Proyecto Patrimonio - 2013 | index | Carmen Martin | Autores |

 



 


 

La invención de Morel: Realidad, virtualidad y simulacro

Carmen Martin
Purdue University




.. . .. .. .. .

Las inflexiones apocalípticas y herméticas encontradas en la novela La invención de Morel, del autor argentino Adolfo Bioy Casares, guardan estrecha relación con el hecho de que ésta surge dentro de un contexto socio-político excepcionalmente caótico en Argentina.

La obra es publicada en 1940, es decir, durante la llamada “Década Infame” (1930-1943). En el transcurso de este período, una siniestra sucesión de golpes de estado, gobiernos fraudulentos y mandatos corruptos de inspiración fascista dominaron la esfera política del país. Sin ir más lejos, en el año 1930 se registraron diez pronunciamientos militares, seis de los cuales resultaron exitosos.

Es esta una era de dictaduras militares consecutivas, cuya primera ascensión golpista ocurrió el 10 de septiembre de 1930; momento en que la soberanía del general de tendencia conservadora José Félix Uriburu fue reconocida como “presidencia de facto” por la Corte Suprema argentina. Este hecho inaugura una categoría que serviría para legitimar, a lo largo de esta época, a todos los golpes militares que lo sucedieron.

Por otra parte, la economía sufría una gran crisis a nivel mundial. La caída de la Bolsa de Wall Street ocurrida el 24 de octubre de 1929, generó una recesión global, un alto grado de desocupación, un cese en los créditos internacionales como también una disminución general en la rama de las exportaciones.

Como consecuencia de esto, se instala en Argentina el modelo económico conocido como Modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI), patrón basado en la producción interna de de insumos y bienes industriales anteriormente importados desde otros países. Este modelo aparece en Latinoamérica luego de la Segunda Guerra Mundial y se sustenta en una política industrial activa, un aumento del empleo local y una baja dependencia de los mercados extranjeros, por medio del implante de trabas arancelarias a la importación y al incremento de la producción estatal en materias clave.

Es dentro de este ambiente sociopolítico caótico y cargado de incertidumbre donde aparece La invención de Morel, a la manera de una obra que se anticipa a uno de los más grandes conflictos de nuestro siglo: el vertiginoso avance de la tecnología y la compleja posición del hombre junto a ella.

La invención de Morel plantea, avant la lettre considerando su año de publicación, el problema del ser frente a un medio altamente tecnologizado, donde las categorías de verdad y realidad  se reformulan en sus fundamentos y sus bases. Aparece la noción de “simulacro”, en términos del filósofo y teórico Jean Baudrillard en La transparencia del mal, como el momento en que

La metafísica entera desaparece. No más espejo del ser y de las apariencias, de lo real y de su concepto. No más coincidencia imaginaria: la verdadera dimensión de la simulación es la miniaturización genética. Lo real es producido a partir de células miniaturizadas, de matices y de memorias, de modelos de encargo –y a partir de ahí puede ser reproducido un número indefinido de veces. (Baudrillard 5) (Las cursivas son personales)

La visión de Baudrillard se plantea, así, como una perspectiva interesante al momento de un acercamiento temático hacia  La invención de Morel. Esto es, la “suplantación de lo real por los signos de lo real, es decir, una operación de disuasión de todo proceso real por su doble operativo” (Baudrillard 8). Una “realidad/ simulacro” que se impone y que no tiene referente:

La simulación parte del principio de equivalencia, de la negación radical del signo como valor, parte del signo como reversión y eliminación de toda referencia. Mientras la representación intenta absorber la simulación interpretándola como falsa representación, la simulación envuelve todo el edificio de la representación tomándolo como simulacro (Baudrillard 12)

Entendiéndola de este modo, La invención de Morel se acerca a la problemática que, años después Phillip K. Dick llevaría al paroxismo en su novela ¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? (1968), cuya adaptación al cine –Blade Runner-, instalaría el tema en un contexto masivo.

Así, en La invención de Morel se propone la idea de una realidad (re)creada por el hombre, viable gracias a los avances que éste ha logrado en el campo de la investigación científica y tecnológica. Una realidad que puede ser detenida, puesta en marcha y vuelta a detener sin que sufra modificaciones o alteración alguna. Una realidad transportable, retenible, transferible y capaz de ser repetida hasta el infinito sin agotarse. Es decir, lo que advirtiera Baudrillard en Cultura y Simulacro en el 2005, es propuesto por Bioy, en su obra, con casi cuarenta años de anticipación.

