FRANCISCO
COLOANE
Galope de esqueletos
Cuento
... Esa noche el viento se
había dormido antes que nosotros , fuera del bosque donde
pernoctábamos. Fue Facón Grande, el capataz de tropillas, quien nos
llamó la atención con un vivo gesto de cabeza:
-¿Oyeron? –dijo
ladeando una oreja hacia la umbría.
... El Largo y yo nos
pusimos a escuchar; al cabo de un rato sólo percibimos el rumor de un
gran pájaro blanco que cayó deshaciéndose entre el follaje.
- Son
los cuajarones de nieve que se caen de los árboles –dijo con desgano
al Largo.
-No, es el tranco de un caballo en los envaralados
-rectificó Facón.
... Nos pusimos de
nuevo a escuchar; pero otra vez volvimos a percibir sólo el ruido de
los trozos de nieve caían triturados desde las altas copas de los
robles.
... Todos estábamos
acompañándonos en torno a la hoguera que abría y cerraba con sus
llamas el corazón del robledal. Los caballos triscaban hojillas
tiernas en la linde oscilante de la luz de las llamas; los perros
dormitaban con sus hocicos enterrados en la ceniza, y nosotros
fumábamos un cigarrillo apenas terminada nuestra frugal merienda.
... El fuego ya había derretido nieve
en su derredor, y el rostro mojado de la tierra se asomaba cordial
después de tantos meses de ver sólo una costra blanca uniformando
todas las cosas.
... Aquel invierno
había sido largo y cruel en toda la extensión de la Patagonia.
... En Iemisch Aike, hubo necesidad de
arrear grandes manadas de yeguas salvajes para abrir senderos en las
nieve y poder rescatar los piños de ovejas que habían quedado
atrapadas en los campos altos, de veranada, con la caída de prematuras
nevadas.
... Con todo, fue imposible
sacar unos trescientos vacunos metidos en las estribaciones andinas
más altas, y ahora, a comienzos de primavera, íbamos en su búsqueda.
... Facón era el más baquiano en estos
montes. Lo opodaban así porque siempre llevaba un gran cuchillo con
cacha de plata, atrás, en la cintura; su nombre era José Díaz y
trabajaba de capataz de tropillas en la estancia.
... El Largo derivaba su apodo de su estatura,
formaba pareja con el capataz en el amanse de potros y era su ayudante
en la atención de las caballadas; se llamaba Basilio Oyarzo. Yo en
aquella época era Tomás Friend, capataz de la sección Chankaike de la
misma estancia. Diego “en aquella época”, porque antes fui Emiliano
Amigo, apellido que traduje por Friend, que me acomodaba mejor dadas
las circunstancias.
... De pronto, los
perros dejaron de dormitar, levantaron sus hocicos y empezaron a
husmear hacia la umbría. Al momento, sentimos el característico
gloc-gloc del tranco de un caballo sobre esos puentes de troncos
rústicos que se voltean en los pasos fangosos de los bosques. Los
perros saltaron por sobre las llamas y armaron una gran algarabía en
el corazón de la arboleda. Al rato, entreabriendo ramazones, apareció
un jinete en caballo zaino, seguido de dos perros que se refugiaban
entre sus patas, eludiendo el acoso de sus congéneres.
-Güenas
–saludó el recién llegado.
-Güenas –le contestamos.
-Puede
desmontar, si gusta –agregó Facón.
...
Espoleó su caballo hasta el tronco donde estaban nuestras
monturas.
... Se apeó, le aflojó la
cincha, le puso las maneas y se acercó al fogón.
... Disminuyó su figura al bajar del caballo; era
un hombre más bien bajo, vestido con perneras y chaquetón de cuero
crudo, de oveja, con la lana por dentro. Botas de media caña, bufanda
al cuello y gorro de piel de guanaco con orejeras para el viento.
-Todavía queda algo para churrasquear –díjole el Largo, mientras
le arrimaba una media paleta de cordero que quedaba en el asador.
-Gracias, muchas gracias –contestó sacando su cuchillo descuerador
y dando un tajo en la paleta. ... Se iba a
llevar el trozo de carne a la boca cuando sus perros lo miraron
lastimeramente y empezaron a gimotear. Entonces cortó el trozo en dos
y se los lanzó al hocico.
-Aquí hay otra para los perros –dijo el
Largo, y se levantó a buscar un trozo de carne de cogote que partió en
dos.
... El recién llegado cortó otra
lonja y se la llevó a la boca, tajeándola sobre sus mismos labios a la
manera gaucha; de pronto tuvo una especie de atoro, se agachó y empezó
a gimotear como sus perros.
-El humo de estas ramas verdes atora a
cualquiera –comentó el Largo, mientras atizaba el fuego.
-No es el
humo, compañero... Es el hambre...Hace tres días que no comemos.
