91). Y más adelante agregará: “Hemos de definirla [la metáfora], no como un simple fenómeno de sustitución, sino como una interacción semántica; no como una modificación de sentido, local y localizable, sino como un verdadero proceso que perturba y transforma la significación total del enunciado o texto en el que aparece” (Pimentel, 2001: 92). Esto último es capital en términos de los espacios de memoria que se estudiarán en este trabajo, pues, por ejemplo, conceptos como “hambre” o “frío”, que son sensaciones biológicas “permitidas” o naturales en la realidad cotidiana, adquieren, en un nivel metafórico de espacialidad, tenores exacerbados de alienación comprensibles y aprehensibles sólo en ese nivel espacial.

Para finalizar esta teorización del espacio según la propuesta de Pimentel, es pertinente agregar un último elemento que abre nuevos campos de análisis al estudio de los espacios de memoria en los discursos testimoniales abordados en este trabajo. Una de las propuestas más complejas que formula esta autora es la de la diferenciación que establece entre el referente extratextual o real del espacio, y el producto que surge a partir de la representación de ese espacio, construido por medio del lenguaje y que naturalmente está investido de un componente ideológico-simbólico. Es esta idea lo que la lleva a formular: “Es cierto que una descripción no vuelve a ‘presentar’ al objeto, ni siquiera como una ‘copia’: no el objeto, entonces, sino la idea del objeto, su significación” (Pimentel, 2001: 110). Es esta idea del objeto la que se proyecta en el plano enunciativo del discurso testimonial mediante la iconicidad, término que Pimentel emplea citando a Greimas, “la cual, tomando a su cargo figuras ya constituidas, las dota de atributos (…) particularizantes, susceptibles de producir la ilusión referencial” (Pimentel, 2001: 111). En este sentido, la configuración de los espacios creados en los discursos testimoniales realiza necesariamente un proceso de iconicidad, en la medida en que dichos discursos dotan de nuevos atributos a los espacios de memoria, particularizándolos y desarrollando una “ilusión referencial”, reasignándoles un significado que depende exclusivamente de las modalidades espaciales construidas verbalmente y que no se relacionan directamente con el referente real; esta aclaración se hace tanto más evidente en el caso de los espacios de memoria que se estudiarán en este trabajo, puesto que dichos espacios, antes de ser convertidos en centros de reclusión, eran recintos que cumplían otra función dentro del sistema social. Ahora bien, ¿cuál es el elemento que intercede o media la representación del espacio construido a partir del referente extratextual?: “La representación (…) estaría propuesta como un proceso por medio del cual el lenguaje construye y vehicula significados con distintos grados de referencialidad y de iconicidad. El lenguaje sería entonces una estructura de mediación. Porque estrictamente hablando, en tanto que sistema de significación, el lenguaje no es un sistema de representación, sino de mediación en el proceso de la representación” (Pimentel, 2001: 111). Cuando Pimentel postula al lenguaje como estructura de mediación se asume que, en el caso de los enunciados testimoniales, ese lenguaje se materializa en la escritura: “Desde la perspectiva de la escritura como primera instancia de mediación en el proceso de la representación, describir un objeto [es decir, un espacio] es ‘inventar al otro en el mismo’, pues lo que hace la descripción es construir otro objeto, sí, pero un objeto textual que es más afín al texto que lo rodea que a su referente, y que, sin embargo, no deja de remitir a ese objeto que desencadena la actividad descriptiva: ese otro que puede reconocerse como tal” (Pimentel, 2001: 113). Es precisamente esa construcción de otro objeto, asumiendo como modelo un referente real, la que se materializa en los discursos testimoniales.

Se señaló en páginas anteriores, a partir de la alusión a Ricoeur, el problema de la configuración de la memoria subjetiva y colectiva en los discursos testimoniales. Dicho problema podría ser denominado como Historia de manual/historia experiencial. Sin lugar a dudas el hecho histórico comprendido por el Gobierno de la Unidad Popular, sus gestiones, boicot por parte de la derecha de esos años, su consecuente derrocamiento, los sucesos de abuso, violencia y crimen de los años de dictadura militar, han quedado registrados en innumerables manuales de historia que, según una perspectiva ideológica determinada, han intentado construir una memoria histórica o han contribuido a suprimirla mediante eufemismos que gradualmente han ido logrando su cometido. Sin embargo, es aquí donde corresponde introducir el concepto de historia experiencial, el cual se refiere al discurso de la masa anónima mediada por un sujeto que ha vivido las mismas experiencias de tortura, abuso y violencia, cuyo relato se constituye como una voz que tiene la función de proyectar en la memoria colectiva aquellas experiencias compartidas. En relación directa a lo anterior, Patricia Stambuck, en un libro titulado La invención de la memoria (Actas), coordinado por Jorge Narváez, observa respecto del relato testimonial: “…el testimonio es la perspectiva vivencial más allá de los escritorios, es el relato de los hechos por sus verdaderos protagonistas, es el discurso del hombre anónimo que no tiene tribuna y que tampoco la busca, es la fuente primaria aun con todas las limitaciones que los teóricos puedan encontrar para ella, es lo que presuntuosamente algunos podemos decir: la verdad histórica” (Narváez, 1988: 97). En el caso de estas páginas, el discurso anónimo de los que no tienen voz se construye desde el espacio de memoria en el que han padecido los infortunios del presidio y de la tortura, proyectando así, siempre desde la construcción del espacio, una memoria subjetiva (historia experiencial) motivada directamente por la experiencia individual del sujeto de la enunciación, así como también una memoria colectiva que trasciende las propias vivencias y que contribuyen a la construcción de un imaginario de memoria social.

 



Koen-Wessing ©


II. Los campos de concentración en Chile: el espacio de la tortura y la represión

Uno de los objetivos centrales de estas páginas es el de documentar, mediante la revisión de un corpus determinado de producciones testimoniales generadas durante y después de la Dictadura Militar, la forma en que numerosos espacios sociales fueron acondicionados para la legitimación de la tortura y la vejación en Chile. Lugares que, antes del Golpe de Estado, constituían espacios con funciones completamente diversas, pero que tras la violenta irrupción del fascismo, fueron semantizados con una connotación vinculada al dolor, el hacinamiento, el frío, el hambre, la humillación, la tortura tanto física como psicológica, etc. Un ejemplo esclarecedor es el que puede encontrarse en el texto Chile, un largo septiembre (2007) de Patricio Rivas: “La Academia de Guerra había sido un convento. No podía imaginar que ese sitio había estado repleto de monjas que rezaban a su Dios o pedían por su prójimo. Tampoco es fácil pensar en la Villa Grimaldi como la antigua discoteque Paraíso ni en La Moneda reconstruida. Pasas por ahí y parece que siempre fue la misma, pero cada piedra y ladrillo es nuevo. Sólo se conserva su forma” (Rivas, 2007: 107). Al parecer, lo que predomina en estos textos es la idea de proyectar en los lectores, además del relato de una experiencia de tortura, los mecanismos mentales de una serie de sujetos que convirtieron un conjunto de lugares, con una historia social y cultural orientada al crecimiento de la comunidad, en recintos de vejación y genocidio.

En esta misma línea de reflexiones, Rolando Carrasco introduce en su libro Prigué. Prisionero de Guerra en Chile (1977), algunos datos relevantes para los propósitos de este análisis en vinculación con algunos centros de tortura implementados tras el Golpe de Estado:

Melinka. Idilio transformado en trueno. Diez cabañitas de tablas sobre soportes de cemento. Con diez habitaciones cada una. Literas para seis veraneantes pintadas de vivo color azul, verde, rojo, amarillo, contrastando con el verde suave de la ladera de Puchuncaví, ese pueblecito tranquilo de la provincia de Aconcagua habitado por campesinos de la zona y muy cerca del océano. Lugar de veraneo para los trabajadores construido durante el Gobierno de la Unidad Popular para esos fines. Con su bien instalada cocina y comedor. Para descanso de los trabajadores que no han tenido nunca en Chile casa en la playa, ni posibilidades de vivir una semana en el campo, atendidos como en un hotel. Funcionó en el verano de 1971-72 y 1972-73. Se llamaba Balneario Popular de Puchuncaví. Ahora ha sido denominado: “Campo de Detenidos de Melinka” (Carrasco, 1991: 188).

Este párrafo es sumamente esclarecedor respecto de lo que se planteará en las siguientes páginas. Es quizás uno de los ejemplos más contundentes en los que la connotación espacial adquiere tintes ideológicos, pues no es sólo que un antiguo convento, una vieja discoteque o un estadio sea convertido en campo de concentración, sino que un lugar cargado de los ideales de la Unidad Popular, promotor de los deseos de igualdad y justicia social para el pueblo, es objeto de una resemantización que se contrapone completamente al sentido que tenía en su origen dicho espacio[3]. De este modo, y así como en las citas anteriores, los siguientes apartados intentarán sintetizar, a partir de un corpus determinado de textos, los sentidos de iconicidad de los que son dotados los espacios de memoria en la producción testimonial del Chile de la Dictadura Militar.

 


Marcelo Montecinos ©


III. El Palacio de La Moneda: espacio primigenio de iconicidad 

Un relato de memoria
un once por la mañana
masacre máh inhumana
no ha registrado la historia
avioneh sin paz ni gloria
volaron a La Moneda
la desplomaron como greda
con bombah y metralleta
se pusieron máh jinetah
loh pacoh en La Moneda.
El golpe.
Roberto Parra.

El Palacio de La Moneda, desde el inicio de su construcción, postergada por diversos factores, ha cumplido más de alguna función ligada siempre a los círculos del poder en Chile.  Precisamente este era uno de los fundamentos que Toesca vislumbraba con su construcción: “El ambicioso proyecto de Joaquín Toesca presupuestó un edificio capaz de albergar la creciente riqueza de la Colonia, gobernada por una sólida monarquía. Roto el vínculo administrativo de la corona y sumida la minería nacional en el caos que produjeron campañas bélicas, secuestros y saqueos, la Casa de Moneda pasó a convertirse en un recinto casi abandonado” (Dirección de Bibliotecas, 1983: 37). Es más, este espacio tenía un célebre historial al haber sido morada de muchos gobernantes coloniales y de los primeros mandatarios de la República. Luego de esto, La Moneda cambió de orden en sus funciones y se convirtió en la Casa de Gobierno, tras decisión de Manuel Bulnes en junio de 1845. Tras una serie de disposiciones, el Palacio fue reordenado en su estructura: “El Palacio se dividió desde entonces en tres sectores: residencia de los Presidentes, sede de Gobierno y Casa de Moneda, la que siguió ocupando el sector sur del edificio, con sus hornos, chimeneas y calderas” (Dirección de Bibliotecas, 1983: 46). Teniendo en cuenta estos datos, la construcción espacial de La Moneda estuvo siempre, como ya se ha dicho, vinculada a las esferas del poder en Chile, desde su génesis colonial hasta la actualidad. Consecutivamente, con la instauración de la primeras repúblicas en Chile, la función social del Palacio de La Moneda, así como también sus asignaciones ideológicas y simbólicas asociadas al poder, se mantuvieron relativamente estables durante más de un siglo, hasta el día 11 de septiembre de 1973. Así lo expresará Fernando Villagrán en Disparen a la bandada. Una crónica secreta de la Fach (2002), quien en la primera página enuncia una breve reflexión sobre la trascendencia que tienen en el país los acontecimientos que están sucediendo: “Poco antes que el reloj marcara las 11:30 horas del 11 de septiembre de 1973, dos de los cuatro aviones de guerra iniciaron el ataque al palacio de La Moneda con cohetes Sura P-3. Veinticuatro fueron los cohetes que convirtieron en escombros y fierros retorcidos el tradicional símbolo de la democracia chilena” (Villagrán, 2002: 15).  Y unas páginas más adelante incorpora una frase que complementa la cita anterior: “Leigh ordenaba que el objetivo era bombardear La Moneda y que no debía quedar vestigio del gobierno marxista”. La carga simbólica de esta última cita y su vinculación con el espacio es especialmente significativa, pues la destrucción de parte importante de La Moneda trae consigo la destrucción de todo un proyecto político interrumpido violentamente con el bombardeo del 11 de septiembre, más aún cuando, según el testimonio de Sergio Bitar en Dawson. Isla 10 (1987), Salvador Allende se mantenía en la posición de no renunciar a su mandato: “su propósito era evitar la guerra civil. Lo dijo, lo enfatizó y lo mantuvo hasta el final. No quería ver correr sangre entre chilenos. También reiteró que iba a permanecer en su cargo hasta el fin. Si la Unidad Popular caía derrotada, él se iría con su gobierno y su proyecto histórico. De modo que yo tenía el convencimiento de que si se producía el bombardeo, el Presidente no quedaría con vida. El ataque se efectuó a las doce del día” (Bitar, 2009: 23). Pero no es sólo lo anterior, sino que con el ataque a La Moneda también se produce una ruptura simbólica que implica el quiebre con toda una tradición que se inicia con la Independencia del país:

