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LENGUAS
(DIECIOCHO JÓVENES CUENTISTAS CHILENOS).
Carlos Labbé,
compilador. JC Sáez Editor. Santiago, 2005.
LOS
AMIGOS IMAGINARIOS
Por Alejandro Zambra
sobrelibros.cl
El siguiente es el segundo texto
leído en la presentación de este libro, el día
lunes 9 de enero de 2006 a las 20:40 horas
en el Bar Thelonious, Bellavista,
Santiago.
De los dieciocho escritores que firman Lenguas (Dieciocho jóvenes
cuentistas chilenos) sólo conozco a Carlos Labbé,
por lo que no descarto la posibilidad de que esta antología
sea, en realidad, una estudiada y efectiva trampa. No digo que Labbé
haya llevado demasiado lejos aquello de inventarse amigos imaginarios,
pues entiendo que algunos de los escritores incluidos en Lenguas
están ahora en esta sala, celebrando, vaso en mano, la buena
noticia que supone la aparición de este
libro. Me niego a pensar que la simpatía por ciertas tramas
ha llevado a Labbé a convencer a personas reales para que hagan,
esta noche, de Virginia Berner o de Ana Harcha o de Matías
Valdivia o de Joaquín Cociña. Aunque, bien visto, el
asunto podría ser aún más complicado: el protagonista
de uno de los relatos aquí compilados —escrito por Claudia
Apablaza, aunque, a estas alturas, ya no sé qué pensar—
es un viejo que para vengar la memoria de su mujer, una escritora
a la que nadie quiso publicar, reúne, valiéndose de
una vaga excusa, a diez escritoras que sí fueron publicadas:
su verdadero propósito es encerrarlas en un cuarto y entonces
soltar la llave del gas. Quisiera no pensar que Labbé, en complicidad
con Juan Carlos Sáez (a quien, hasta ahora, tenía por
un buen amigo), nos invitó a este bar con el oscuro propósito
de liberar la llave del gas y dejarnos adentro hablando de su libro.
La estrategia de atribuir aquel cuento a “Claudia Apablaza”, una supuesta
escritora de 26 años, que, para más señas de
verosimilitud, habría ganado varios premios y habría
trabajado en la editorial Lom, bien podría ser la pista falsa
de una tenebrosa broma literaria.
No sé si Lenguas es el libro fingido de un lector de
Fernando Pessoa o si, por el contrario, constituye el sorpresivo y
auspicioso debut de un grupo significativo de escritores chilenos.
Me quedo, por ahora, con esta segunda posibilidad, que es más
tranquilizadora, sin olvidar, por cierto, que incluso si se tratara
de voces fingidas, Labbé —o esa persona que se hace llamar
Carlos Labbé— ha sabido fingir convincentemente esas voces,
pues suenan distintas y hasta contrapuestas, y se unen sólo
en la medida en que comparten una idea nada ingenua de la literatura;
en los cincuenta y tantos cuentos de la serie, prevalece la convicción
de que no se escribe para confirmar ideas o valores previos, sino
para arrinconar y explorar los aspectos menos seguros de la vida.
Dicho de otro modo, los relatos de Lenguas me han recordado
ese poema donde John Ashbery propone comprender la vida como un libro
cuya lectura alguien ha abandonado.
En el prólogo de Lenguas, Carlos Labbé enfatiza
la necesidad de combatir un sistema literario tan orgulloso “de ser
Poesía y de ser Chile”; entiendo que se refiere a aquella asfixiante
seguridad que suele atolondrar a los escritores jóvenes, tanto
a los poetas como a los narradores. La leyenda dice que en Chile los
poetas tienen derecho a la impunidad, al mito y a no pagar la consumición,
mientras que a los narradores se les tolera que conciban tediosos
árboles genealógicos y que se envanezcan de haber superado
la barrera sicológica de las doscientas páginas. Los
escritores de Lenguas, afortunadamente, no se alistan de antemano
en estos bandos, es por eso que escasean, en este libro, las odiosas
seguridades, o al menos éstas no se traslucen en los textos:
no escriben para confirmar las expectativas de nadie.
Más allá de la lógica de los balances, atiendo
al gesto de ordenar los cuentos según el criterio alfabético,
es decir, a relevar los textos por sobre los autores, como si se tratara
de ese libro de heterónimos al que he aludido. Leídos
así, prescindiendo de los nombres, resulta un libro importante,
de rara consistencia, del que recuerdo, ahora, algunos momentos cruciales:
los diálogos certeros, acendrados en la experiencia, entre
una niña precoz y una joven muy incómoda; la conmovedora
serenidad de la mujer que observa, desde una torre, el espectáculo
de su propia vida; la bóveda donde elige internarse Lisboa,
una mujer que quisiera estar con Montevideo, su novio, pues sólo
cuando Lisboa está con Montevideo siente que es, verdaderamente,
Lisboa; el saludable distanciamiento de un escritor que decide si
su esposa es Virginia Woolf o Alfonsina Storni; la voz nítida
y reacia de alguien que celebra que en Chile todos seamos o alcohólicos
o abstemios; la posibilidad de que el rostro de Balzac impreso en
la solapa de un libro corresponda, en realidad, al de Héctor
Hugo Bravo, el gordo Bravo, para más señas; el llanto
del Rey Lear recordando la traición de sus hijas en la cordillera
de Nahuelbuta; o aquel cuento que comienza como en cierto modo empiezan
todos los cuentos: “Lo primero que debiera dejar en claro es que no
soy lo que ustedes piensan”.
Ya termino: hace algunos años el poeta Andrés Anwandter
afirmó que, para él, el problema de la página
en blanco era, en realidad, el problema de la página en negro;
escribir, decía Anwandter, no es llenar páginas vacías,
sino borrar pedazos de páginas ya escritas, hasta encontrar,
quizás, bajo la zona raspada, un poema, un relato, una novela
o, también, la invitación a seguir participando. La
mayoría de los escritores aquí compilados parecen buscar
esos espacios en blanco que hay en la página negra: capturan
o intentan capturar la resonancia de las historias ajenas en las palabras
propias, conscientes de que incluso la experiencia más íntima
suele fugarse al patio de al lado. Es por eso, acaso, que en uno de
los mejores momentos de Lenguas, alguien se lamenta de que
las buenas historias, las historias que no nos dejan dormir, no provengan
de nosotros mismos. Eso es: los escritores de Lenguas leen
esas historias ajenas que no los dejan dormir hasta que consiguen
volverlas historias propias, mensajes oscuros y decisivos encontrados
a fuerza de raspar en la superficie del papel.