Navidad
y Matanza, de Carlos Labbé
Por
Julián Rodríguez Marcos
Navidad
y Matanza, segunda y reciente novela de Carlos Labbé publicada en Editorial
Periférica, de la ciudad de Cáceres, España, llegará
a Chile a finales de mayo.
-¿Qué
es una novela juego?
-No he podido encontrar un manual para jugar
a la novela en mi casa con los amigos un domingo por la tarde, como tampoco sé
de algún escritor que se haya planteado como proyecto escritural armar
una estructura narrativa con lo que presenciara cada noche, disfrazado de croupier
en un casino. Pero continúo buscando. A veces pienso que alguno de Perec,
de Calvino, de Queneau o ese librito perdido sobre los naipes de Max Aub lo son,
otras veces me encuentro escribiendo una novela que intenta funcionar como la
serie Elige tu propia aventura (y me quedan pocos meses para terminarla).
En el verano santiaguino de hace cinco años, un amigo y yo dibujamos un
tablero con cien casillas, en algunas de las cuales pusimos reglas de composición
-contraintes que homenajeaban las sesiones del Oulipo- y anotamos como
premisa narrativa lo primero que se nos vino a la cabeza. Luego llamamos a dos
amigas y tres amigos más, lanzamos los dados, cada uno escogió
un día de la semana para redactar su capítulo y enviárselo
por correo electrónico al resto. Quien llegara a la última casilla
se ganaría el derecho a usar todos los capítulos y eventualmente
publicar la novela: Navidad y Matanza. El encuentro de personas que han
aceptado ciertas convenciones, que a pesar de que están ahí con
un fin determinado empiezan a enredarse, a ponerse obstáculos y a ayudarse
entre sí; las anotaciones que cada una de ellas hicieron sobre la posibilidad
de creer (en esas reglas, como un lector en el libro que está leyendo):
eso es una novela juego.
-¿Qué tipo
de novela dirías que es Navidad y Matanza? ¿Una novela realista,
una novela onírica, una novela metaliteraria, qué? ¿Cómo
la definirías?
-Quisiera que Navidad y Matanza fuera
un policial alegórico, que es lo que buscan los escritores de novelas de
detectives desde el momento que leen la última página de El hombre
que fue jueves, de Chesterton. Pero seguramente es una novela naturalista
de principios de este siglo -cuando nos gusta pensar sobre las fuerzas que determinan
el comportamiento de los seres humanos y no logramos decir nada, sino más
bien intuir algunas cosas- o, lo que es lo mismo, una novela satírica sobre
ese discurso seudobiologista de autoayuda que los estadounidenses transformaron
en coaching, los alemanes llaman Escuela de Santiago de la Teoría
de Sistemas, y que acá en Chile apenas tenemos idea cuánto campea
en el discurso político, educacional y económico, a pesar de que
Maturana y Varela hayan nacido acá.
-¿Qué
diferencia hay entra esta novela y tu primer libro, publicado en 2004?
-Catastrófica,
deseante, colectiva y burlesca como es, Navidad y Matanza puede leerse
también como la aventura de juventud que hace envejecer a un narrador,
encerrarse en su pieza, en su trabajo y buscar esa afirmación de la intimidad,
del amor y de la fe que es Libro de plumas. La escribí antes y la
publico después porque es su reverso -un discurso obsesionado por el mal
como ruta hacia el bien-, y a la vez ambas son variaciones de una novela primera,
Locuela, que intenta describir el mal sin el bien.
-¿Qué
influencias dirías tú mismo que se pueden rastrear en Navidad y
matanza?
-Involuntariamente es una reescritura de lo que un amigo
me contó que era Ada o el ardor, de Nabokov -que no he podido leer-,
y por lo mismo es más transparente la referencia a Lolita, que entonces
sí tenía en mi velador, y a El diario íntimo de Sally
Mara, de Queneau. No es que quisiera rendirle algún tributo al ruso-norteamericano,
pero mi contraparte en la concepción del juego -este amigo al que me refiero-
hablaba y hablaba de la perversión, de escribir en una lengua que no es
la materna sino, por el contrario, en la lengua de aquel que tus compatriotas
dicen que es el enemigo. Por eso el primer narrador es un biólogo, un científico
a la antigua, de los que creen que la vida se acaba cuando el organismo deja de
autodeterminarse: quise ser un narrador muy distinto a mí; mi contraparte.
Y como creo en Dios, inevitablemente el ejercicio se me volvería una alegoría
jocosa, un reflejo voluntario de Chesterton o inconsciente de Ireneo.
-¿Esas
influencias son sólo literarias o también cinematográficas
(o musicales, etc.)?