El incendio se propaga y prosigue el bombardeo. La humareda los asfixia. En La Moneda hay una máscara antigás que comienza a circular por pocos segundos entre cada uno, para soportar la situación. La Galería de los Presidentes está totalmente destruida. El incendio ya se acerca a la zona de las oficinas presidenciales y avanza hacia el salón grande que llega hasta la Sala del Consejo del Gabinete. El acta de la Independencia de Chile, que está sobre la mesa del Consejo, logra ser puesta a salvo. La Moneda incendiada. Toda la tradición del Chile independiente, aplastada (Bitar, 2009: 70-71).

Ya se han enunciado anteriormente las funciones de La Moneda a lo largo de la historia de Chile. Como señala Villagrán y se infiere de lo afirmado por Bitar, este espacio era el “tradicional símbolo de la democracia chilena”. La colectividad, los sujetos sociales que dotaron de sentido a ese espacio, lo configuraron como el lugar en el que, independientemente del grupo que estuviera en el poder, simbolizaría la aplicación de la democracia en Chile. Es más, así como el nombre propio del espacio, La Moneda, no tiene una carga neutra de significado y ha variado a lo largo de la historia, tras el bombardeo del 11 de septiembre adquirirá una carga semiótica completamente diferente a las que había tenido hasta entonces: desde ese momento, La Moneda se transformará en el espacio de construcción ideológica y en el centro simbólico que proyectará en Chile la represión, la tortura y la alienación en los diferentes centros de reclusión del país.

Resulta particularmente interesante el nivel metafórico que adquiere La Moneda como espacio de memoria, pues, como lo señala Pimentel, una vez que el símbolo de la democracia es atacado por los Hawker Hunter, la construcción de dicho espacio en los discursos testimoniales cobra un sentido diferente. La metáfora de la Casa de Gobierno como centro de poder democrático, se convierte luego de una serie de proyectiles en algo distinto. Después del 11 de septiembre, este espacio reclama una connotación de violencia y dominio panóptico, lo cual obviamente implicará una reasignación de sentido, una resemiotización del espacio de construcción de memoria. Lo anterior es lo que Pimentel denominaba iconicidad, es decir, los sujetos que han referido en los discursos testimoniales su percepción respecto de los simbolismos del Palacio de La Moneda, han proyectado en sus textos una ilusión de realidad tanto más cercana a sus convicciones ideológicas. Para Villagrán es el símbolo de la democracia, para Bitar, a propósito de Allende, se constituye como el espacio de la resistencia constitucional, del honor y la consecuencia del Presidente de la República, para Roberto Parra es un lugar de masacre. De este modo, la iconicidad del espacio varía en términos de una deixis construida de acuerdo a una serie de perspectivas mediatizadas por un lenguaje cargado de la experiencia personal. Esto es claramente verificable si se revisa el testimonio del General Mario López Tobar, El 11 en la mira de un Hawker Hunter. Las operaciones y blancos aéreos de septiembre de 1973 (1999), y su relato de lo que significó para él la proeza del bombardeo al Palacio de La Moneda: “Mientras estaba sobre Constitución me llamó Gato para informarme que el Comandante en Jefe había dispuesto el ataque a la Moneda a la casa de Tomás Moro, que era la residencia normal del Presidente Allende y donde funcionaba una escuela de guerrilleros” (López, 1999: 125). Su relato prosigue en el siguiente tono: “Como la razón para tal ataque era la de convencer al Presidente que toda resistencia era inútil y no la destrucción total de La Moneda, entonces los cohetes plantearían una solución menos complicada y destructiva, y sin arriesgar vidas ni daños a personas ajenas al objetivo por cumplir” (López, 1999: 126). Este primer acercamiento permite una aproximación a la perspectiva de enunciación de López Tobar en relación al espacio. Para él, La Moneda representa un espacio de extirpación cancerígeno, pues, como él señala, “Nuevamente odié a los irresponsables que conducían el país y que nos llevaban a esto” (López, 1999: 109), o bien, “Jamás perdonaré a aquellos que nos obligaron a romper con una larga era de tradición en las FF.AA.” (López, 1999: 98). En función de este pensamiento, su descripción del ataque al Palacio de Gobierno es consecuente con su línea militar de patriotismo exacerbado:

Esta primera excursión fue contra el frontis de la Sede de Gobierno, destruyendo la gran puerta y las dependencias que estaban en los costados. Como los Sura p-3 atravesaron las paredes y la puerta, y después explosaron, la destrucción interior fue muy grande, pero ninguna esquirla salió fuera. Segundos después atacó el Avión 2, que lo hizo con mayor ángulo, por lo que sus cohetes entraron por el techo. El incendio fue instantáneo (…). En la tercera pasada, uno de los cohetes rebotó en una de las gárgolas del techo y siguió su trayectoria hasta pegar en una oficina del segundo piso de la Cancillería. Era una dependencia donde normalmente deben haber trabajado secretarias, porque había varias máquinas de escribir, las que quedaron totalmente destruidas al igual que la totalidad del mobiliario (…). A estas alturas, el Palacio de Gobierno ardía totalmente, pero ni siquiera los automóviles que estaban estacionados frente a ella recibieron más daño que el provocado por los pedazos de muralla que saltaron con los impactos. Ningún edificio de las cercanías, ni sus moradores, resultó alcanzado” (López, 1999: 128-129).

Al contrastar la descripción de López Tobar con las breves referencias de Villagrán, Parra o Bitar, el concepto de deixis proporciona una herramienta teórica que resuelve de manera contundente el problema de la semiotización del espacio. Para el Hawker Hunter, la tarea de atacar La Moneda era una operación insoslayable para salvar al país del desastre al que lo había llevado el gobierno del Presidente Allende, por lo cual su perspectiva de narración se construirá discursivamente en función de un horizonte de representación que sólo es entendible en el marco del sector social al que representa, el cual se proyecta naturalmente en su testimonio y en su representación del espacio de memoria. Por otra parte, para Villagrán, Bitar y Parra la perspectiva de enunciación que asumen en su discurso testimonial es la de entender el espacio de memoria en términos de la culminación violenta de un proceso revolucionario iniciado con el Programa de Gobierno de la Unidad Popular en 1970. De este modo, y según la exposición anterior, La Moneda se constituye como el espacio primigenio de construcción de memoria o de iconicidad que legitimó, a partir de la reasignación de significado del espacio, la iconicidad represiva de muchos otros lugares que en el Chile dictatorial, a pesar de que institucionalmente estaban dotados de un significado distinto, se convirtieron en centros de tortura.

 


Marcelo Montecinos ©


IV. Estadio Chile y Estadio Nacional: primeras reasignaciones tras el bombardeo

Varias son las producciones testimoniales que han intentado dar cuenta de la experiencia de un sujeto en las fauces del presidio y la tortura en el Estadio Chile y el Estadio Nacional. En el caso de este apartado, se abordarán textos que aporten ciertas impresiones de estos espacios de memoria, básicamente porque fueron los primeros centros de tortura en Chile, con una aparición casi simultánea al bombardeo al Palacio de La Moneda, por lo que la reasignación de significado ideológico, simbólico y metafórico resulta violentísima. Una reflexión en este tono es la que desarrolla Patricio Rivas en su libro Chile, un largo septiembre:

Como invento de la represión industrial, los campos de concentración fueron diseñados para controlar durante un largo período a una sociedad de pares. Fueron pensados para disidentes, revolucionarios, opositores; para personas consideradas peligrosas o indeseables por los gobernantes. Cuando Pinochet ordenó la creación de campos como Pisagua, Ritoque, Chacabuco o Tejas Verdes, estaba claro que las cárceles no darían abasto para absorber el volumen de prisioneros ni tenían las condiciones para la aplicación sistemática de tormentos. La Penitenciaría no cumplía con los cánones de un campo de concentración; no era un lugar donde se pudiera disciplinar a los detenidos. Los gendarmes se mimetizaban con los reos y los presos políticos eran extraños tanto para ellos como para los presos comunes (Rivas, 2007: 127).

Tomando en cuenta lo planteado por Rivas, y dadas las condiciones de Chile en relación a las modalidades de reclusión de los presos políticos, espacios como el Estadio Chile y el Estadio Nacional funcionaron como centros de tortura interinos. Consecutivamente, y debido a la inmediatez del Golpe de Estado, las represalias contra los sujetos apresados, todos ellos representantes y defensores del marxismo, fueron terriblemente torturados y asesinados en las peores condiciones. Precisamente una de las figuras centrales del torturador opera impunemente en uno de estos espacios: el Príncipe, quien cobró muchas víctimas, entre ellas Víctor Jara. Así lo expresa Joan Jara en su libro Víctor, un canto inconcluso (1983): “Después, otra vez Quena… había averiguado que los detenidos de la UTE habían sido trasladados al Estadio Chile, donde Víctor había cantado a menudo y donde se celebraban los festivales de la canción” (Jara, 2008: 244). Una vez que Joan Jara logra llegar al Estadio Chile en busca de Víctor, conducida por un “joven amigo desconocido” llamado Héctor, describe el panorama de muerte y oscuridad en el que ha sido convertido el Estadio Chile:

Bajamos un oscuro pasadizo y entramos en una enorme sala. Mi nuevo amigo me apoya la mano en el codo para sostenerme mientras contemplo las filas y filas de cuerpos desnudos que cubren el suelo, apilados en montones, en su mayoría con heridas abiertas, algunos con las manos todavía atadas a la espalda. Hay jóvenes y viejos… cientos de cadáveres… en su mayoría parecen trabajadores… cientos de cadáveres que son seleccionados, arrastrados por los pies y puestos en un montón u otro por la gente que trabaja en el depósito, extrañas figuras silenciosas con las caras cubiertas con máscaras para protegerse del olor a putrefacción. Me paro en el centro de la sala, buscando a Víctor sin querer encontrarle, y me asalta una oleada de furia (Jara, 2008: 248).

