Dos Soledades
I. Hampton Court
Y en este patio, solo
como un hongo, adónde he de mirar.
Los animales de piedra tienen
los ojos abiertos sobre la presa enemiga ciudades puntiagudas y
católicas ya hundidas en el río hace cien lustros se aprestan a ese
ataque. Ni me ven ni me sienten. A mediados del siglo diecinueve los
últimos veleros descargaron el grano. Ebrios están los marinos y no
pueden orime las quillas de los barcos se puedren en la arena.
Nada
se agita. Ni siquiera las almas de los muertos número considerable
bajo el hacha, el dolor de costado, la diarrea. Enrique El Ocho, Tomás
Moro, sus siervos y mujeres son el aire quieto entre las arcadas y las
torres, en el fondo de un pozo sellado. Y todo es testimonio de
inocencia. Por las 10,000 ventanas de los muros se escapan el león y
el unicornio. El Támesis cambia su viaje del Oeste al Oriente. Y
anochece.
II. Paris 5e
"Amigo, estoy leyendo sus
antiguos versos en la terraza del Norte.
El candil parpadea. Qué
triste es ser letrado y funcionario. Leo sobre los libres y flexibles
campos de arroz: Alzo los ojos y sólo puedo ver los libros oficiales,
los gastos de la provincia, las cuentas amarillas del Imperio".
Fue
en el último verano y esa noche llegó a mi hotel de la calle
Sommerard.
Desde hacia dos años lo esperaba. De nuestras
conversaciones apenas si recuerdo alguna cosa. Estaba enamorado de una
muchacha árabe y esa guerra la del zorro Dayán le fue más dolorosa
todavia. "Sastre está viejo y no sabe lo que hace" me dijo y me dijo
también que Italia lo alegró con una playa sin turistas y erizos y
aguas verdes llenas de cuerpos gordos, brillantes, laboriosos, "Como
en los baños de Barranco". Y una glorieta de palos construida en el
1900 y un plato de cangrejos. Había dejado de fumar. Y la literatura
ya no era más sus oficio.
El candil parpadeó cuatro veces. El
silencio crecía robusto como un buey. Y yo por salvar algo le hablé
sobre mi cuarto y mis vecinos de
Londres. de la escocesa que fue espia en las dos guerras, del portero,
un pop singer, y no teniendo ya nada que contarle, maldije a los
ingleses y callé. El candil parpadeó una vez más. Y entonces sus
palabras brillaron más que el lomo de algún escarabajo. Y habló de la
Gran Marcha sobre el río Azul de las aguas revueltas, sobre el río
Amarillo de las corrientes frías. Y nos vimos fortaleciendo nuestros
cuerpos con saltos y carreras a la orilla del mar, sin música de
flautas o de vinos, y sin tener otra sabiduría que no fuesen los ojos.
Y nada tuvo la apariencia engañosa de un lago en el desierto. Mas mis
diosos son flacos y dudé. Y los caballos jóvenes se perdieron atrás de
la muralla, y él no volvió esa noche al hotel de la calle Sommerard.
Así fueron las cosas Dioses lentos y dificiles, entrenados para
morderme el higado todas las mañanas. Sus rostros son oscuros,
ignorantes de la revelación. "Amigos, estoy en la Isla que naufraga al
norte del Canal y leo sus versos, los campos del arroz se han llenado
de muertos. Y el candil parpadea".
De: Canto ceremonial contra un oso hormiguero,
1968.