La novela se abre en voz de un narrador que huye de la ley y que ha llegado a una isla sobre la cual circulan las más extrañas historias. La principal: se le conoce como un lugar afectado por una peste extraña y mortal.

De este modo el narrador se aproxima a la isla y, al mismo tiempo, decide comenzar la escritura de un diario que, desde un primer momento, da la impresión de ser una especie de carta de relación a la manera de los escritos de los antiguos cronistas de Indias: “Escribo esto para dejar testimonio del adverso milagro. Si en pocos días no muero ahogado, o luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante sobrevivientes y un Elogio de Malthus” (Bioy 12).

Es esta la primera vez que, dentro de la novela, se menciona al personaje de Tomás Roberto Malthus, demógrafo del siglo XVII que anticipaba el desastre inminente que había de traer la explosión demográfica y el mal manejo de los espacios habitables. En cuanto a la trama, esta es una primera señal de uno de los problemas planteados en la novela: el concepto de habitar.

Además, deja sutilmente planteado el tema de la intervención del hombre sobre su entorno y cómo esa intrusión, cada vez mayor,  más drástica e invasiva, podría tener consecuencias sobre el medio ambiente. Se vislumbra, asimismo, cómo aquello podría alterar el proceso de construcción de la identidad humana, así como la comprensión de la propia naturaleza.

Este énfasis inicial con respecto a las teorías de Malthus y las observaciones estrictamente limitadas al ambiente de la isla aparecen a la manera de una subtrama que va desplazándose paulatinamente ya que los temas centrales en torno a los cuales se construye la obra –los conceptos de realidad, inmortalidad, imagen y reproducibilidad de la experiencia-, comienzan a insinuarse conjunta y sutilmente desde el comienzo de la narración.

Es interesante el ritmo según el cual estas materias son expuestas en la novela; el narrador, mediante el contrapunto, registra datos comprobables y rigurosos en relación a los fenómenos naturales que percibe. Por otra, expone sus disquisiciones sobre los hechos anómalos e inesperados que prontamente comienza a advertir.

Es así que la llegada a la isla del personaje/ narrador, en la figura de un fugitivo, funciona como un relato introductorio en el que el personaje decide comenzar a escribir día a día lo acontecido en la isla, viéndo este proceso de escritura como una posible instancia de comprensión racional: “Pondré este informe bajo la divisa de Leonardo –ostinato rigore- e intentaré seguirla” (16). Este rigor estricto bien podría entenderse como un precario intento de redención e inserción social  por parte del personaje proscrito quien, a través de su bitácora, busca validarse frente a una colectividad a la que, por razones que no revela, ha dejado de pertenecer.  

Su huida, su naufragio y posterior llegada a la isla son, de alguna manera, etapas en las cuales el personaje expía su culpa y que funcionan como pruebas o instancias preparatorias para la llegada a la isla, idealizada –o proyectada-, como el lugar de la libertad. La descripción de la llegada del narrador a la isla es, a momentos, similar a la llegada del Peregrino a la isla en Las Soledades de Luis de Góngora: ambos son seres que huyen, que necesitan fundar una patria nueva lejos de toda comunidad, viendo en ello la posibilidad de superar adversidades que no son capaces de afrontar. En el caso del narrador de La invención de Morel, la llegada a la isla es, por una parte, una última posibilidad de no ser capturado y, por otra, la posibilidad de construir un contexto y un entorno nuevo, que le permitan superar su constante sensación de condenado.

En la novela, la isla se presenta como un lugar deshabitado y ominoso, sobre el cual abundan leyendas de epidemias y muerte. Por esto, en ella el personaje se siente a total resguardo de aquello a lo que más teme: los hombres. Son ellos sus perseguidores y potenciales verdugos. El personaje neutraliza esta amenaza por medio del proyecto del viaje que, de esta manera, funciona como escape y esperanza.

La isla se presenta como la ilusión de un paraíso particular que paulatinamente irá perdiendo dicha propiedad. La sensación del personaje pasa a convertirse así en una inseguridad que se hace cada vez más intensa. Lejos de acogerlo, pareciera que el lugar lo atacase mediante cambios drásticos, como son las violentas mareas que lo azotan, negándole, a su vez, las condiciones más básicas de sobrevivencia.