Tres elementos son importantes de destacar de las citas anteriores. El primero de ellos es nuevamente el de la iconicidad, la reasignación de significado social al espacio. Joan Jara señala que, en ocasiones anteriores, Víctor había cantado en el Estadio Chile en celebraciones o festivales de la canción. Es en este sentido que se puede llegar al segundo elemento destacable: el Estadio Chile, antes del Golpe, era un espacio asociado a la alegría, el esparcimiento, la propagación de la cultura y de lo que Joan Jara menciona en reiteradas ocasiones en su texto como la Nueva Canción Chilena. Ahora, en cambio, deviene una transformación violentísima, pues de un espacio cultural el Estadio Chile adquiere el significado de espacio de tortura y asesinato, en el que la atmósfera descrita por Jara recuerda inmediatamente al descensus ad inferos de Dante y Virgilio, lugar en el que los cuerpos mutilados, amontonados y la oscuridad se convierten en lo recurrente y natural. El tercer elemento a considerar de las descripciones de Jara es el de quiénes son esos sujetos muertos y apilados en el espacio de construcción de memoria (“en su mayoría parecen trabajadores”), lo cual implica necesariamente una connotación ideológico-simbólica potentísima, ya que en su condición de trabajadores eran partidarios del gobierno de la Unidad Popular.

Hay otro documento fundamental que expresa la experiencia del encarcelamiento y que Joan Jara recoge en su libro. Dicho documento es el “Poema del Estadio Chile”, escrito por Víctor Jara durante su presidio en el Estadio Chile el día 14 de septiembre, a muy escasos días del Golpe de Estado. Relata Joan Jara que cuando los prisioneros estaban siendo preparados para ser trasladados al Estadio Nacional, Víctor, “ligeramente recuperado, preguntó a sus amigos si alguien tenía lápiz y papel, y comenzó a escribir su último poema” (Jara, 2008: 254). Unas páginas más adelante ella señalará: “Cuando más adelante me trajeron el texto del último poema de Víctor, supe que él quería dejar su testimonio, su único medio de resistir ahora al fascismo, de luchar por los derechos de los seres humanos y por la paz” (Jara, 2008: 256). Es decir, que desde ese lugar transformado en centro de tortura, oscuridad e inhumanidad, Víctor Jara es capaz de proyectar a través de su enunciado poético una construcción del espacio cargado de sentido ideológico y simbólico, el cual da cuenta de cómo un lugar determinado se convierte en la representación sinecdóquica de la realidad de todo un país: “Somos cinco mil / en esta pequeña parte de la ciudad. / Somos cinco mil / ¿Cuántos seremos en total / en las ciudades y en todo el país? / Sólo aquí, diez mil manos que siembran / y hacen andar las fábricas. / ¡Cuánta humanidad / con hambre, frío, pánico, dolor, presión moral, terror y locura! (…) / ¡Qué espanto causa el rostro del fascismo! / Llevan a cabo sus planes con precisión artera / sin importarles nada. / La sangre para ellos son medallas. / La matanza es acto de heroísmo” (Jara, 2008: 256). Los primeros versos presentan, como se afirmaba anteriormente, una construcción discursiva en la que el hablante poético proyecta el espacio desde el que enuncia como un sitio representativo de toda una colectividad, espacio que se carga de sentido ideológico y simbólico al enunciar su diatriba contra el fascismo. Ahora bien, los versos siguientes condensan en escasas tres frases todo lo que implica para los prisioneros torturados no sólo la realidad presente del Estadio Chile, sino lo que significará posteriormente la experiencia de encarcelamiento en todos los demás campos de concentración del país. En este sentido, el poema de Víctor Jara es profético.    

Al revisar un corpus inicial de textos testimoniales generados como consecuencia del Golpe de Estado y de la Dictadura Militar, aquellos discursos que intentan reconstruir la experiencia de presidio en el Estadio Chile y en el Estadio Nacional señalan que muchos de los que habían sido llevados al primer recinto eran posteriormente trasladados al segundo. Así lo documenta Rolando Carrasco en Prigué. Prisionero de Guerra en Chile: “El Estadio Chile se repletó al segundo o tercer día. Supimos entonces que al Estadio Nacional afluía el excedente, fabricanos y pobladores raptados de sus hogares en operativos gigantescos e implacables” (Carrasco, 1991: 56). Situados en este momento del análisis, el fragmento del texto de Carrasco permite revisar algunos documentos que intentan reproducir la experiencia de algunos sujetos durante su estadía en el Estadio Nacional. El primero de estos textos es Frazadas del Estadio Nacional (2003) de Jorge Montealegre. Este testimonio, desde la fragmentariedad de su construcción discursiva, reconstituye una gran cantidad de escenas de la experiencia del narrador durante su encarcelamiento en el Estadio Nacional, pero con constantes referencias prospectivas al presente de la enunciación. Precisamente una de esas experiencias es la que sirve de marco referencial para los propósitos de este trabajo: “Con las manos en la nuca y la barbilla resentida, llegué a la Recepción del campo de prisioneros más grande de Chile. Fue casi un alivio. Estaba en el Estadio Nacional. El mismo estadio donde había visto jugar al Santos, el equipo de Pelé, y me había reído con los muñecos gigantes de los clásicos universitarios” (Montealegre, 2003: 41). Este fragmento ya aporta aspectos relevantes de análisis desde el punto de vista de la construcción del espacio y de sus reasignaciones de significado, pero esta representación se enriquece mucho más aún con los datos proporcionados en páginas sucesivas:

El Estadio Nacional fue inaugurado el 3 de diciembre de 1938, días antes de que Arturo Alessandri dejara la Presidencia de la República. El “león” se despedía inaugurando un “elefante blanco”, bajo la silbatina de un pueblo que así expresaba su repudio a la reciente matanza del Seguro Obrero. Pedro Aguirre Cerda, del Frente Popular, lo sucedería en el poder. Se veía venir. La primera piedra del Estadio se había puesto el 25 de febrero de 1937, año de atmósfera nacionalista en el que se aprueba la Ley de Seguridad Interior del Estado y se forman Los Quincheros (…). Desde entonces y hasta 1973, por la tribuna presidencial del Estadio pasaron ocho presidentes constitucionales, desde don Arturo Alessandri hasta el doctor Salvador Allende. Treinta y cinco años de alternancia en el poder y de jefes de Estado que habían podido compartir un espectáculo deportivo o cultural como cualquier hijo de vecino. Ninguno de ellos vivió bajo una pifia perpetua de la galería. Cuando la merecía, y ninguno estuvo exento, la ciudadanía – el gran árbitro – sancionaba la falta con su voto. Y ese mismo lugar era recinto de votación. En sus años iniciales, el Estadio fue “asilo contra la opresión” cuando albergó a yugoeslavos, lituanos, polacos, húngaros y otras víctimas de la Segunda Guerra. Fue, lógicamente, el gran escenario de esa “fiesta universal del deporte y del balón”, el ya mítico – para los chilenos – Mundial del 62. La rivalidad alegre entre la Chile y la Católica se tornó carnavalesca en los clásicos universitarios. Con sus espectaculares competencias de barras ocuparon el espacio de las tradiciones de la primavera. Y tantas ocasiones alegres. Me veo corriendo con mi hermano Óscar, como dos barrabases ansiosos por entrar al Estadio para disfrutar de los octogonales en que jugaba Santos de Brasil, con Pelé y todo ese ambiente de fiesta. En una de esas aglomeraciones frente a las boleterías el guanaco nos mojó por primera vez. Pero esa represión era casi un juego. Sin ironía, con involuntaria visión de futuro, los relatores deportivos bautizaron el recinto como primer “coliseo” de la Nación. En este mismo Estadio, en noviembre de 1972, fue recibido Pablo Neruda que volvía con el Premio Nóbel en su equipaje. Regresaba a su pueblo, respirando aires de intolerancia y lo dejó escrito: “otra vegetación salpicaba los muros de la ciudad. Era el musgo del odio que los tapizaba” (Montealegre, 2003: 42-43).

Desde el punto de vista de la construcción discursiva del espacio de memoria, el extenso párrafo citado resuelve uno de los problemas centrales planteados en la fase teórica de este trabajo. Primero, el nombre propio del espacio, Estadio Nacional, tiene una carga semántica histórica que se traduce en diferentes significados de acuerdo a la realidad social del país. Incluso el apelativo posterior de “coliseo”, producido en un contexto deportivo, irónicamente se convertirá tras el 11 de septiembre como espacio idóneo de asesinato y sufrimiento en el que, como señalara Víctor Jara en su poema a propósito del Estadio Chile, “La sangre para ellos son medallas. / La matanza es acto de heroísmo”. Ahora bien, desde el punto de vista de los valores semánticos del espacio, el Estadio Nacional es el más complejo si se compara con otros centros acondicionados para la tortura, y en ese sentido Montealegre proporciona una serie de funciones sociales e históricas radicalmente opuestas a las que le asigna la Dictadura Militar. El proceso de iconicidad en el contexto de este espacio de construcción de memoria es bastante más vasto: además de recinto deportivo y de rivalidad alegre, es y ha sido lugar de votación, asilo de exiliados, lugar de conmemoración cultural y sede fundamental del Mundial del 62.

 


Marcelo Montecinos ©

 

Por otra parte, y para finalizar con este apartado, Montealegre rescata en su libro una producción testimonial en verso que resulta interesante de analizar porque plantea el problema de cómo los muros del espacio de memoria se constituyen como frontera obligada del mundo de tortura y del mundo de afuera, el mundo familiar. El texto, titulado “Poema uno”, es de un poeta que Montealegre conoció durante su permanencia en el Estadio Nacional y su nombre era Rafael Eugenio Salas. Este poeta, en términos de Montealegre, “Escribió uno de los pocos testimonios escritos en verso en el mismo septiembre de 1973” (Montealegre, 2003: 156). Señala además que comenzó a escribirlo en el Estadio Chile y lo terminó mientras permanecía prisionero en el Estadio Nacional. Los siguientes versos condensan lo apuntado al principio de este párrafo: “Pero piensa, hermano, / que más allá del estribillo metálico, / inútil y siniestro, / más allá del terror planificado, / del insulto y del vejamen, / de la vergüenza y del hambre / más allá de la tortura y del escarnio / está la risa de tu mujer y tus chiquillos, / o el susurro amoroso de tu novia / y esa luz húmeda en los ojos de tu madre…” (Montealegre, 2003: 157). En estos versos se proyectan dos niveles espaciales, el del Estadio Nacional y el del hogar, cada uno de ellos con una carga simbólica determinada y acorde al presente del hablante poético. Asimismo, el nivel metafórico de ciertos términos empleados por el poeta, tales como “hambre” o “vergüenza” adquieren en estos versos un nivel hiperbólico de significación, pues dichos términos, en el contexto del espacio de memoria, se exacerban y se convierten en uno de los recursos indispensables de enajenación que tiene el torturador para con los prisioneros.

