Se busca curador para la Feria del Libro
Por Carlos Labbé
Después de veintisiete ferias del libro de Santiago, la inevitable mirada histórica responde, inesperadamente, algunas de las preguntas que año a año sobrevienen en los pasillos largos del gran comercio libresco de primavera. ¿Cuál es el criterio para reunir en un mismo lugar a editoriales, instituciones estatales, librerías, embajadas, tiendas de enciclopedias, institutos de inglés y fundaciones culturales, y sin embargo dejar que escritores y lectores –los agentes fundamentales de un libro– deambulen agobiados y jadeantes de negocio en negocio, sin una plaza central que sea atractiva, no comercial y cómoda, que los acoja con mesas, sillas, mesones y sillones, para posarse sin presión alguna a hojear algún volumen de interés, intercambiar impresiones literarias, respirar o simplemente firmar algún contrato editorial? ¿Por qué año a año los libros parecen más caros, y uno camina directamente a las secciones de libros en ofertas –que siempre están al final de la Estación Mapocho, en la carpa–, donde se encuentran libros del año anterior a dos mil pesos, libros que en su día fueron anunciados como importantes y ahora están sucios, doblados, amarillos? ¿Por qué la disposición de los pasillos y los stands no ha variado en una década, acaso no existe otro recorrido para encontrar un libro que no sea por medio de tres filas interminables, tal concepción creativa de los espacios masivos poseen personas que trabajan justamente con productos culturales, mientras los centros comerciales estables utilizan varios pisos y se las ingenian para que un eventual comprador crea que está inventando su propio camino, en vez de guiarlo? ¿Por qué la música que suena por los parlantes, cuando tiene que ver con libros u otra expresión cultural que no sea la música, siempre tiene que ser un sonsonete seudo electrónico y corporativo, sin ritmo, melodía ni tranquilidad, como si auditivamente no se necesitara un buen ambiente para leer? ¿Por qué tantos vendedores de los stands permanecen de pie, temblorosos, con un dejo de tristeza y respondiendo agresivamente que no, incluso antes de que se termine la pregunta de si tiene tal o cual título?
La mirada histórica, sin duda, responde a estas preguntas. El año 1980, en pleno Parque Forestal, no se trataba de hacer una fiesta de la cultura, de llenar las esquinas de pendones, contratar a unos cuantos guardias e invitar a las editoriales para que liquidaran sus sobrantes de la temporada, todo adornado con palabras bienintencionadas de alguna autoridad política en la plaza de la entrada, repleta de curiosos que aplauden porque luego vendrá la foto, el canapé y la entrada gratis al recinto; y el detalle: hoy se debe pagar para tener derecho a comprar un libro en la feria. En la primavera de 1980 se trataba simplemente de ofrecer en la vía pública y en un solo barrio lo que no era tan fácil encontrar con las circunstancias de la época: libros de todo tipo. Por eso se llamaba y se llamó feria.
Todas las preguntas anteriores se responden fácilmente tomando en cuenta la única razón de existencia de una feria: vender. Por eso extraña que hoy, cuando la economía se especializa en subrepticias estrategias llamadas servicios, donde el dinero no es explícitamente atraído pero sí el posible comprador –su subjetividad, la imagen de sí mismo, sus deseos–, el encuentro de Mapocho sigue siendo una feria de día domingo, donde sólo importan las cantidades de dinero que se invierten cada año. “Bienvenidos y bienvenidas al evento cultural más importante de nuestro país”, comienza alardeando el folleto oficial. Una declaración de principios que bien se merecería una revista de cincuenta páginas, en buen papel, con contenidos literarios y librescos desarrollados en profundidad, críticas literarias, entrevistas a los autores que visitarán el evento, cartas de los editores, datos de joyas bibliográficas e historiografía cultural que motive que un lector se levante de su sillón y entre en el tráfago de la compra y venta.
La imagen de unos cuantos feriantes vendiendo libros usados hasta las siete de la tarde en el Parque Forestal acaso se desvanecerá en los años venideros. La feria libre sigue ahí, tosca y vociferante, pero acaso se puede esperar que por fin sus actividades anexas se conviertan en la justificación para visitarla, y que el negocio sea sólo un aprovechamiento de la envergadura del evento cultural. Que las Jornadas Profesionales entre editores fructifique en instancias visibles, que no sea solamente saludarse en los pasillos con afecto. Que las Jornadas de Bibliotecarios tengan algún impacto social. Que se les reconozca alguna importancia a los autores, a través de una agenda consistente de presentaciones de libros, y que exista una plaza abierta, pública y central de la Feria, donde se desarrollen mesas redondas de discusión y debate literario que escuchen todos los que pasean por el lugar, no sólo los amigos que entran a los salones. Y que el programa cultural del País Invitado sea relevante, con curadores literarios, musicales, cinematográficos y artísticos escogidos a su vez por un curador independiente contratado para cada edición específica de la Feria, de manera de no recibir acríticamente las políticas culturales del Estado invitado. De manera de proponer un verdadero evento cultural que justifique las largas jornadas de compra y venta.