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Como ese indio congelado (alcalufe o yagán, que la memoria
desdeña precisiones para llevarse sólo por ese bienestar entre nubes de
algodón que textos como éste dispensan) que con un brazo extendido copa
ese témpano a la deriva por los mares antárticos, el chileno
Francisco Coloane (Quemchi, Chiloé, 1910) pareciera como si
vagara por nuestra memoria aguardando a que nosotros, lectores de tierra
adentro, pobres mortales de fin de milenio, nos apercibiéramos, por fin,
de ese náufrago que desde la alta mar de la literatura de horizontes
abiertos llamara nuestra atención.
.......... Nuestra atención de
lectores españoles, pues otros lectores europeos (italianos, franceses)
llevan un tiempo leyéndole traducido (con lo cual nuestra pena hasta
ahora era doble: por no conocerle y por no compartir ese hermoso, limpio
y puro, nada contaminado, español chileno y marinero con el que escribe
sus libros Coloane). En la primavera pasada, Julio Ollero, un editor de
olfato y de oficio, publicaba un "texto mínimo", Tierra del
fuego y, sobre todo, la que posiblemente sea su obra maestra,
El camino de la ballena (y en Babelia, este verano,
José María Guelbenzu tal tratamiento le dio). Ahora, ese mismo editor
reúne con el título de En El corazón del témpano
(sí, sí, llega el olor del salitre de los mares de Conrad, London,
Stevenson y Melville y, por qué no, de Verne y Salgari) dos novelas de
los años cuarenta: El último grumete de la Baquedano, su
primera historia publicada, y Los conquistadores de la
Antártida; dos espléndidas novelas cortas de iniciación a
la vida.
.......... El editor ha
juntado acertadamente los dos relatos (mucho más narrativo, y mejor, el
segundo; más informativo y más relato de viajes, de memoria marinera que
de ficción, el primero), pues ambos comparten personajes, esos dos
hermanos que por fin se encuentran: el grumete Alejandro que de ser
pavo (polizón), en el último viaje del buque insignia de la
Armada chilena (es la Armada de los años cuarenta, nada que ver con
otros horrores recientes), acaba siendo radioperador en esa aventura
romántica de poner la bandera chilena en la Antártida que emprende su
hermano, el Jefe Blanco de los indios yaganes. Ambos relatos,
ciertamente, comparten personajes, pero, sobre todo, comparten un mismo
paisaje, hermosísimo en su virginidad salvaje y ecológica de último
confín de la tierra (esa Patagonia, esa tierra austral, donde el
Pacífico y el Atlántico, broncos, se echan un pulso desde siglos y desde
las páginas de los libros de siempre que hemos leído).
.......... Leer a Coloane, que
ha vivido él mismo todo lo que cuenta, es como una bomba de oxígeno que
estalla en el corazón de lector, causándole una gratísima sensación
embriagadora y narcotizante.
.......... No hay, en estos
textos, profundas inmersiones en la psicología de los humanos (nada que
ver, desde luego, este corazón de témpano con el corazón en las
tinieblas de Conrad, ni en el sueño de poner la bandera chilena en un
pedazo austral la complejidad del capitán Ahab en pos de la gran ballena
blanca).
.......... A mí Coloane, que
escribe en un estupendo español chileno y marinero, limpísimo (hay que
insistir en esto siempre), me recuerda como narrador a gente que no se
torturó la mente con bajadas a los infiernos y se dejó llevar por la
inmensidad del horizonte; a mí me recuerda Coloane a Julio Verne y,
también, curiosamente, a Pío Baroja. Es, en fin, un placer leer a
Coloane; oxigena, purifica, emociona.
por Javier Goñi
en El Pais, de España, 1999