 



Campamento de prisioneros Chacabuco


V. Chacabuco: espacio de memoria del norte grande de Chile

Chacabuco representa, en relación a los demás campos de concentración establecidos en Chile durante el período dictatorial, un espacio particularmente diferente desde el punto de vista de la experiencia del trauma y de la construcción de memoria. Son varios los factores que motivan esta reflexión. Por ejemplo, los miles de kilómetros que separan este recinto de la capital (caso parecido al de Dawson), el clima al que eran expuestos los reos, la seudo sociedad establecida dentro del recinto por los presos políticos, los “privilegios” con que contaban éstos respecto de sus pares de otros centros de tortura de Chile, etc. En este sentido, y para la configuración de los rasgos espaciales de Chacabuco, el discurso testimonial idóneo que construye discursivamente la experiencia en ese espacio es Un viaje por el infierno (1983) de Alberto Gamboa. Este texto, publicado en cuatro breves tomos, relata la experiencia de encarcelamiento del “Gato” Gamboa tras su breve paso por el Estadio Nacional y posterior traslado a Chacabuco en la zona norte de Chile. El relato se concentra, entonces, en hacer una descripción minuciosa no sólo de su experiencia personal en relación a las diferentes vejaciones de ese recinto, sino también en darle voz a una serie de sujetos igualmente prisioneros como él (“el relato de los hechos por sus propios protagonistas” diría Stambuck), proporcionando un cuadro complejo y acabado, siempre en términos de su verdad, de las distintas operaciones realizadas por los militares en ese espacio.

Ya en el prólogo Alberto Gamboa realiza una descripción física de Chacabuco, la cual determinó su experiencia como prisionero:

Yo viví largo tiempo privado de mi libertad en el Estadio Nacional en Santiago y en el campo de concentración de Chacabuco, en la Segunda Región. Un mes y días, amontonado en el Estadio Nacional. Casi un año, en la vieja salitrera de Chacabuco, maquillada muy a la ligera para convertirla en campo de prisioneros (…). Ese fue mi material para escribir. El lugar donde lo hice fue Chacabuco. Chacabuco es una vieja oficina salitrera, abandonada hace 32 años por sus dueños, unos industriales españoles. Está situada a unos cien kilómetros más al norte de Antofagasta, por la Panamericana. Conscriptos de los regimientos de esa zona, con ciertas aptitudes de carpintería, la habilitaron y transformaron en campo de concentración, en algo así como cuatro semanas. ¿Qué adelantos modernos o sanitarios introdujeron? Los mínimos. Cerraron con rejas tipo gallinero, de más o menos tres metros de altura, el lugar donde estaban las casas de los obreros y empleados de la salitrera. Dejaron fuera de la reja las casas de los patrones y de los ejecutivos, la iglesia, que es una reliquia arquitectónica, el teatro por donde desfilaron famosos aristas y cantantes de la década del 40 y la plaza que era un verde oasis en plena pampa salitrera. A las rejas las coronaron con alambre de púas electrificado. Y construyeron altas torres de madera con techumbre, donde la guardia armada vigilaba día y noche a los detenidos para impedir que se escaparan (…). Las casas no tenían puertas ni ventanas. Las cerraron con sacos y gangochos, que, por supuesto, no atajaban ni la tierra, ni el viento, ni el frío, que aparecen despiadados por las noches, después de los sofocantes calores del día. Para dormir, construyeron camarotes de tres o cuatro camas. El preso que tenía suerte conseguía una colchoneta delgada. El que no la tenía, dormía con una sola frazada sobre las tablas. Construyeron dos letrinas más o menos grandes a los extremos del campo. Una con duchas, la otra, no. A los dos o tres días hubo que agrandarlas. No estaban calculadas para mil 200 personas que fueron los ‘presos fundadores’ del campo (Gamboa, 1984: I, 15-16).    

Esta extensa descripción proporciona una serie de elementos que permiten analizar los valores semánticos de Chacabuco. El primero de ellos es la descripción que el narrador realiza del espacio de memoria, pues es mediante ella que el sujeto de la enunciación permite entrever la carga ideológica y simbólica del lugar. Expresiones como “¿Qué adelantos modernos o sanitarios introdujeron?”, “A las rejas las coronaron con alambre de púas electrificado” o “Construyeron dos letrinas más o menos grandes a los extremos del campo” aluden a una dimensión verbal y simbólica que se materializará en una extensa lista de experiencias que se plasmarán posteriormente en el relato. Por ejemplo, “los caldos de cabeza” de los reos, los cuales eran consecuencia del encierro, el frío, el hambre, las torturas, la lejanía de los seres queridos, etc.; los eventos culturales gestionados por el Consejo de Ancianos como solución a terminar con la monotonía del encierro; los partidos de fútbol contra los militares; entre muchas otras experiencias. Se suma a esto la incansable vigilancia de los guardias, señalada en la descripción de la cita anterior, mediante la cual se le recordaba al reo su condición de inferioridad frente al poder no sólo de los soldados, sino de algo mucho más amplio: la inferioridad de su proyecto de cambio político en relación al implementado por la Junta de Gobierno.

Por otra parte, cobra notoria importancia la connotación simbólica del nombre propio “Chacabuco”, carga semiótica proporcionada por la Dictadura Militar y en el que el sólo recuerdo implica una rememoración de una cadena de padecimientos. Esta semiotización del nombre propio “Chacabuco” se vincula directamente al concepto de iconicidad. El propio narrador lo señala: Chacabuco fue acondicionado por un grupo de conscriptos y transformado en un campo de concentración, recinto que hace más de treinta años era una oficina salitrera, es decir, un centro de tortura no de presos políticos, sino de obreros. De este modo, se produce una reasignación de significado del espacio, la iconicidad, que se va intensificando a lo largo del texto en la medida que van apareciendo las vejaciones a los presos en su condición de seres humanos.

Particularmente significativo es el nivel metafórico que adquiere el espacio de memoria de Chacabuco. Pimentel señalaba que la metáfora, en el plano espacial, posee un extraordinario poder de transformación de la realidad y de significación sintética. La metáfora, entendida como relación de semejanza entre dos objetos, permite la asociación del espacio de memoria con una serie de sensaciones vinculadas sólo a ese lugar y que van a depender también de la ilusión de realidad construida a través de la mediación del lenguaje o la escritura testimonial. En este sentido, sensaciones como el hambre, el calor, el frío, el hacinamiento, el miedo permanente, la soledad, la lejanía de los seres queridos, los deseos de orinar o defecar, que, como se señalaba en las primeras páginas de este trabajo, son impulsos absolutamente normales en la vida cotidiana de las personas, en este nivel espacial adquieren una connotación metafórica e incluso hiperbólica. Estas sensaciones, las cuales se ven ejemplificadas a lo largo de todo el texto, van a ir variando de acuerdo a los sujetos a los que se les asocien, proporcionándole al discurso testimonial un nivel de referencialidad tanto más complejo en la medida en que la ilusión de realidad manufacturada por el narrador es acorde al tiempo que lleva dicho narrador recluido en ese espacio, a los factores tanto internos del personaje (psicológicos) como externos. Así, la mediación del lenguaje, materializada en la escritura testimonial, se traduce en diferentes niveles de creación y semantización de la experiencia traumática del narrador en relación a ese espacio de memoria.

 

VI. Tejas Verdes: campo de concentración en las riberas del Pacífico

Se señaló en páginas anteriores que la orden de crear campos de concentración en Chile fue la salida de Pinochet ante el problema de que las cárceles no darían abasto para contener a tantos presos políticos, además de que las condiciones no eran las adecuadas para los procedimientos que se tenían en mente. Es por ello que se inició la tarea de acondicionar una serie de espacios para reasignarles la función de centros de tortura. Sin embargo, el caso de la Escuela de Ingenieros Militares de Tejas Verdes es un tanto distinto. Ya siendo un recinto de formación militar, pues ahí se entrenaba a diferentes agentes de inteligencia en métodos de tortura y represión, su sentido espacial adquiere la connotación de lugar en el que se ponen en práctica los aprendizajes destinados a la vejación de los prisioneros. En relación a este campo de concentración, dos serán los textos analizados en cuanto a sus dimensiones espaciales y los sentidos que adquiere el espacio de memoria: Tejas Verdes. Diario de un Campo de Concentración en Chile (1974) de Hernán Valdés y Tejas Verdes. Mis primeros tres minutos (1989) de Emilio Rojas.

Manuel Antonio Garretón, en su prólogo a la edición del texto de Valdés realiza una exhaustiva reflexión respecto al sentido que adquieren los campos de concentración en Chile. Su primera afirmación está orientada a un fenómeno muy presente hoy en Chile en relación a la experiencia de la Dictadura Militar. Garretón observa que nadie se atrevería a negar el horror generado por la implementación y trágicas consecuencias de los campos de concentración nazis en el mundo. Sin embargo, en Chile ocurre un caso particular: “Lo que a juicio de grandes pensadores es el fenómeno más significativo de la época moderna y que marca con signo trágico indeleble este siglo, en Chile es silenciado, olvidado o amnistiado (amnesiado)” (Valdés, 1996: 5). Más acertada aún es su aseveración respecto del sentido de maldad que adquiere la existencia de estos espacios de tortura, pues el hecho mismo de su existencia revela los vericuetos de podredumbre del ser humano. Aludirá luego a la connotación de hacinamiento que implica la permanencia en un recinto de este tipo: “Pero todos estos diversos tipos de campos donde se priva masivamente de la libertad, comparten el mismo significado de ‘universo concentracionario’ (…) y se convierten en un mundo y clima propio cerrado, donde el único referente para los que son llevados a ellos es el campo mismo” (Valdés, 1996: 7).  Insiste posteriormente en que “Tejas Verdes fue uno de los primeros campos de concentración y puede ser definido como un campo de detención, pero más precisamente, un campo de tortura” (Valdés, 1996: 7); explica que la finalidad de la tortura es la de infringir de modo sistemático un daño físico y/o psíquico al sujeto torturado, ya sea para conseguir información o simplemente por mero hedonismo, por el mero fin de anular al torturado como persona. Más aún, agregará que la posibilidad de implementar la práctica de la tortura es factible en la medida en que los campos de concentración en Chile han sido legitimados: “…es cierto que tales campos no existirían si no hubiera una institución en cuanto tal que los crea. En el caso chileno, se trata de las Fuerzas Armadas, y en el caso de Tejas Verdes, del Ejército” (Valdés, 1996: 7). Por otra parte, con Tejas Verdes se dio a conocer la figura de Manuel Contreras, quien posteriormente se convertiría en el Jefe de la DINA. Con este timonel, “Tejas Verdes se transformó en el símbolo de la parte más represiva y más oculta de los crímenes cometidos en aquel período de la dictadura…” (Valdés, 1996: 8).  Finalmente, Garretón aclara el rol de Tejas Verdes en el Chile de esos años, rol que lo pone a la par con muchos otros centros del país: “Muchos de ellos eran ocultos o secretos, lo que permitía, a diferencia de aquellos que podrían ser visitados o conocidos por observadores, la más absoluta arbitrariedad e impunidad en el manejo interno y en el trato de los prisioneros. Tejas Verdes es un caso emblemático de este tipo” (Valdés, 1996: 10).