... Era la primera vez que yo veía
llorar así de hambre a alguien en la Patagonia. Después de la Huelga
Grande del año diecinueve, los estancieros y los trabajadores habían
pactado un trato que permitía que todo hombre hambriento podía matar
una oveja en el campo, comer su carne y dejar sólo el cuerpo como
muestra del hecho, sobre el alambrado. Así, en caso de esa extrema
necesidad, el hombre no se consideraba un ladrón. Podía también
permanecer tres días en los puestos de la estancia, con alimentación,
alojamiento para él, sus caballos y sus perros.
-Hace tres días
que no puedo salir de estos montes –dijo, después que se hubo
serenado, y agregó:- No conocía el monte. Soy de la Tierra del Fuego,
de la parte donde no hay montes. Me perdí ... Me llamo Enrique Boney.
... Comió abundantemente de la paleta.
Después le cebamos unos mates. El Largo había ido en busca de unas
brazadas de ramas para armarse su cama, cuando Facón le ofreció su
tabaquera para hacerse un cigarrillo; pero al lanzarle el envoltorio
de tabaco por encima de la hoguera, el recién llegado entreabrió las
piernas, yendo la tabaquera a parar al suelo mojado. Con azoramiento
la recogió y la limpió con la manga de su chaquetón.
... Vi que los ojos de Facón se clavaron como dos
ascuas inquisitivas sobre el afuerino, y luego se volvieron hacia mí
como si quisieran decirme algo.
... No
pudieron decírmelo sino el otro día en que bosque adentro íbamos al
tranco de nuestras cabalgaduras, en espera del Largo, que había ido a
encaminar al tal Boney hasta el encuentro de la pampa.
-¿Se dio
cuenta de lo de la tabaquera?
-¡Sí –respondí mecánicamente,
mientras miraba la negra grupa de su caballo.
-Fue raro, ¿no le
parece?
-Raro... –repetí por contestar algo, pues en realidad no
me daba bien cuenta de lo que Facón quería decirme.
-No sería el
primer caso. En la Huelga Grande nos encontramos con una española que
andaba así, vestida de hombre.
-¿Cree usted que se trata de una
mujer?
-Solamente una mujer abre sus piernas para recibir algo en
sus polleras. El hombre las junta.
-Le confieso que no me había
dado cuenta de eso...
-¡Bah, yo creí que se había enterado cuando
nos miramos! Entonces callemos esto. Puede ser nada más que una
sospecha mía, y no hay para qué andar levantándole la cola a la gente
para ver de qué se trata.
... En esos
mismos momentos nos daba alcance el Largo y no hablamos más del
asunto.
... Sólo que en la segunda
noche en aquellos bosques ya no pude dormirme inmediatamente, y me
recosté sobre mis precarias pilchas tendidas en mullidas ramas de
roble o manera de colchón. Se me aparecía el afuerino, con su gruesa
cacha de rebenque dándole vueltas entre los dedos, las chispitas de
sus ojos grises, el pelo que le asomaba como una mata de pasto coirón
debajo del gorro de piel de guanaco, y entreabriendo las piernas, como
una hembra, para recibir algo en su regazo.
... Primero fueron los cóndores revoloteando
sobre lo alto de una quebrada; después los caranchos, con sus ojos
rojo ahítos, los que nos encaminaron hacia el lugar donde había
parecido el piño de vacunos que buscábamos. Algunas aves de rapiña
casi no podían volar al momento de acercarnos, así estaban de llenas
con el festín. Este había comenzado hacía ya bastante tiempo, por la
forma en que los esqueletos ya blanqueaban a la intemperie. Sin
embargo, abajo, adentro del bosque aún pudimos encontrar algunos con
el cuerpo entero, que fue lo único que logramos rescatar de todo aquel
piño extraviado.
... La catástrofe se
había producido cuando los hielos se aflojaron. Los animales
permanecieron ramoneando hojas de robles que sobresalían por sobre la
nieve, creyéndolos seguramente arbustos. Cuando en realidad se trataba
de las altas copas de los árboles. Al llegar la primavera el planchón
de nieve y hielo, sostenido por los troncos que configuran una
verdadera bóveda, se aflojó, desplomándose con el peso de la
animalada. Esta había quedado engarzada entre los ramajes, de los
cachos algunos, ensartados y despanzurrados otros; pero todos más o
menos en la posición de un galope estático, grotesco y macabro, cuando
las aves de rapiña dejaron aquellos esqueletos mondos. Sólo el viento
del oeste silbaba entre esos huesos descubiertos dándole al rumor del
follaje un lamentoso ulular que no tenía en otros lugares. Así fue
como soñamos con un rumor de carros y caballadas en los campos de la
sección Chankaike o Barranca Blanca.
Sus Mejores Cuentos
Editorial Planeta.