La isla aparece como un lugar salvaje e inhóspito. Esto hace aún más extraño el que existan en ella, según consigna el narrador en su bitácora, inmensas y absurdas construcciones de cariz ceremonial, como son un museo, una capilla y una pileta de natación. El referente simbólico de la capilla es evidente. El museo y la pileta apuntan a significados más complejos, que guardan relación, como explicaría Freud, con la “purificación por ablución.”

El museo se presenta como un edificio orgulloso de su carácter gratuito, injustificado y carente de utilidad o unidad lógica. La descripción que de él hace el personaje provoca la imagen de un edificio incoherente, un templo pagano destinado a la adoración de múltiples divinidades ya prescritas.

La vida del narrador en la isla es caótica y adversa. Debe, por fuerza, aprender a predecir el comportamiento de las mareas. Sin embargo, este conocimiento adquirido no lo libra de amanecer, cada dos o tres días, sumergido en el agua hasta la cintura. La “purificación por ablución” se manifestaría, de este modo, en la serenidad –al saberse libre de responsabilidad alguna-, conferida al narrador por el carácter no previsible del mar. Esto lo lleva a comprender el suceso como algo que está totalmente fuera de sus capacidades de dominio y que además lo impulsa, a través de un extraño mecanismo que le impide tomar cualquier tipo de resguardo, a ir al encuentro de aquello que se transformará en su objeto de deseo y perdición: Faustine.

Llegado a este punto, resulta en extremo perturbadora la imagen que de la isla ofrece el narrador: es un espacio inhóspito, de vegetación abundante que parece sucederse a sí misma, en un proceso de constante regeneración. La flora es una entidad que se intuye artificial en la aceleración no-natural de sus procesos: “La vegetación de la isla es abundante. Plantas, pastos, flores de primavera, de verano, de otoño, de invierno, van siguiéndose con urgencia, con más urgencia en nacer que en morir, invadiendo unos el tiempo y la tierra de los otros, acumulándose inconteniblemente” (Bioy 19).

La naturaleza de la isla incomoda, precisamente, porque no es natural. Ha sido alterada por Morel y su máquina perpetuadora que, en el procedimiento de reproducción de un espacio de tiempo fijo sobre sí mismo. Superpone lo simulado hasta el punto de hacerlo coincidir perfectamente sobre su modelo para, de esta manera, impedir su desaparición: “El doblaje de las cosas las expurga de su muerte, se hacen más auténticas bajo la luz de su modelo” (Baudrillard 18).

Es así como la isla comienza a comprenderse como una figura de la “hiperrealidad”, según la propuesta de Baudrillard en Cultura y simulacro; un espacio en el que los contrarios –lo real y su simulación, lo natural y lo artificial-, han perdido la calidad de opuestos. Se han aunado, han confluido y se han absorbido  los unos a los otros. En La invención de Morel la realidad ha sido codificada y condenada a repetirse indefinidamente, en ciclos idénticos, siempre igual a sí misma. Es así como aparecen, frente al incrédulo y desconcertado narrador, Faustine y los veraneantes.

El narrador da cuenta de su aparición inexplicable, descartando desde un primer minuto la posibilidad de que éstos sean producto de su fiebre o su alucinación. Los describe como

Hombres verdaderos, por lo menos tan verdaderos como yo… Están vestidos con trajes iguales a los que se llevaban hace pocos años: gracia que revela (me parece) una consumada frivolidad … Quién sabe por qué destino de condenado a muerte los miro, inevitablemente, a todas horas …Son inconcientes enemigos … que me privan de todo lo que me ha costado tanto trabajo y es indispensable para no morir. Me arrinconan contra el mar en pantanos deletéreos. (Bioy 14- 15)

Es claro, pues, la amenaza que significan estos seres incomprensibles que realizan acciones ilógicas y que, en su carácter inicialmente impredecible, violentan y desconciertan al narrador. Sin embargo, la máxima violencia la ejercen valiéndose de un medio mucho más sutil: a través de la omisión de su presencia. Esto lleva al narrador a comprender rápidamente que, por una razón que aun no es capaz de entender, estos personajes fingen no verlo. O bien, lo que resulta más inquietante: realmente no lo ven. Es aquí cuando comienza a establecerse el juego de imágenes, de reflejos y proyecciones dentro de La invención de Morel.