Tejas Verdes. Diario de un Campo de Concentración en Chile, narra las experiencias de Hernán Valdés desde que su casa es allanada por los militares el 12 de febrero de 1974, pasando por una especie de reclusorio clandestino al que es llevado encapuchado y maniatado. Luego de que es golpeado e interrogado acerca del paradero de Miguel Enríquez, es trasladado al campo de concentración Tejas Verdes y comparte el hacinamiento con un grupo de presos políticos que se encuentran en la misma situación que él, es decir, la incertidumbre de no saber el motivo específico por el que están ahí, además de las golpizas y miserias de los días de encierro. Con el correr de los días y tras compartir la cotidianeidad del hacinamiento, Valdés se entera de la historia particular de algunos de los reclusos, su vida anterior y actividades, hasta el momento en que es nuevamente interrogado y brutalmente torturado por los militares a cargo del campo de concentración. Días después de esto, el 15 de marzo del mismo año, es puesto en un camión con destino a Santiago junto a otros prisioneros y abandonado en la carretera en compañía de su compañero Manuel. La estadía de Valdés en Tejas Verdes refleja el funcionamiento interior del campo de concentración, las condiciones de alimentación, higiene, salud y de trato de los supuestos “prisioneros de guerra”. Una vez en conocimiento de esto surgen algunos elementos que resulta importante tener en consideración para un análisis del espacio de memoria. El primero de ellos es el del significado que le asignan los militares al recinto de Tejas Verdes: “Aquí van a aprender a hacer una vida sana, huevones. Nada de farras, nada de drogas ni de whisky, nada de levantarse al medio día, se les acabaron los tres años…” (Valdés, 1996: 52). El espacio en el que se desarrolla la acción adquiere la connotación de centro reformatorio, en el que se purgará a los prisioneros de los vicios adquiridos durante el gobierno de la Unidad Popular. Es evidente que tal purificación no se produce, sino que más bien, como lo describe Valdés en numerosas ocasiones, la reformación de los prisioneros derivará en la cosificación, alienación y anulación de los presos como seres humanos: “El acceso al cerro está cortado por alambradas de púas. Subiendo una pendiente se llega a los WC, que son una hilera de casuchas montadas sobre un pozo rectangular. Los asientos están hechos de cajones con una abertura ovoide, chorreados de mierda y mojados de orines. El olor es venenoso. La mierda forma abajo un grueso pantano burbujeante” (Valdés, 1996: 54). En este caso, nuevamente el espacio reclama un nivel metafórico de significado importante. Las necesidades básicas de cualquier persona descritas en este espacio, reclaman un nivel de exacerbación que está muy alejado de lo cotidiano, además de los rasgos de pudridero que son atribuidos al lugar. A esto se suma lo que señalaba Garretón respecto de que muchos de estos centros de tortura eran secretos, lo cual permitía una completa impunidad en el trato, asumiendo que ya es un crimen el encarcelamiento de alguien por adherir a una visión distinta de entender la sociedad y el mundo: “Nos admirábamos, precisamente, de la normalidad veraniega del lugar, de la conducta festiva de los propietarios que venían con sus familias a pasar el fin de semana, en tanto que el país era una carnicería” (Valdés, 1996: 54). Este clima de “normalidad” frente al crimen y del que está dotado el espacio, es también una forma de construir un sentido ideológico y simbólico del espacio de memoria.    

Para avanzar al siguiente texto resulta importante hacer mención de un hecho que es común tanto al texto de Valdés como al de Rojas. En el caso del primer autor, las únicas referencias a Tejas Verdes que son evidentes en el texto están en el título del testimonio, es decir, en la portada, y en el mapa del lugar que es proporcionado para situar al lector en el espacio en el que se desarrollan los acontecimientos. A lo largo de todo el relato, el narrador no menciona ninguna vez el recinto de Tejas Verdes. En el caso de Mis primeros tres minutos, Rojas proporciona un mapa casi idéntico al del texto de Valdés, con la diferencia de que sí se aclara al lector, en reiteradas ocasiones, que los acontecimientos se suceden en Tejas Verdes. Sin embargo, la omisión de Valdés parece tener un sentido que se aclarará en el texto de Rojas, el cual podría entenderse como un recurso literario empleado por Valdés para hacer notar el desconocimiento de la realidad concentracionaria en Chile. Al respecto señala Rojas: “Señores, están en un campo de prisioneros cuyo nombre no interesa. A partir de este momento ustedes son prisioneros de guerra. No intenten ninguna locura. Si ustedes observan el campo, está rodeado de torres en cuya altura están los soldados de la Patria vigilantes día y noche, con ametralladoras punto 30, con orden de disparar al primer intento de fuga o conflicto” (Rojas, 1990: 56-57). La cita anterior da cuenta claramente de esta idea de mantener en secreto la existencia del campo de concentración, pues, en la medida en que el preso desconoce el nombre del lugar en el que fue torturado, pierde credibilidad su testimonio. De este modo, el nombre propio, la carga semántica que éste tiene en términos de Pimentel, es notoria. Sin nombre, no hay espacio, y por ende, no existe memoria. Al parecer, esto último es el efecto que se busca al mantener en la ignorancia a los presos respecto del lugar en el que se encuentran recluidos. Dicha ignorancia contribuye a construir la amnesia a la que se refiere Valdés en las primeras páginas de su libro. Esto explicaría también el documento que le hacen firmar a Rojas ya hacia el término de de reclusión:

Regresé junto al teniente que ya estaba entregando los formularios. En un rincón al lado derecho decía Ministerio de Defensa, luego un lugar en blanco donde uno debía colocar su nombre, apellidos, profesión, dirección y decía luego, que “quien suscribía había estado retenido por las fuerzas armadas y juraba que no había recibido ningún daño, ni maltrato físico durante la permanencia en dicha retención” y en esas condiciones firmaban bajo juramento. Firmé de inmediato. El teniente agregó que quien necesitara justificar su ausencia en sus respectivos empleos durante el tiempo que estuvo “retenido”, en Santiago podría ir al Ministerio de Defensa a pedir un certificado para dichos fines (Rojas, 1990: 173).

Básicamente, Mis primeros tres minutos narra experiencias similares de tortura y hacinamiento en Tejas Verdes. No es tarea de este trabajo verificar las similitudes y diferencias de ambos textos. Sin embargo, en lo concerniente al espacio, ambos textos describen las condiciones de vida a las que eran enfrentados los presos políticos, el hambre, las torturas, los ejercicios obligados, las visitas masivas al baño, el hacinamiento: “Nuestra morada estaba hecha, con tablas separadas una de la otra por dos centímetros. Tenía un techo de madera, una puerta y sin ventanas. Casi rectangular, de 3 a 6 metros. Allí vivíamos veinticinco por pieza. Con el correr del tiempo llegamos a ser treinta y ocho, y más, porque a cada rato llegaban nuevos pensionistas” (Rojas, 1996: 17). Dos elementos son especialmente significativos en la cita anterior. La cantidad de prisioneros para el tamaño de la habitación, lo que naturalmente obligaba a estas personas a estar gran parte del tiempo de pie y dormir en las más incómodas de las posiciones; además, el apelativo de “pensionistas” con el que Rojas ironiza su condición de preso político: el nivel de exacerbación de las penurias hacía que cada día se relativizara más aun su condición de seres humanos, la cual, con el correr de los días, permite que sean convertidos en moradores naturales del espacio de memoria.

 

Londres 38


VII. Los centros de tortura de Santiago: la DINA y sus espacios céntricos de operación 

En lo que respecta a los centros de tortura de la capital, uno de los rasgos centrales es el de la rotación de los reos, así como también la bestialidad (más exacerbada aun en comparación a los campos de concentración no céntricos) con la que los torturadores se ensañaban al castigar a los prisioneros de guerra. Ejemplos de estos casos son sujetos como el “Príncipe”, destacado torturados del Estadio Chile, Osvaldo Romo o Miguel Krassnoff. Una hipótesis atendible para esto es el hecho de que el Cuartel General de la DINA operaba precisamente en la capital, específicamente en la calle Belgrado n° 11. Por ello, y ante una vigilancia permanente de los militares de mayor rango a sus subalternos, las medidas de torturas eran mucho más intensas. Esto pudo haber motivado también el constante traslado de un centro a otro, pues las torturas eran de tal envergadura, que los prisioneros no soportaban tal castigo y el hecho de la rotación permanente permitía hacer desaparecer con mayor facilidad los cuerpos de los presos asesinados. Sin embargo, esto no habría sido posible sin un eje de inteligencia que permitiera la existencia de numerosos espacios de tortura en la capital: dicho eje lo constituyó la DINA:

Cuando caímos nosotros durante el golpe y las semanas posteriores, las investigaciones e interrogatorios, así como las flagelaciones y torturas corrían a cargo de los Servicios de Inteligencia del ejército, aviación, marina y carabineros. La DINA nació – según informó la Junta – para coordinar y centralizar la represión de la oposición en Chile y concentrar el fichaje de los presos con su papeleo disperso en los ocultos recelos y rivalidades de las cuatro ramas uniformadas. Pero la DINA – manejada personalmente por Pinochet – desarrolló tentáculos invisibles y un poder de fuego independiente muy superior a los servicios de inteligencia tradicionales. Adquirió locales secretos y dispuso de numeroso personal proveniente de las instituciones armadas bajo el comando del coronel Manuel Contreras. Nació como una potencia represiva gigantesca, con presupuesto confidencial y “licencia para matar”. Con atribuciones de vigilar celosamente, incluso, la fidelidad a Pinochet en las filas de la oficialidad de las FF.AA. Compuesta en sus comienzos por cuadros seleccionados del ejército, marina, aviación y carabineros, recibió refuerzo ideológico y en hombres experimentados en el terrorismo del grupo fascista ‘Patria y Libertad’. Personal extraído del submundo del hampa (…). Apresa y resuelve. Secuestra y calla. Otorga libertades a seres que no saben dónde estuvieron. Otros, raptados en sus domicilios por civiles con brazalete y ametralladoras aparecen muertos. Vigila, interroga, amenaza, soborna, compra y vende hombres. Utiliza mujeres y electrónica. Desde sus redes ocultas bajo tierra espía infiltrado en el aparato administrativo del estado e instituciones educacionales (Carrasco, 1991: 214).

La DINA se constituye así como centro de operaciones que coordina los espacios de tortura, se apodera de recintos y los reacondiciona para los intereses represivos de la Junta, de modo que sea más expedita la captura de los “extremistas” o “terroristas” partidarios del gobierno de la Unidad Popular

Numerosos fueron los centros de tortura en Santiago. Uno de ellos fue la Academia de Guerra, a la que el ya citado Patricio Rivas se refiere en su testimonio como uno de los lugares en los que él padeció las represalias de la vigilancia, las amenazas y los golpes de los militares: “Estábamos absolutamente aislados. Nada sabíamos de lo que sucedía fuera de nuestra habitación o del subterráneo. Menos lo que ocurría tras los muros de la Academia de Guerra. No podíamos saber que en esos días de julio había llegado a Chile una comisión de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos y que el Comité Pro Paz había recibido el testimonio de algunos presos torturados por Osvaldo Romo” (Rivas, 2007: 110). Como en los ya numerosos casos citados, éste es uno más en el que las sensaciones provocadas por el espacio se exacerban. El hacinamiento al que hace referencia el narrador se acentúa al referirse a lo que ocurre afuera, en el Chile abierto que sufre, no encerrado ni torturado, pero con un miedo permanente los crímenes de la Dictadura. Son dos realidades paralelas, tan distintas pero en las que predomina la presión psicológica del presente represivo, en el que los agentes externos al país muy poco hacen o pueden hacer por revertir la situación. De este modo, el espacio de memoria adquiere un sentido metafórico y de sentido ideológico, en la medida que opera en función de los designios del grupo hegemónico. Por otra parte, la resemantización tampoco es algo ajeno a la Academia de Guerra, el cual también fue un espacio acondicionado para los fines de la Junta:

Hacia mediados de enero de 1975 solo la Ardilla y yo permanecíamos en la Academia de Guerra. El resto de los prisioneros había sido llevado a diversas cárceles y campos de concentración. El eco de nuestros pasos por la habitación retumbaba en todo el subterráneo y se mezclaba con el sonido de las goteras del baño y el ajetreo de muebles de las piezas contiguas. Observábamos cómo esos cuartos donde antes yacían los cuerpos de los torturados eran transformados nuevamente en salas de clases para los oficiales que vestían sus pulcros uniformes azules (Rivas, 2007: 123). 

