Imaginemos a una escritora bella como una orquídea,
cuyo afán de soledad le valió reputación de inaccesible
y vive envuelta en un cierto aura mítico, perfume irresistible
para un leal puñado de devotos lectores. Imaginemos ahora que
alguien llama a su puerta
una mañana, acude a abrir y ve a una joven despeinada, con
un diario en una mano y un paquete rarísimo en la otra, que
le dice con gran excitación: “Soy tímida pero tengo
derecho a tener mis impulsos; lo que usted escribió hoy en
el diario fue exactamente lo que siento, y entonces yo, que vivo enfrente
de su casa y vi su incendio y sé por la luz encendida cuándo
usted está con insomnio, yo, entonces le traje un pulpo”.
Revelación de un mundo reúne las crónicas
que Clarice Lispector empezó a publicar en el Jornal
do Brasil en 1967 (tras un descuido doméstico, dormirse fumando,
que le valió quemaduras e injertos en la mano derecha), y que
continuó haciéndolo de manera semanal hasta que, a principios
de 1974, el diario decidió prescindir de sus servicios. Más
allá de cuál haya sido la causa real de su despido,
estos textos dan material para inventar argumentos verosímiles.
“Crónicas”. Sí, está bien, pero, ¿de qué
clase? Crónicas que probablemente sólo una mujer –y
acaso “amparada” en el interés que el misterio de su vida despertaba–
pudo haber osado realizar. Lispector fuerza el género a su
antojo, hasta transformarlo en un medio de plena expresión
de su subjetividad. Un tono menor para una empresa mayor: la más
absoluta libertad de temas –como señala Amalia Sato en el prólogo–
y “la omnipresencia de su yo conflictuado”. Para Lispector, la descripción
de sus mucamas merece la misma atención que una carta dirigida
a un ministro. Condena la matanza de los indios y comenta la opinión
de un terapeuta sobre ella. Declara que las víctimas no deben
perdonar a los verdugos sino ejercer su crueldad, al tiempo que celebra
los pequeños placeres de la intimidad burguesa (la cama, la
buena comida, el jardín). ¿Compromiso social? ¿Frivolidades?
No hay contradicción alguna, por un lado porque la fuerza de
su estilo borra toda distinción, y por otro porque el fundamento
de lo heterogéneo se resume en el título de una de sus
crónicas: “Me hago cargo del mundo”.
Y el mundo son los mares, un vestido, los shows televisivos, Chico
Buarque, sus hijos, la belleza de Brasilia, los taxistas, su dolor
y su cólera, la primavera, los sueños y un sinnúmero
de otras cosas y, en el límite: Silencio. Por eso, aunque ella
“tenga el impulso” de usar el espacio de una “crónica” para
decir que se siente perdida en eso de ser una cronista y obtener dinero
a cambio de escribir, o mencione que algún lector devoto le
reprocha que esté depravando su pureza en un medio popular,
invita a la vez a suponer que en sus ojos panteístas el carácter
sublime del arte o del artista y lo popular, e incluso lo pueril,
integran un todo al que abraza en su conjunto.
La emoción, el candor, el capricho, la perplejidad, la ira,
tales son las encarnaciones que dan forma a ese generoso, exquisito
modo de la religiosidad en la escritura de Lispector. Amor al mundo
que imita al de Dios hacia sus criaturas. Imaginémosla ahora
con Jandira, su cocinera: “Una de mis hermanas estaba visitándome.
Jandira entró en la sala, la miró muy seria y de repente
dijo: ‘El viaje que la señora desea hacer se cumplirá,
y la señora está pasando por un período muy feliz
en su vida’. Yse retiró. Mi hermana me miró, espantada.
Un tanto intimidada, hice un gesto con las manos para significar que
yo nada podía hacer, al mismo tiempo que le explicaba: ‘Es
que ella es vidente’. Mi hermana me respondió tranquila: ‘Bueno.
Cada uno tiene la empleada que se merece’”.
Revelación
de un mundo
Clarice Lispector
Traducción de
Amalia Sato
Adriana Hidalgo,
Buenos Aires, 2003
330 págs.