El narrador instaura el primer juego especular a través de la escritura de la bitácora donde registra sus descubrimientos y reflexiones de condenado. Encuentra, en el proceso racional que exige la escritura, la posibilidad de conservar la noción de realidad en un lugar físico que, por sus particularidades, atenta constantemente contra ella. Mas, al aparecer los veraneantes, el narrador se ve devuelto a su estado de inseguridad y peligro iniciales; teme ser entregado a la policía, descubierto y denunciado por los intrusos. Pero esta sensación de amenaza desaparece cuando comprende que para los recién llegados, él es –literalmente-, un ser inexistente.

Así, el narrador es súbitamente invadido por la urgencia de ser descubierto. De un momento a otro y sin ser capaz de advertir el desplazamiento de su necesidad, pasa de ser sigiloso observador a grotesco fantasma en pugna por salir de su radical invisibilidad. Y es justamente esta conversión la que lo empuja hacia el engranaje de la invención de Morel.

Es esta invención un mecanismo capaz de retener las imágenes de forma total –visual, táctil, olfativa y volumétricamente-; un artefacto creado con el fin de registrar los movimientos de Morel y sus acompañantes a lo largo de una semana y de forma absoluta. Morel, así, ha logrado crear una máquina capaz de reproducir las acciones grabadas a la manera de un film o una cinta cinematográfica, con la particularidad de poder proyectar el producto de su registro a perpetuidad.

El proceso según el cual el narrador comienza a relacionarse con los recién llegados está organizado según un esquema de razonamiento lógico- deductivo, lo que se condice con la lectura que Jorge Luis Borges, en su “Prólogo”, hace de la novela. En él, el autor propone un acercamiento hacia la obra como una ficción policial que inaugura el género en Latinoamérica, “trasladando a nuestras tierras y nuestro idioma un género nuevo”, para luego concluir: “No me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta” (Borges 10). El autor se centra principalmente en este rasgo de la novela, a saber, su construcción formal, donde los hechos son presentados con el objeto de provocar un trabajo deductivo por parte del lector, lo que se logra a través de personajes de gran capacidad analítica.

Condiciéndose con la característica señalada por Borges, el narrador demuestra y pone en práctica un alto grado de lucidez y capacidad de razonamiento[1]. Esta claridad reflexiva le permite establecer vínculos entre los hechos concretos que consigna en su escrito y las conjeturas que prontamente empieza a aventurar con respecto a los veraneantes y, principalmente, sobre Faustine.

Faustine se presenta como la primera conexión concreta entre la voz narrativa y los recién llegados. Su aparición marca el comienzo de la participación e investigación activa por parte del personaje frente a ellos. La aparición de la mujer provoca en el narrador una sensación de esperanza que lo atemoriza y a la que no debe, bajo ninguna circunstancia, sucumbir: “Esa mujer significa una esperanza. Debo temer a las esperanzas” (Bioy 13)

Es a partir de la aparición de Faustine que la atmósfera de la novela comienza a hacerse sofocante; su presencia instala una sensación de angustia y desconcierto dentro de la narración. Sensación que irá haciéndose cada vez más incómoda y radical por efecto de las conclusiones que el protagonista irá consignando en su bitácora.

Es aquí cuando, dentro de la novela, comienza a desarrollarse a cabalidad la problemática señalada inicialmente: el narrador se sabe irremediablemente ajeno a aquella realidad en la que ansía participar; certeza que se sustenta en el carácter esencialmente inaccesible y excluyente de ella. La sensación de exclusión se agudiza por el desconocimiento de los códigos y estructuras de los mecanismos que la conforman.

Es precisamente en el momento en que el narrador comienza a comprender el carácter “hiperreal” de su entorno, cuando la condición anticipatoria de la obra se manifiesta. El entendimiento adviene cuando el narrador, producto de un atento proceso de observación, comprende que el comportamiento de Faustine se repite de forma cíclica, secuencial y sin variaciones. Las acciones llevadas a cabo por la mujer son percibidas como una representación o reproducción mecánica de una única serie de acciones, diálogos y movimientos previamente ejecutados. Desde la perspectiva del hablante, la existencia de Faustine comienza a perder lo que en ella había de único e irrepetible, volviéndose una imagen vacía y carente de significación. Faustine, en este proceso, deja de significar como sujeto, transformándose en objeto de ansiosa, perpleja y estéril contemplación.