Otro de los espacios de memoria con una fuerte carga simbólica es el centro de reclusión José Domingo Cañas. Este recinto, según lo expone Carmen Castillo en Un día de octubre en Santiago (1980), también es objeto de la resemantización y, por lo tanto, de la reasignación simbólica e ideológica que le brinda la iconicidad a los espacios de memoria: “La casa de José Domingo Cañas, consulado de Panamá en el momento del golpe. Dos pisos y varias entradas. Barda de madera, un castaño y arbustos en el jardín delantero. Gran casa con palomar. Techos de tejas antiguas. ¿Cómo pasó a manos de la DINA? Hasta ahora, nadie puede explicarlo. Reforzaron la reja para impedir el eco de los gritos y las miradas indiscretas” (Castillo, 1999: 64). En el texto de Castillo se intenta rememorar los hechos que fueron propiciando paulatinamente el asesinato de Miguel Enríquez a manos de Krassnoff el 5 de octubre de 1974. En este sentido, la configuración que ella hace del espacio está orientada a formular la tesis de cómo los muros de José Domingo Cañas, ese espacio hermético, han mantenido en el olvido los hechos de tortura y de muerte: “Pero además hubo docenas y docenas de compañeros de otras redes de detenidos en aquellas semanas en la casa José Domingo Cañas. Son otros tantos compañeros que para siempre quedarán en las sombras, ocultos por las vendas y el olvido” (Castillo, 1999: 76). De este modo, la dimensión metafórica del espacio de memoria sufre un vuelco: ya no es asociado solamente al sufrimiento, sino además al olvido impuesto por el órgano represivo de la Dictadura.

Un tercer espacio importante dentro de la clasificación de los centros de tortura y sobre el que las producciones testimoniales han hecho especial énfasis es Villa Grimaldi. Más de alguno de los autores que han sido citados en estas páginas se han referido en sus testimonios a este centro de tortura, entre ellos Rivas, Castillo o Luz Arce, cuyo texto El infierno (1993) será analizado en breves líneas al examinar su relato en relación a Londres 38. Sin embargo, para el caso de Villa Grimaldi el texto de Michel Bonnefoy, Relato en el frente chileno (1977) proporciona descripciones acabadas del espacio y aporta también en el ámbito simbólico e ideológico del lugar. Al ingresar a Villa Grimaldi describe la habitación en la que es encerrado con su hermano y amigo en el siguiente tenor:

Apoyé la cabeza contra la pared y por el orificio del ojo derecho repasé la habitación. Era exageradamente estrecha para las dieciséis personas que la ocupábamos ese día. Tenía aproximadamente ocho metros cuadrados de superficie, estimando cuatro metros de largo por dos de ancho. La única puerta estaba a mi izquierda, junto a Pepe, de madera con dos ventanas de vidrio en su parte superior, uno de ellos quebrado. El techo era alto y no había ventanas. A las paredes azules la pintura descascarada les daba un aspecto de abandono. Una ampolleta alta permanecía prendida las 24 horas del día. Un par de literas que ocupaban una esquina y una hilera de cinco o seis sillas en la pared frente a nosotros eran todo el mobiliario (Bonnefoy, 2003: 87).

Desde el punto de vista metafórico del espacio, las características de la habitación proporcionadas por el narrador aluden a uno de los rasgos contantes de los centros de tortura en Chile: lo reducido de los cuartos y la gran cantidad de reos que eran depositados allí con un mobiliario escasísimo que, naturalmente, no permite la comodidad mínima de quienes permanecen allí día y noche. Esta exacerbación del encierro se convierte también en una tortura psicológica que atormenta a cada uno de los reos en grados diferentes: de ahí proviene el “caldo de cabeza” al que aluden otros autores que han sobrevivido a la experiencia del encarcelamiento y la tortura (Gamboa, Montealegre). Asimismo, dicho espacio de encierro permite que la mente divague y se oriente a otro tipo de reflexiones, ya no del sufrimiento que inflige el presidio, sino que la maquinaria cerebral recobra pensamientos que permiten analizar la situación actual del país (como lo señala también Valdés en su testimonio). Tal es el caso de una carta que el narrador de Relato en el frente chileno logra enviarle a su madre, en la que le comunica la siguiente conclusión: “Aquí en Villa Grimaldi estoy cursando mis primeras lecciones sobre la vida en el sistema capitalista: conociendo la astucia, el sentido de supervivencia, la ayuda, la impotencia y la fuerza. Me han presentado el terror y el sufrimiento” (Bonnefoy, 2003: 92). En este caso, la representación del espacio adquiere un tinte claramente ideológico y se contrapone al pensamiento político del narrador, puesto que el significado que logra proyectar el espacio recae directamente en los presos y se materializa en los golpes proporcionados por los militares, las prohibiciones de hablar, las escasas raciones de comida según el estado de humor de los guardias, etc. Finalmente, un elemento importante que también agrega la configuración simbólica de este espacio de memoria es el de la homogeneización de los sujetos prisioneros, en el sentido de su anulación como seres humanos, pues todos ellos representan una masa marxista inferior que merece lo que le está ocurriendo: “Progresivamente fui constatando que ahí todos éramos torturados por culpas políticas o simplemente de pensamiento. A todos nos golpeaban duro y sufríamos por igual (…). Todos iguales bajo la bota de la represión. Las diferencias económicas pasaban a segundo plano y las de edad o sexo desaparecían. Sólo el grado de compromiso con la causa implicaba distintos niveles de tortura” (Bonnefoy, 2007: 94).

Para cerrar este apartado es importante hacer algunas alusiones o precisiones respecto de un centro de tortura muy importante dentro de Santiago. Dicho centro corresponde a Londres 38. Para este propósito resulta muy esclarecedora la perspectiva de Luz Arce y sus apreciaciones que quedan expuestas en su testimonio El infierno. Como informante y funcionaria de planta de la DINA, Luz Arce, previo paso por José Domingo Cañas, Villa Grimaldi, Tejas Verdes y Londres 38, se convierte en el sujeto privilegiado para la recopilación de datos que permitan vislumbrar los sentidos que cobra la reconstrucción discursiva de Londres 38. Señala Arce: “Sentí que la camioneta ingresaba a un recinto cerrado. Escuché un ruido. Quedé sorprendida: era el mismo chirrido que hacía el portón de Londres 38 de la Octava Comuna del PS. Efectivamente, en ese local que había sido del Partido Socialista, funcionó el cuartel llamado Yucatán de la DINA. En la actualidad tiene el número 40 y es la sede del Instituto O’Higginiano (…), estuve segura. Era Londres 38” (Arce, 1993: 55). La cita anterior proporciona algunas pautas para la reconstrucción de los simbolismos del espacio, así como también de su constitución ideológica. El hecho de que Londres 38 haya sido sede del Partido Socialista permite la comparación con lo que la Junta determinó hacer con las cabañas de Melinka y Ritoque habilitadas para los trabajadores durante el gobierno de la Unidad Popular. En el caso de Londres 38, la reasignación de significado, la iconicidad en la reconstrucción discursiva del espacio de memoria, permite enunciar que este centro habilitado para la tortura corresponde a una especie de “trofeo de guerra”, algo muy similar a lo que ocurre también con el Palacio de La Moneda. Apoderarse de estos espacios, ex sedes del bando político enemigo, le brinda una nueva connotación al “Pronunciamiento Militar” que permitió la “liberación de Chile”. Además, si esto se asocia al contexto de la experiencia de Luz Arce, tomando en consideración que ella fue militante del Partido Socialista y miembro del GAP, la resemantización del espacio acarrea, según lo permite deducir su extenso relato, una connotación mayor de sufrimiento al operar, ahora sirviendo a la DINA y a la Junta, en un espacio donde ella trabajó y contribuyó de una u otra forma a que el proyecto de Salvador Allende se materializara. Por otra parte, este espacio resulta especialmente significativo si se toma en cuenta que quien enuncia el discurso testimonial es una mujer. Luz Arce, como muchas otras mujeres que fueron encarceladas durante la Dictadura Militar, además de los golpes y la parrilla eléctrica, fue vejada sexualmente. En este sentido, el relato de Arce es profundamente gráfico y extrapolable a toda la colectividad femenina que padeció semejante ultraje:   

El sargento, sin responder, puso su mano sobre mi pecho, y con la otra comenzó a tocarme hurgando en mis genitales. Yo no sé qué harían otras mujeres en esa situación. Yo comencé a rogarle que dejara de hacerlo. No creo que haya escuchado mis ruegos. Traté de incorporarme, de detener sus manos con las mías. Me soltó por un momento, sólo para liberar su pene y volvió a aplastar mi pecho. Comenzó a masturbarse, y momentos antes de eyacular, hundió mi cabeza en el agua. Mientras más luchaba, más agua entraba por mis narices y la boca. Sentí náuseas y como cada vez que fui agredida sexualmente, terminé vomitando. Recuerdo la cara desfigurada del sargento a través del agua, y la sensación de asfixia. Pero sobre todo impotencia, dolor, deseos de desaparecer. De no existir. De no ser nadie (Arce, 1993: 77).

 


Prisioneros políticos en Isla Dawson

VIII. Isla Dawson: el espacio de los jerarcas de la Unidad Popular

Isla Dawson, a pesar de la particularidad que tiene cada uno de los espacios anteriormente examinados, podría decirse que constituye un “espacio privilegiado” dentro del marco de los campos de concentración implementados en Chile. Esto se debe a que, de acuerdo a las referencias de varias producciones, a este recinto eran llevados los prisioneros que cumplieron cargos de importancia durante el gobierno de Salvador Allende. Así lo expresa Aníbal Quijada en Cerco de púas (1977): “¿Cómo, abuelo? ¿Todavía no sabe? Ese es el ‘Sheraton’. Ahí están los presos que traen de Santiago. Los ‘jerarcas’ de la Unidad Popular, como dicen… Con ellos no puede haber ningún contacto y no vienen a este comedor. Se les conserva su rango. Solo pueden salir al terreno próximo que ellos mismos están limpiando para una cancha. Ya los verá… Desde acá…”[4] (Quijada, 1990: 144). En este sentido, Quijada le concede al espacio de memoria inmediatamente una connotación ideológica, de la cual se embiste según los sujetos que habitarán contra su voluntad ese recinto. Por otra parte, en el prólogo incluido a la edición de 1990 de Cerco de púas, Ramón Díaz Eterovic entrega algunos datos que ayudan a una configuración más precisa del espacio de Dawson: “Dawson, una de sus islas, que en el pasado había servido de asentamiento para una colonia salesiana, y que paradojalmente fue cedida a la marina de Chile durante el gobierno de la Unidad Popular, se registró en las conciencias libres del mundo al lado de Dachau, Auschwitz y otros nombres asociados a la barbarie nazi en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial” (Quijada, 1990: 2). Nuevamente se repite la constante de la resemantización. La reasignación ideológico-simbólica de significado espacial se vuelve tanto más cargada de significado en la medida que Díaz Eterovic la homologa a los campos de concentración nazis. La descripción del espacio natural de Dawson también reclama tintes ideológicos en la presentación de Quijada:

Dawson, enclavada en medio del Estrecho, en su curso desde el Pacífico, cierra el paso al continente, dejando un angosto canal al oeste, que bordea la península de Brunswick. Su conformación semeja una foca sentada que apunta con su hocico hacia Puerto Porvenir o, vista desde otro ángulo, parece la cara de un viejo general pronto a engullir una isla pequeñísima que se adentra en su profunda bahía. La isla, con más de ochenta kilómetros de largo, no está desprovista de vegetación. Altos arbustos, bastante mutilla y tupidos sotos en rincones resguardados por bajos cerros, caracterizan su topografía. En otros tiempos, la explotaba la compañía gente Grande, en crianza lanar y maderas. Desde hacía varios años estaban construyendo en ella -secreto a voces- aeródromos y un gran puerto militar moderno. En época del presidente Allende se expropió, entregándosela a la Armada. Ahora, como una forma de agradecimiento militar, se utilizaba para confinar presos políticos, entre los cuales habían varios que aprobaron su expropiación (Quijada, 1990: 135).

