Ante la miseria en todas sus formas -el hambre, la envidia, el dolor, la soledad, el frío, el abuso- uno se pregunta de qué sirve abrir la boca. El efecto de que la comunicación hablada acaso sea una atenuación imaginaria e insignificante del impacto sensorial de la muerte, una defensa humana ante la corrosión a través de la corrosión, me sobreviene cada vez que escucho a alguien que entrega una moneda y balbucea algo simpático al niño de las escaleras del metro de Santiago, quien también balbucea, pero no le está dando una respuesta; se trata de la continuación de su cansada letanía petitoria. Y más intenso debe sentirse este despilfarro al escuchar debatir a los oradores de algún seminario llamado Estrategias para superar la pobreza o Equidad, paradigmas sociológicos y modernización. Un derroche donde no caben las buenas intenciones con que alguien puede rebatir la maledicencia de mis ejemplos, porque éstas no resuenan más que para quien las dice. El discurso de la compasión es indecible; una vez dicho se sabotea violentamente a sí mismo y se vuelve cliché, porque no puede obtenerse respuesta -la comprensión de quien sufre- cuando no hay realmente una pregunta.
Ni hablar de los árboles, que ni siquiera rompen su silencio, su promesa de ignorarnos para siempre por tontos cuando, para nuestro propio beneficio, los hacemos leña. Y los animales. Hay gente que ha aprendido lo que se debe preguntar y dónde se debe golpear a algunos perros para que respondan. Los adiestradores saben que una respuesta equivale a una domesticación. ¿Pero qué pasa cuando este derroche es al mismo tiempo la propia sustancia y aquello que se puede evitar? Efectivamente, la literatura ha improvisado diferentes modos de decir la miseria, desde la omisión deliberada de la figura de los roñosos escuchas en el mundo epopéyico de Homero, Virgilio o los juglares, así como la fabulosa oposición entre destino trágico y hambre del novelón de Víctor Hugo, hasta la culpa cruel de Baudelaire ante los nuevos pobres del París decimonónico, el fingimiento burocrático del realismo socialista, la novela social chilena o la libidinosidad aristocrática de las voces del boom. Es natural que hayan sido siempre más fáciles las narraciones indirectas del problema, toda vez que hablar de lo indecible no es tarea de seres humanos, como dice el Eclesiastés. Entonces, cuando se extendió la experiencia de la miseria a niveles microscópicos y cósmicos, como también las maneras de mostrarla, de manipularla para seguir lucrando, en el siglo XX, el mismo texto literario fue el que adoptó una ruina mimética, recobrando la picaresca del siglo de Oro, la de Rabelais, la de Dostoievsky, de Schwob, Kafka o Bloy, las narrativas que en vez de atestiguar o dar órdenes hacen preguntas a la miseria: ¿cuál es la diferencia entre devorar y morir de hambre, qué hay de subjetivo en el frío mortal, cuál es la salvación?
La respuesta es la misma: una carcajada. La misma carcajada de la infancia del Lazarillo de Tormes, que resuena en el rostro de Yococo, el niño herido, maloliente y burlón de Montacerdos, la novela corta de Cronwell Jara. Una carcajada que no es ya risa, ni pregunta ni afirmación, solamente un ruido que atraviesa la tan civilizada experiencia lingüística para entrar por la garganta hacia el cuerpo humano y quedarse dentro de ese pedazo de carne que será maloliente como Celedunio, el chancho que acompaña a Yococo. Cuerpos son la única pregunta y la única respuesta de Maruja en su relato: ella no dice, sólo declara qué cosas sirven para comer, para esconderse, para dormir en la noche o curarse de la enfermedad. La miseria no puede ser descrita ni narrada, ni menos interpretada en una novela según categorías socioculturales, como al niño miserable no se le mira a los ojos.
MONTACERDOS.
Autor:
Cronwell Jara.
Ediciones Metales Pesados. Santiago, 2004.
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