-Navidad y Matanza también es
un ensayo narrativo sobre el tacto. Así como el oído, la experiencia
de escuchar una estructura tan discernible y a la vez tan honda como el Cuarteto
para el fin de los tiempos me insufló un modelo para escribir Libro
de plumas, la experiencia confusa y adolescente del tacto -la situación
de estar encerrado en una habitación en soledad absoluta y con un deseo
que no se sabe a quién dirigir- me obligó a imaginar una playa donde
yo querría estar y un cuerpo que más que a nada en el mundo quería
tocar pero no podía -una amiga que no me corresponde, una niña preciosa,
una brillante mujer encerrada en un laboratorio a miles de kilómetros de
distancia-; lo que estaría escrito en esas páginas mías,
como siempre he buscado que sea una novela, tenía que parecer sonido. O
mejor: música; música que uno escucha al alejarse y acercarse a
la persona amada, música del tacto, música que se parece a la voz
de una mujer específica. El timbre de un theremin.
-¿Qué
han significado Onetti y Bolaño en tu formación como escritor?
-Puedo
decir que he escrito decenas de páginas sobre sus novelas, y que Los
detectives salvajes está al lado de La vida breve en la biblioteca
de mi casa. Son dos autores más parecidos de lo que uno se da cuenta en
una primera lectura, porque en la medida que en ninguno de sus libros se ocupan
de asemejarse a alguien más se vuelven estilistas de sintaxis y léxico
propio, estilistas de sí mismos cuando construyen una ciudad imaginaria
que es su propia narrativa. No por casualidad Onetti y Bolaño se convirtieron
en personajes de esas dos novelas, se humillaron a sí mismos en la ficción
y son reconocidos: además de un texto -algo incomprensible: un alma- construyeron
una obra, en el sentido más romano -es decir, corporal- del término.
-¿Qué escritores actuales de España
y América, en castellano, te interesan? ¿Qué escritores en
otras lenguas te interesan?
-Cuando elijo un libro -porque otras
veces están ahí, llegan por correo o te los prestan, sus nombres
aparecen como una coincidencia fascinante en conversaciones, artículos
y vitrinas que nada tienen en común- lo hago a ciegas: a veces motivado
por las ganas de escribir, algunas veces por la necesidad de verme envuelto en
la intimidad de alguien que no conozco o no quiero conocer, otras por una necesidad
de trascendencia (entonces leo a los antiguos o a los medievales). Buscando eso,
hoy estoy leyendo a Coetzee y ayer estaba leyendo al chileno-holandés Ricardo
Cuadros, y anteayer a Vila-Matas, y la semana pasada a Margaret Atwood y hace
un mes a Roberto Juarroz y hace un tiempo a Monterroso. Y siempre a Borges, a
los oulipianos, la literatura patrística, el Dhammapada, a Lee Masters
y a Swedenborg.
-¿Y de entre los más
jóvenes? ¿Y de tu país?
-Siempre que puedo
leo las novelas de los escritores chilenos de mi edad. Salvo que estén
haciendo un ejercicio de periodismo publicitario encubierto, o que sean absolutamente
desalmados, termino el libro. He tenido la suerte de conocer a uno o dos autores
y autoras de novelas que me han gustado mucho, pero prefiero no dar nombres porque
no me gustan las pandillas.
-¿Dónde
sitúas, en el conjunto de tu obra, de tu trabajo, tu papel como crítico
literario?
-Digamos que los artículos, las notas de crítica
literaria y las reseñas que escribo son capítulos de una biografía:
la mía propia en palabras de gente que no conozco, la de ellos en mis propias
digresiones, un hilo tenue que se teje entre seres extranjeros por alguna razón
que no alcanzo a entender, pero sí vislumbrar en ese don que es la lectura.
La crítica literaria es parte de un libro de largo aliento que no pienso
terminar, porque su motivo es la muerte.
-¿Te
interesa la poesía? ¿Qué tipo de poesía; o qué
poetas?
-Últimamente abro páginas de Roselli, Andwandter,
Vallejo, Montale, Hahn, Lira o Valente, pero como en Chile leer poesía
es como ir a misa en un país que se quiere católico -es decir, una
costumbre insoportablemente gregaria que tiene como excusa una búsqueda
personal-, rápidamente las cierro apenas encuentro un poema epifánico,
no sea que alguien lo vaya a usar como epígrafe para una discusión
barata sobre si Neruda es mejor que Huidobro, si Mistral que Parra, etcétera.
A veces encuentro alguna poesía que esté libre de la amenaza arribista
en canciones pop anglosajonas, francesas y chilenas también: tan inútil
sería hacer un cover de una canción tan bella como 'Til I die, de
los Beach Boys, por ejemplo.