Bioy Casares, en este sentido, desarrolla en su obra un conflicto que ya había sido planteado por Walter Benjamin en “La obra de arte en la época de la reproducción técnica” y que en la obra de Baudrillard será tema central: la posición del ser frente a la máquina, inmerso en una red en la que el referente se hace cada vez más difuso e innecesario, al punto de volverse prescindible.

Benjamin, en 1934, comienza a  dar forma -en su reflexión en torno al arte-, al concepto de “aura”, propuesta en su ensayo “Pequeña historia de la fotografía” como “una trama muy particular de espacio y tiempo: irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que ésta pueda estar.” (Benjamin 75)

Es precisamente esta lejanía la que se vulnera por medio de la introducción de la reproducción técnica; ésta funciona como un mecanismo destructor del aura al hacer posible que la obra -o la imagen en el caso de la fotografía- pueda ser reproducida, seriada y despojada totalmente de su carácter irrepetible. Carácter que, de cierta manera, sostuvo por largo tiempo el concepto mismo de obra artística.

Benjamin ve, primero en la fotografía y luego en el cine, los procesos masificadores que habrían de conducir a un arte desprovisto de aura y, por esto, vulnerado en su autenticidad. Así, en la fotografía, el aura aún resistía el proceso de transformación en un valor meramente exhibitivo bajo la forma del retrato. Así lo plantea el autor en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”: “En las primeras fotografías vibra por vez postrera el aura en la expresión fugaz de una cara humana. Y esto es lo que constituye su belleza melancólica e incomparable.” (Benjamin 31)

Esta especie de melancolía con respecto al devenir del arte frente a los medios de producción, aparece en La invención de Morel como una horrorosa realidad. En ella, la potencial reproductibilidad ha sido aplicada ya no al arte o al objeto, sino a la totalidad de la existencia humana por medio del empleo de un “medio de alcance y retención” (Bioy 117) como es la máquina de Morel: un aparato cuya función primera y fundamental es la de contrarrestar las ausencias. En este punto es interesante analizar el discurso que Morel da a sus invitados, instancia donde revela la existencia de la máquina y su utilización.

Morel reúne a sus invitados y cual si leyera una sentencia presenta su invento, informando que éste ya ha sido usado sobre ellos. Lo hace de una manera sumamente perturbadora, ya que claramente el discurso va más allá: Morel, al hablar de su invento, describe su idea con respecto a la eternidad. Lo que busca no es el simple registro: es la supresión de la muerte por medio de un proceso de dilución y desplazamiento de la vida hacia otra esfera de existencia: aquella que ha quedado grabada en los rodillos de la máquina

En efecto, imaginaba que si bien las reproducciones de objetos serían objetos  …       las reproducciones de animales y de plantas no serían animales ni plantas. Estaba       seguro de que mis simulacros de personas carecerían de conciencia de sí …Tuve           una sorpresa: después de mucho trabajo, al congregar esos datos armónicamente,      me encontré con personas reconstituidas, que desaparecían si yo desconectaba el aparato proyector, sólo vivían los momentos pasados cuando se tomó la escena       … pero que, para nadie, podían distinguirse de las personas vivas (se ven como            circulando en otro mundo, fortuitamente abordado por el nuestro) (Bioy 106)

Morel comienza a desglosar el proceso según el cual fue dando forma a su invento y cómo, durante su proceso de prueba, se produjeron efectos que inclusive para él resultaron impensados.

El primero de estos alances se refiere a la calidad o categoría de existencia de la reproducción, en el momento en que Morel increpa a sus invitados: “¿Les cuesta admitir un sistema de reproducción de vida, tan mecánico y artificial? … Para hacer reproducciones vivas, necesito emisores vivos. No creo vida.” (Bioy 106)

La reacción de la concurrencia es dispar. Algunos lo toman con humor. Otros se ofenden. Sólo uno –Stoever-, comprende la real dimensión del invento al notar que, extrañamente, todos aquellos individuos con los que Morel probó su máquina cuando ésta estaba en proceso de perfeccionamiento, han muerto.