El fragmento anterior también proporciona en su descripción algunos aspectos que contribuyen a una reconstrucción simbólica del espacio. Se percibe en ella la evolución por la que ha pasado la isla desde que fue considerada por el gobierno de la Unidad Popular. Primero, con una función de índole industrial; luego adquiere un sentido militar, primero de un tenor clandestino y posteriormente con una orientación de apoyo al gobierno; y finalmente, el vuelco irónico de resemantización del espacio, en el que se encarcela a aquellos que fueron partidarios de que la isla fuera expropiada para ser entregada a la Armada.

Asimismo, existe algo también significativo en las descripciones que Quijada hace del espacio, el cual quedará delimitado a las fronteras que impongan los alambres de púas:

Llegamos al campamento, a los nuevos pabellones. Estos enfrentaban la playa y las construcciones en fila se internaban en esa entrada de costa que moría a pocos metros en un acantilado o escarpa. En lo alto podían distinguirse numerosas casetas y el brillo de armas largas. Al acercarnos más observamos una torre central de vigilancia y otra construcción rodeada de altas planchas de zinc. Todo estaba cercado por alambres dobles, incluidas aquellas instalaciones que dividían los pabellones entre sí (Quijada, 1990: 138).

Desde una dimensión metafórica, el cerco de púas se convierte en la representación idónea del encierro y del miedo permanente en el centro de tortura, a lo que además el narrador asociará el frío calador que es propio de la zona austral de Chile, así como también el hambre, el hacinamiento, los viajes a las letrinas en espacios de tiempo sumamente parcelados, etc. En este sentido, la carga semántica de las frases “alambres de púas” o “cercos de púas” proyecta a una dimensión simbólica la experiencia física del encierro y la dota de una connotación de exacerbación.

Ya tomando en cuenta otro enunciado testimonial, Sergio Bitar en Dawson. Isla 10, proporciona algunos datos que contribuyen a complementar lo que ha referido Quijada en Cerco de púas, en cuanto a comprender el campo de concentración de Isla Dawson como el espacio de los jerarcas de la Unidad Popular[5]. En las primeras páginas de su relato Bitar narra las circunstancias en las que él fue nombrado en el Bando 19 y se solicitaba a una extensa lista de personas, todos vinculados directa o indirectamente en funciones durante el gobierno de la Unidad Popular, a que se presentaran al Ministerio de Defensa. Posteriormente, el grupo de quienes se presentaron fueron trasladados a Isla Dawson, aunque, según lo refiere el narrador del texto, y luego de que fueron ubicados en diferentes barracas, muchos no sabían aún en qué lugar se encontraban. De hecho, tras su primera salida a almorzar, es cuando José Tohá reconoce el lugar: “‘¡Estamos en la isla Dawson!’. Él había viajado allí en agosto de 1972, junto con Luis Matte, cuando a nombre del gobierno se le hizo entrega oficial de esa inmensa posesión chilena – mil 400 kilómetros cuadrados – a la Armada, obtenida al aplicar la Reforma Agraria a una empresa que poseía enormes propiedades en la zona de Magallanes”  (Bitar, 2009: 46). En este caso, la perspectiva es muy similar a la que señalara Quijada en cuanto a la reasignación de significado ideológico-simbólico del espacio: así como lo expresara Quijada, se produce un vuelco irónico de iconicidad en la construcción del espacio. En cuanto a la descripción de las barracas en las que fueron alojados los “jerarcas”, Bitar explota, como en muchos otros enunciados testimoniales, las dimensiones metafóricas del hacinamiento:

Se trataba de un conjunto de literas de dos pisos, muy pegadas. Entre las hileras, un pasillo que no tendría más de 30 ó 40 centímetros de ancho, por lo que no se podía entrar de frente, sino que de lado. Éramos 32 para esa barraca y no disponíamos sino de unos 45 metros cuadrados. Era un lugar cerrado que sólo tenía un ventanuco. Casi no había una fuente de aire fresco para poder respirar. Tampoco teníamos donde dejar nuestras pertenencias, salvo sobre el camastro, a nuestros pies o bajo la cabecera. No teníamos sino una frazada para cada uno sobre el jergón (…). En torno a la barraca había un pequeño patio, no más de doce por cuatro metros, cubierto de gravilla, todo rodeado de alambradas de púas (…). En las noches, después de las nueve, nadie podía salir de la barraca. Uno de los oficiales que nos hacía formar de noche antes de encerrarnos, acuñó una frase que no olvidaríamos. Nos informó que por ningún motivo se nos ocurriera abrir la puerta y salir, pues en tales circunstancias, expresó, ‘el que aparece, desaparece’. Por lo tanto, todas las necesidades debían ser reprimidas. Para orinar pudimos disponer de un gran tacho metálico que colocábamos detrás de la puerta y para abrirla había que mover el tacho y ponerlo a los pies de las camas más cercanas (…). Recuerdo una noche, cuando uno de nosotros sufrió de grandes dolores estomacales y no era posible salir ni llamar. Debió encaramarse en el tacho y hacer sus necesidades en medio de todos sus compañeros, sin ventilación, sintiendo, además del dolor, esa humillación absurda (Bitar, 2009: 44-45).

Nuevamente se hace referencia al alambrado de púas como una proyección del encierro. Sin embargo, en el fragmento anterior el recurso que se explota fundamentalmente es el del hacinamiento al que estaban confinados los reos. Al igual que en Tejas Verdes o Villa Grimaldi, Dawson se construye como un espacio de memoria en el que el aislamiento permanente es el mejor castigo para los antiguos funcionarios o partidarios de la Unidad Popular. A esto se suma la humillación a la que es sometido “uno de nosotros” al verse impedido de atender sus necesidades básicas, cuya representación adquiere una connotación metafórica e hiperbólica vinculada a ese espacio. Pero no es sólo la humillación a la que es sometido este sujeto, la cual suprime cualquier sensación de vergüenza al verse obligado a exponer su intimidad frente a otros, sino que las condiciones de podredumbre del espacio son también proyectables a la construcción de sentido espacial: el espacio de memoria también se asocia al hedor infernal que deben soportar los reos frente a la orina y el excremento de los otros presos mezclados a los propios residuos.

Finalmente, y para concluir con este itinerario por los campos de concentración en Chile, merece atención un texto que también aporta una perspectiva, desde la óptica de la poesía, sobre las semantizaciones y resemantizaciones del espacio de memoria Isla Dawson. Dicho texto es Dawson (1973-1974) de Aristóteles España. Cuando este autor es trasladado a la Isla Dawson apenas tiene diecisiete años; sobre este joven Bitar entrega algunos otros datos: “…dirigente estudiantil de la universidad (…). Fue golpeado y tratado con crueldad. En la isla empezó a sufrir ataques por las noches y sabíamos cuando España había empezado con sus crisis por los gritos que oíamos de una barraca a otra. Luego se iniciaban los golpeteos de sus compañeros en los tabiques pidiendo un médico (…). Lo único que podían hacer era ponerle una inyección de calmante porque requería de un tratamiento que no podría tener en la isla” (Bitar, 2009: 102). Sin duda alguna estas experiencias de tortura lo movieron a escribir los poemas que están contenidos en este libro, escritos durante su presidio entre los años 1973 y 1974. En términos de la construcción del espacio de memoria, la reflexión de España se centra en el quehacer cotidiano en dicho espacio, y, como lo señala Jorge Narváez en el prólogo a este poemario, “El autor, que asume en la prisión la tarea del registro y el relato de la historia en su cotidianidad, posee la perspectiva amplia del proceso histórico de nuestro pueblo, y en ella se sitúa y desde allí escribe” (España, 8). El texto de España catapulta la experiencia subjetiva como modelo sinecdóquico, en el que su testimonio pasa a formar parte de la memoria colectiva de Chile: “La vida en Isla Dawson es gris, / como el ruido de las metralletas / o el tic tac tic tac tic tac / de la muerte / que se escucha violentamente / en el Recinto” (España, 25). En el caso anterior, la experiencia en el espacio se relaciona metafóricamente con las metralletas y, por extensión, con la muerte de cada uno de los que perecen en la isla. En este sentido, la contraposición entre perspectivas ideológicas, una dominante y la otra dominada, se materializa en la construcción verbal del espacio y la vida cotidiana (gris) de los reos en él. Por otra parte, también son dignas de atención las reflexiones del hablante poético respecto de las fronteras espaciales, es decir, de lo que ocurre fuera del centro de tortura. Dichas reflexiones trascienden lo meramente terrenal, nacional o internacional, pues además se filtran en un nivel metafísico de entender el problema: “…debemos entender la situación, / que hubo un golpe de estado, / que nos pueden matar, / que esto es francamente serio, / ¿Se habrá informado Dios? / ¿Cuál es la posición de las Naciones Unidas? / la lucha siempre debe continuar, / tengo hambre, / mi ropa está completamente sucia, he tenido sueños eróticos y criminales” (España, 53). Además de lo ya señalado, la situación de encierro permite vislumbrar no solamente una necesidad biológica elemental como lo es la alimentación, sino el deseo sexual que, aunque para muchos reos no se haya presentado en esas circunstancias debido a las condiciones del encierro, para España, joven de 17 años, reclaman una atención imperiosa, aunque sea en el plano onírico. De este modo, complementando los discursos testimoniales de los tres autores citados, se puede hacer una breve reconstitución de lo que fue la experiencia de muchos reos en Isla Dawson, no sólo para los “jerarcas de la Unidad Popular”, sino también para un joven poeta de 17 años. 

 

 IX. Reflexiones finales

Un problema insoslayable que se produce al abordar el estudio de las producciones testimoniales es el de la veracidad de lo que ahí se enuncia. Frente a esto surgen algunos interrogantes: ¿cómo es posible articular coherentemente la lluvia de sucesos que ha implicado la experiencia traumática? ¿Qué grado de verismo adquiere el relato de un sujeto que ha experimentado la violencia de la tortura? ¿Es posible la reconstrucción fidedigna de ese pasado sin tener que recurrir necesariamente a la imaginación? ¿Qué lenguaje es el más apropiado para reconstruir un pasado “viciado” por la experiencia subjetiva? La memoria, como lo han señalado algunos estudiosos (Ricoeur, 2008; Sarlo, 2005; LaCapra, 2008), resulta insuficiente a la hora de reconstruir el pasado de la misma forma en que ocurrió, pero, paradojalmente, irrumpe como la única manera de recapturarlo. Las razones pueden resultar obvias. El proceso de recordar es selectivo, no sólo por mera incapacidad, sino porque el sujeto que evoca la memoria recuerda aquello que le es significativo, de lo contrario, como lo señala el narrador de “Funes el memorioso” de Jorge Luis Borges, la memoria se convertiría en un “vaciadero de basuras”. El problema de la reconstrucción de la memoria en los enunciados testimoniales es entonces doble: además de seleccionar los recuerdos significativos para el sujeto que testimonia, se deben considerar los elementos formales de reconstrucción del pasado. En este sentido, lo que plantea Ricoeur en relación a la forma de articulación de la historia y la imaginación esclarece en parte el problema:

Si se puede criticar a la memoria su escasa fiabilidad, es precisamente porque es nuestro único recurso para significar el carácter pasado de aquello de lo que declaramos acordarnos. Nadie pensaría en dirigir semejante reproche a la imaginación, en la medida en que ésta tiene por paradigma lo irreal, lo ficticio, lo posible y otros rasgos que podemos llamar no posicionales. La ambición veritativa de la memoria tiene propiedades que merecen ser reconocidas antes de considerar cualquier deficiencia patológica y cualquier debilidad no patológica de la memoria… (Ricoeur, 2008: 40-41).