Ocurre la revelación: al ser registrados por la máquina, los seres vivos son despojados de su esencia –o bien, de su alma-, pasando a re-producirse en aquel otro nivel de realidad mencionado por Morel. Una dimensión paralela, sin referente e idéntica a sí misma –“hiperreal” en palabras de Baudrillard-, creada por y para la existencia de los simulacros. Una nueva esfera de la existencia en la cual seres artificiales –imágenes vivientes-, repiten las acciones y re-crean las sensaciones que tuvieron sus referentes al momento de ser grabados. Una prolongación de la vida, basada en la anulación de la sensación y la experiencia, por medio de un proceso de infinita repetición.

Es inquietante ver cómo, en el momento de la confesión de Morel, se instala definitivamente en la novela el conflicto entre realidad y virtualidad y, lo que es aún más complejo: la imposibilidad de definir taxativamente la naturaleza de los seres virtualmente creados. La máquina de Morel no crea vida, sino que la reproduce. Luego del proceso de registro, las imágenes retenidas reproducen los actos y palabras de su modelo, secuencial e indefinidamente. Pero estas criaturas virtuales tienen una particularidad que su inventor no pudo prever: su categoría de proyección les confiere independencia y la posibilidad de prescindir de su referente. Y para lograr este estatuto el sujeto que sirvió de modelo debe, necesariamente, desaparecer.

El referente, luego de ser grabado, entra en un estado de lenta descomposición, siendo su vida y su conciencia paulatinamente trasplantadas al simulacro.

Es en este momento cuando el narrador, al comprender por fin el funcionamiento y las propiedades de la máquina, decide probarla: “Primero hice funcionar los receptores y proyectores para exposiciones aisladas. Puse flores, hojas, moscas, ranas. Tuve la emoción de verlas aparecer, reproducidas y las mismas. Después cometí la imprudencia” (Bioy 142). La imprudencia es, claro, registrarse a sí mismo, partiendo por la mano izquierda.

El proceso entra en un punto de no retorno: el protagonista ya ha comprobado los poderes de la máquina de Morel experimentando con animales y plantas, al punto de no ser capaz de distinguir claramente cuáles son los originales y cuáles las reproducciones. Los efectos sobre su mano aparecen rápidamente: “Tengo un ardor continuo, pero débil. Se me ha caído algo de piel. Anoche estaba inquieto. Presentía horribles transformaciones en la mano. Soñé que la rascaba, que la deshacía fácilmente. La habré lastimado entonces” (Bioy 143). Así, el narrador se niega –racionalmente- a aceptar el horror que le provoca el innegable efecto de la máquina sobre su mano. Se resiste a asumir un proceso que deviene irreversible, buscando una explicación medianamente lógica –el haberse herido en sueños-, para de esta forma ponerse a resguardo de asumir una condición nefasta y evidente.

En un primer momento la proyección de su mano –imagen  monstruosa, si se tiene en cuenta que se presenta como una entidad viviente pero separada del resto del cuerpo, flotando aislada en el espacio-, le provoca una morbosa fascinación. Sin embargo, cuando la innegable destrucción de su mano real se le hace insoportable, recuerda un fragmento de la confesión de Morel que será fundamental: Morel se disculpa, habla de “una escena terrible”, lo que lleva al narrador a una conclusión brutal: “Por casualidad recordé que el fundamento del horror de ser representado en imágenes, que algunos pueblos sienten, es la creencia de que, al formarse la imagen de una persona, el alma pasa a la imagen y la persona muere” (Bioy 145). En este momento se produce la anagnórisis, la llegada al quid de la trama: las imágenes registradas distan de ser un holograma vacío, perfecto en su calidad de simulacro pero inofensivo en su carácter artificial. La invención de Morel succiona la vida –o bien, el aura- de quién se expone ante su ojo grabador. Así, el personaje comprende que su muerte es inminente, entendiéndola como un proceso de traslado de su alma desde su cuerpo físico real, al cuerpo nuevo (y en cierto modo ajeno), eterno y virtual, creado por la máquina:

Casi no he sentido el proceso de mi muerte; empezó en los tejidos de mi mano izquierda; sin embargo, ha prosperado mucho; el aumento del ardor es tan paulatino, tan continuo, que no lo noto … Frente al biombo de espejos, supe que estoy lampiño, calvo, sin uñas, ligeramente rosado. Las fuerzas disminuyen. En cuanto al dolor, tengo una impresión absurda: me parece que aumenta, pero que lo siento menos (Bioy 157)

La certeza del narrador en cuanto a su muerte se hace cada vez más fuerte, pero debido a la comprensión de los alcances de la invención de Morel, no la asume como un fin sino como un proceso de traslado a otro plano de la realidad. Es una progresión que al completarse provoca la muerte física e inicia la existencia en aquella otra dimensión: la de “los fantasmas” a los que el personaje hacía mención al tratar de describir las extrañas condiciones de existencia de sus entonces no comprendidos como tales, seres/ simulacro.

El proceso según el cual el individuo va transformándose en proyección es bastante complejo en el siguiente sentido: la muerte causada por la exposición a la máquina es una fase, una transición y, como tal, permite al sujeto que la sufre de forma conciente –como es el caso del narrador y como no es el de los invitados de Morel-, el volverse un espectador de su transformación en otro, sumergiéndolo en un estado de alteridad fatal que, dentro de la novela, se agudiza por el hecho de que el otro –la proyección- es también él mismo. Por un mecanismo inexplicable, aquel otro virtual comienza a contener y absorber, desde el momento en que se inicia su construcción holográfica, lo que tiene de único y esencial el individuo que le ha servido de emisor: su conciencia y junto con ello, sus nociones de verdad y realidad.

Esta ambigüedad provoca en el narrador una sensación dual: por una parte, las proyecciones lo horrorizan y, por otra, se produce lo que Baudrillard en La transparencia del mal llama “la seducción de lo extraño” (Baudrillard 175).

Es un movimiento complejo, en el cual el narrador espera poder comprenderse y realizarse por medio de la observación y los actos de su simulacro. El simulacro es el otro y en esta condición es capaz de ser el actor que interprete todo aquello que sus emisores no pudieron o no logaron realizar. La voz narrativa necesita de este reflejo, de sus acciones y movimientos –como en un primer momento necesitó su bitácora- ya que, al ser en parte él mismo pero paralelamente, al ser otro, pasa esta alteridad a ser la responsable de la existencia del narrador –como en un momento fueron las mareas-, cuya presencia se extingue en su tránsito hacia el estatuto de eternidad de la imagen.

Así, la muerte del sujeto se transforma en el único requisito que garantiza la posibilidad de continuar la contemplación del objeto de su deseo –Faustine-. Al mismo tiempo, el narrador ha llegado a la conclusión de que lo más seguro es que Faustine –la mujer real-, esté ya muerta; sensación que se hace cada vez más fuerte al observar los efectos de la máquina sobre su propio cuerpo.

En este momento, el narrador informa sobre la que será su última empresa: se grabará a sí mismo, a lo largo de siete días, de manera tal que luego le sea posible “editar” o superponer su propia imagen a las de Faustine, tomadas anteriormente por Morel, de modo que den la impresión de ser sólo una escena en la que ambos participan.

El proceso es sumamente complicado ya que supone la puesta en escena, por parte del narrador, de acciones en las que aparentemente “comparte” con los simulacros iniciales: seres para los cuales él no existe. La operación es semejante al procedimiento utilizado en el cine llamado “Pantalla Azul”, donde los actores, frente a una superficie plana y monocromática, han de realizar acciones que, luego de grabadas, se ensamblarán a otras creadas digitalmente –animaciones por lo general, como también espacios virtuales-, dando forma a una única imagen final, en la que ambos registros se funden.

Es esta la manera según la cual el narrador espera lograr el registro de un hecho –su coexistencia con Faustine- que, a pesar de no haber acontecido realmente, puede ocurrir en apariencia, dentro de la lógica de reproducción técnica que, al tiempo que lo vuelve “inmortal” por medio de su re-creación infinita, lo elimina como individuo:

Cuando me sentí dispuesto abrí los receptores de actividad simultánea. Han quedado grabados siete días. Representé bien: un espectador desprevenido puede imaginar que no soy un intruso. Esto es el resultado natural de una laboriosa preparación: quince días de continuos ensayos y estudios. Infatigablemente he repetido cada uno de mis actos. Estudié lo que dice Faustine, sus preguntas y respuestas; muchas veces intercalo con habilidad alguna frase; parece que Faustine me contesta. No siempre la sigo; conozco sus movimientos y suelo caminar delante. Espero que, en general, demos la impresión de ser amigos inseparables, de entendernos sin necesidad de hablar … Entré en ese mundo; ya no puede suprimirse la imagen de Faustine sin que la mía desaparezca (Bioy 155- 156)