Tomando en consideración lo anterior, las producciones testimoniales analizadas a lo largo de estas páginas resuelven en gran medida el problema de la fiabilidad, pues la reconstrucción de los espacios, a pesar de sus diferencias obvias de contextualización temporal y geográfica, comparten en esencia un mismo patrón de resemantización. La memoria se reconstruye a partir de esos espacios, los simbolismos que reclama en su elaboración discursiva trascienden cualquier parámetro de verdad exacta, si es que a estas alturas se puede hablar de verdades de esta índole. En función de esto, y como lo afirma Ricoeur, la memoria es el recurso único para mantener en el presente la experiencia del pasado: “La amenaza permanente de confusión entre rememoración e imaginación, que resulta de este devenir-imagen del recuerdo, afecta a la ambición de fidelidad en la que se resume la función veritativa de la memoria (…) Y, sin embargo, no tenemos nada mejor que la memoria para garantizar que algo ocurrió antes de que nos formásemos el recuerdo de ello” (Ricoeur, 2008: 20-21). Efectivamente, porque así como la memoria es el único recurso para poder acceder al pasado, ésta es una forma también de vivir el presente, la cual se manifiesta a su vez prospectivamente. En este marco, la memoria adquiere un sentido tripartito. Frente a la necesidad de reconstrucción de lo ocurrido se manifiesta inevitablemente la incidencia de lo pasado, tanto en el presente inmediato como en el futuro, pues la fuerza de la experiencia traumática rompe las barreras del recuerdo para cobrar presencia en la cotidianeidad de aquellos que han sido violentados en su dignidad y en su condición de seres humanos. Al respecto señala Dominik LaCapra en su trabajo Historia y memoria después de Auschwitz: “…la memoria existe no sólo en tiempo pasado sino también en presente y futuro. Relaciona el conocimiento y la crítica inmanente con la trascendencia situacional del pasado que no es total pero que resulta esencial para la apertura a posibilidades más deseables en el futuro” (LaCapra, 2008: 29).  Es por ello que es factible hablar de la verdad testimonial que reside en lo textos estudiados en este trabajo, la que en último término, se infiere por contraste.
                                                                                     
En la primera página se hacía referencia, a propósito de Valdés y Arrate, sobre el problema de la amnesia histórica de Chile en relación a los crímenes de la Dictadura Militar. En función de esto, la pregunta por el dónde se construye la memoria adquiría dimensiones importantes a la hora de contribuir al no olvido de lo ocurrido durante 17 años. Frente a esto habría que agregar una reflexión importante sugerida por Beatriz Sarlo en su estudio Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. En este texto Sarlo plantea el problema de la memoria en términos del “nunca más”, concepto al que el género testimonial contribuye condenando toda forma de terrorismo de estado. Sarlo señala que lo ocurrido durante la dictadura militar debe ser difundido, discutido y enseñado comenzando por la escuela. Agrega también que lo referente al problema de la dictadura “es un campo de conflictos también para quienes sostenemos que el ‘nunca más’ no es un cierre que deja atrás el pasado sino una decisión de evitar las repeticiones, recordándolo” (Sarlo, 2005: 24). De hecho, las reflexiones realizadas en estas páginas en torno al problema de la construcción simbólica de los espacios de memoria pretende también esto: hacer una recopilación de parte importante de los lugares en los que la violencia, la tortura y el genocidio fueron prácticas legitimadas por el sistema político de turno, para que “nunca más” se repitan estos episodios y se pueda remecer la memoria de aquellos sectores que han olvidado o pretenden olvidar el pasado inmediato.  Así, como lo señala Ramón Díaz Eterovic, “Dichos libros (…) son testimonios que contribuyen a mantener la memoria viva en torno a los hechos que hoy en día algunos sectores políticos comprometidos con la dictadura se empeñan en minimizar o relegar al olvido”.

 

 * * *

 

NOTAS


[1] En este trabajo, para referirse a la producción de testimonios, se emplearán los términos “discursos testimoniales” o “enunciados testimoniales”, y no “narrativas testimoniales” a pesar de la preeminencia discursiva de relatos de carácter testimonial, pues se considerará como parte del corpus de análisis algunos textos que no son propiamente narrativos, sino escritos en verso, como por ejemplo Dawson de Aristóteles España, El golpe de Roberto Parra, Poema en el Estadio Chile de Víctor Jara, entre otros casos.

[2] El estudio de Pimentel, como queda explicitado en el título, realiza una sistematización de los diferentes aspectos de la construcción del espacio narrativo. Sin embargo, y para el caso de este trabajo, hay ciertos elementos de la teorización de esta autora que pueden ser aplicables a textos poéticos. Elementos como la metáfora, el nivel ideológico-simbólico que adquiere la construcción del espacio a través de la mediación del lenguaje o también la iconicidad, son recursos que indistintamente pueden ser detectables tanto en enunciados narrativos como en producciones escritas en verso. Una precisión similar requiere también el tipo de espacios a los que se refiere Pimentel en su trabajo. En general, ella está pensando en construcciones espaciales de ficción, con referentes reales o intratextuales (inventados por un autor, como Macondo o Combray). No obstante, y como ya ha sido aclarado en relación a lo que ocurre con los textos poéticos, sus reflexiones sobre las semantizaciones del espacio son perfectamente compatibles con la forma en que los diferentes textos que serán examinados en este trabajo construyen discursivamente los espacios de memoria.

[3] Un ejemplo muy similar al anterior, plasmado de la misma carga semántica, y registrado también en Prigué, es el que sigue a continuación: “Durante los meses de Junio y Julio trasladaron camionadas de prisioneros de Tres Álamos a Ritoque y Melinka. Las mujeres, apiñadas en el Pabellón Uno, partieron a Pirque. A un lugar de veraneo de los empleados de la Sociedad Química Minera de Chile, SOQUIMICH, administradora del salitre nacionalizado. Un pintoresco valle entre los contrafuertes cordilleranos de Santiago, con cabañas y piscina, utilizado durante el gobierno de la Unidad Popular como lugar de descanso para los hijos de los obreros del salitre entre los que se seleccionaba a los de mejores resultados en sus escuelas y se traía a conocer la capital. La Junta, previo a cercarlo con alambrada, levantar torres y ubicar tropas, los transformó en Campo de Concentración para doscientas mujeres detenidas bajo acusación de transgredir las disposiciones del Estado de Sitio. Con ellas crecían cinco niños de pecho nacidos en prisión y amamantados por sus madres prisioneras” (Carrasco, 1991: 243).

[4] Para los fines de este apartado, es menester señalar que Quijada durante el gobierno de la Unidad Popular era presidente del Instituto Chileno-Soviético y militante del Partido Comunista (Quijada, 1990: 169).

[5] En una extensa nota al pie de página (Bitar, 2009: 42), Bitar entrega la lista completa de los dirigentes políticos de izquierda que fueron prisioneros, en diferentes períodos, en Dawson. Entre ellos se encuentran: Clodomiro Almeyda, ministro de RR.EE.; Orlando Letelier, ministro de Defensa; Julio Palestro, gerente de la Polla Chilena de Beneficencia; Tito Palestro, alcalde de San Miguel; Aníbal Palma, ex ministro de Educación; Osvaldo Puccio G., secretario de Salvador Allende; Osvaldo Puccio H, estudiante de Derecho; Jaime Tohá, ministro de Agricultura; José Tohá, ex ministro de Defensa y del Interior, ex vicepresidente de la República; Daniel Vergara, subsecretario del Interior; Sergio Vuskovic, alcalde de Valparaíso; Sergio Bitar, ex ministro de Minería; entre muchos otros.

 

 

* * *

 

BIBLIOGRAFÍA

Bibliografía básica

- Arce, Luz. El infierno. Santiago: Editorial Planeta, 1993.

- Bitar, Sergio. Dawson. Isla 10. Santiago: Pehuén Editores, 2009.

- Bonnefoy, Michel. Relato en el frente chileno. Santiago: LOM Ediciones, 2003.

- Carrasco, Rolando. Prigué. Prisionero de Guerra en Chile. Santiago: Ediciones “Aquí y ahora”, 1991.

- Castillo, Carmen. Un día de octubre en Santiago. Santiago: LOM Ediciones, 1999.

- España, Aristóteles. Dawson. Santiago: Bruguera Documentos, 1973-1974.

- Gamboa, Alberto. Un viaje por el infierno. Santiago: Araucaria Ltda., 1984.

- Jara, Joan. Víctor, un canto inconcluso. Santiago: LOM Ediciones, 2008.

- López, Mario. El 11 en la mira de un Hawker Hunter. Las operaciones y blancos aéreos de septiembre de 1973. Santiago: Editorial Sudamericana, 1999.

- Montealegre, Jorge. Frazadas del Estadio Nacional. Santiago: LOM Ediciones, 2003.

- Parra, Roberto. El golpe. Santiago: LOM Ediciones, 1999.

- Quijada, Aníbal. Cerco de púas. Santiago: Ediciones Fuego y Tierra, 1990.

- Rivas, Patricio. Chile, un largo septiembre. Santiago: LOM Ediciones, 2007.

- Rojas, Emilio. Tejas Verdes. Mis primeros tres minutos. Santiago: Editora Seminario 90, 1989.

- Valdés, Hernán. Tejas Verdes. Diario de un Campo de Concentración en Chile. Santiago: LOM Ediciones, 1996.

- Villagrán, Fernando. Disparen a la bandada. Una crónica secreta de la Fach. Santiago: Editorial Planeta, 2002.

 

Bibliografía complementaria

- Arrate, Jorge. Salvador Allende, ¿sueño o proyecto? Santiago: LOM Ediciones, 2008.

- LaCapra, Dominik. Historia y memoria después de Auschwitz. Buenos Aires: Prometeo Libros, 2008.

- Narváez, Jorge. La invención de la memoria (Actas). Santiago: Pehuén Editores Ltda., 1988.

- Palacio de La Moneda. Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos. Ministerio de Educación Pública, Santiago: 1983.

- Pimentel, Luz. El espacio en la ficción. Ficciones espaciales. La representación del espacio en los textos narrativos. México: Siglo XXI Editores, 2001.

- Ricoeur, Paul. La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2008.

- Sarlo, Beatriz. Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina, 2005.

 



 


 

Proyecto Patrimonio— Año 2015 
A Página Principal
| A Archivo Carlos Hernández Tello | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
El espacio y la memoria: itinerario por los campos de concentración de Chile
(En Gaceta de estudios latinoamericanos, Usach, N° 2: 2010)
Por Carlos Hernández Tello