En su proceso de virtualización el narrador va, sucesivamente, tomando distancia o bien, reformulando su noción de cuerpo como presencia: al grabarse, su corporeidad pasa a ser la evidencia de una ausencia, de un no-estar más que en representación. Se vuelve una forma que, para realizarse a cabalidad, exige la desaparición de su modelo. Sin ir más lejos, la perfección, el mayor logro en cuanto a fidelidad de imagen, es medido según el grado de degradación del original: “Mi alma no ha pasado, aun, a la imagen; si no, yo habría muerto, habría dejado de ver (tal vez) a Faustine, para estar con ella en una visión que nadie recogerá” (Bioy 159).

El narrador tiene clara conciencia de que su representación no será vista por persona alguna. Es un espectáculo vacío, en el que lo virtual en su capacidad de crear imágenes, ha reemplazado la realidad: “Crear una imagen consiste en quitar al objeto todas sus dimensiones, una tras otra: el peso, el relieve, el perfume, la profundidad, el tiempo, la continuidad y, evidentemente el sentido.” (Baudrillard 165)

De este modo, la realidad en la que se cierra La invención de Morel es aquella que el sujeto ha creado y que, sin embargo, no le es posible habitar: se ha vuelto simulacro, un reflejo superpuesto, enmarañado en una red conectada de imágenes que han eliminado a su referente. En la isla, el concepto de otro como salvación, como figura externa que enfrenta al ser y por medio del cual el individuo puede saber algo de sí mismo; es decir, el otro como posibilidad de conocimiento, ha desaparecido para siempre.

Es el espacio virtual llevado al paroxismo. En él, todo está construido en base a capas de información que se alimentan las unas a las otras en un proceso ininterrumpido, a la manera de un inmenso espectáculo sin espectadores. Una puesta en escena a cargo de espectros olvidados de sí mismos, largamente muertos, atrapados en un limbo tecnológico, cuyo único sentido es el de la repetición carente de objetivo.

La máquina de Morel hace del hombre un extraño para sí mismo, transformándolo en una imagen que simula –con afectación- ser un individuo conciente, en todo momento, del carácter extremadamente artificioso del espectáculo que ofrece: el hombre frente a la máquina. El hombre en y por la máquina, inmerso en un mundo creado por sí mismo, virtual e inhabitable, cada vez más próximo al vacío de su representación.

 

 

[1] En este sentido, Borges propone como figura paradigmática de la novela policial europea a August Dupin, el personaje de Edgard Allan Poe, aparecido por primera vez en la novela Los crímenes de la calle Morgue (1891). Borges, en el Prólogo” a La invención de Morel destaca la habilidad de Bioy en la construcción del enigma y en su capacidad de resolverlo mediante “un solo postulado fantástico pero no sobrenatural” (Borges 9)

 

* * *

 

Bibliografía

- Baudrillard, Jean. Cultura y simulacro. Barcelona: Kairós, 2005. Impreso.
  ---.  La transparencia del mal. Barcelona: Anagrama, 1991. Impreso.
- Benjamin, Walter. “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”.  Discursos interrumpidos I. Buenos Aires: Taurus, 1989. 17- 57. Impreso
   ---. “Pequeña historia de la fotografía”. Para una crítica de la violencia y otros   ensayos. Buenos Aires: Taurus, 1998. 61- 85. Impreso.
- Bioy Casares, Adolfo. La invención de Morel. Buenos Aires: Emecé, 1999. Impreso.
- Borges, Jorge Luis. Prólogo. La invención de Morel. Por Adolfo Bioy Casares. 1999. Buenos Aires: Emecé, 1999. 11- 15. Impreso.
- Freud, Sigmund. “Totem y Tabu”. Obras Completas. Luis López- Ballesteros ed. Vol. 2. Madrid: Biblioteca Nueva, 1992. 1745- 1810. Impreso.



 

 


 

Proyecto Patrimonio— Año 2013 
A Página Principal
| A Archivo Carmen Martin | A Archivo de Autores |

www.letras.s5.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
"La invención de Morel": Realidad, virtualidad y simulacro.
Por Carmen Martin.
Purdue University