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..... Al
oriente del varadero, en "la tierra de la punta", en una casa construida
sobre pilotes de madera alquitranados, mi madre, Humiliana Cárdenas Vera,
campesina de Huite, hija de Feliciano Cárdenas y de Carmen Vera, me dio a
luz a las cinco y media de la mañana, el 19 de julio de 1910. En esos
días, mi padre, Juan Agustín Coloane Muñoz, andaba navegando de capitán de
barco de cabotaje.
..... En la casa
había una especie de puente de tablones para ir del comedor a la cocina.
En la alta marea, el oleaje llegaba hasta debajo del dormitorio y así no
demoré mucho en pasar del rumor de sus aguas al de las aguas del mar.
Hasta hoy me acompañan el flujo y reflujo de esas mareas y sangres. La voz
de mi madre y el rumor del mar arrullaron mi infancia. Los sigo amando y
temiendo. De madrugada ella me gritaba siempre: "¡Panchito, arriba, está
listo el bote!". Y yo me levantaba a regañadientes para tomar desayuno y
embarcarme en un bote de color plomo, de cuatro bogas, hecho de tablas de
ciprés y cuadernas de cachiguas, que nos llevaba al alto del estero de
Tubildad. Allí teníamos siembras de trigo, papas, linaza y legumbres, y
nuestros animales: algunos cientos de ovejas y unos cientos de
vacunos.
..... En
nuestro bote demorábamos cerca de una hora de Quemchi a Tubildad, según la
corriente y el viento. Había que doblar el promontorio de Pinkén, extraña
formación sedimentaria que penetra al mar como un angosto paredón
selvático, con una abertura en el centro por donde se puede pasar en
pleamar para acortar la navegación.
..... En lo alto del promontorio siempre había un
martín pescador al acecho, que se desprendía de las tornasoladas bromelias
como una saeta para zambullirse y emerger luego con un pejerrey o un
robalo en el pico. A veces una foca nos seguía como un perro cuando los
remeros le silbaban. Los cahueles, como llaman allá a los delfines,
bufaban saltando a nuestro derredor. Una vez vi uno blanco jugando con uno
negro. Saltaban al aire, se daban vueltas y caían como tirabuzones. Esto
ocurría en primavera.
..... Cerca de la
playa de Tubildad había un gran banco de choros grandes, de los llamados
"zapato" por su tamaño. Deteníamos a veces el bote y con una fisga, una
vara de luma astillada en cuatro partes en su extremo, separadas las
hendiduras con clavijas, ensartábamos los choros que queríamos. Los buzos
acabaron después con este banco de gigantescos moluscos.
..... En lo alto de Tubildad teníamos una casa de
madera de piso y medio, con dos miradores, uno de los cuales daba a un
lago bordeado de bisques en sus extremos y con pampas suaves en sus
costados. En la otra orilla se divisaban casas con arboledas de manzanos,
humos y gentes con sus siembras y cosechas. Aquello para mí era un país
lejano. El mío estaba en esta orilla, donde teníamos nuestros sembrados,
que a veces los coipos venían a destrozar. Los perseguíamos con perros,
les colocábamos trampas y hasta entrábamos a la laguna en un bongo para
cazarlos, lo mismo que a buscar huevos de patos silvestres.
..... Al frente de nuestra casa, después del camino
de entrada, mi madre cultivaba una huerta-jardín, donde había de todo,
especialmente frutillas que vendía en el pueblo, grosellas y frambuesas.
Mi padre había traído blancas costillas de ballena y vértebras que servían
de asientos y mesas. Yo jugaba entre esas grandes osamentas sobre el
césped y las flores, y me sentía como un Jonás, navegando por el vientre
de un cetáceo. De allí tal vez provenga mi romanticismo por la caza de
ballenas. Si hubiera sido poeta habría escrito una gran poema de un niño
navegando por las profundidades de los mares y pasando de una ballena a
otra como los astronautas en el espacio. Es curioso: dicen que la vida y
el hombre vienen del mar, pero aunque aquel ya ha caminado por la luna,
todavía no ha podido hacerlo por las grandes profundidades
marinas.
..... Un vecino de Tubildad,
puerto muy próximo a Quemchi, autóctono del lugar, me ha contado que la
palabra viene de quenche, que quiere decir "gente de cabeza grande". El
abogado Carlos Olguín, oriundo de Quemchi, en su trabajo sobre
Instituciones políticas y administrativas de Chiloé en el siglo XVIII, nos
cuenta que ella significaría "lugar de hombres sabios". Ojalá fuera así.
Sin embargo, no hay que olvidar que todo ser humano, pueblo, etnia, raza o
nación, se ha creído el ombligo del mundo, lo que ha llevado a los peores
desastres de la humanidad. Quemchi no podría ser una excepción.
Salir a suplicar gente
..... Mi
padre era un autodidacta del mar, como yo de la literatura. Solo que yo
nunca pude usar la pluma como él su arpón. Me cuentan que primero anduvo
en las "lobadas", como se dice allá en las cacerías de focas. Luego fue
patrón de chalupas balleneras que pescaban para la factoría de Corral. Era
la época en que se cazaba con el arpón de mano. Más tarde cazó el cetáceo
con cañón arponero en la Yelcho, nave de la que fue capitán. Fue este
mismo barco, adquirido por la Armada y al mando del piloto Pardo, el que
salvó a Shakleton en la Antártida. De mis abuelos paternos, solo escuché
hablar de la "abuela Muñoz" y de un tal "Pancho Yegua", que vivió sus
últimos años en una casa solitaria.
..... Con el tiempo permanecíamos más en Tubildad que
en Quemchi, yo montando ya a mi propio caballo, un mampato negro llamado
Huaso. Con él me iba de Tubildad a Huite, a aprender las primeras letras a
la escuela rural. Me acompañaba de a pie Virginia, hija de un inquilino,
un poco mayor que yo.
..... En nuestros
bolsones de loneta, Virginia y yo llevábamos la pizarra, el "lápiz de
leche" (un lápiz de mina blanca que hacía las veces de tiza), con una pita
amarrada al marco de madera, y el silabario Matte, cuya primera lección
empezaba por OJO, ilustrada con un gran ojo de párpados abiertos sobre la
palabra. Este ojo de pestañas negras me ha perseguido toda la vida:
hermoso cuando lo veo en una niña, sombrío en una mujer, trizado en una
vieja.
..... Mi abuelo Feliciano murió
aplastado por un árbol que hacheaba en un bosque alto de su propiedad. Lo
encontraron con el tronco sobre el pecho. Cada vez que visito el
cementerio de Huite llego hasta su tumba, que siempre conserva un avellano
como tratando de arrancarlo de sus raíces. Tantos derribó su hacha de
leñador que "el que a hierro mata", a veces con el árbol de la vida muere.
Por su edad debe haber calculado mal los últimos tres hachazos que se dan
en el tronco al otro lado del corte y que determinan la dirección en que
el hachero quiere que caiga el árbol.
..... ¡Qué noches estas en que un niño por primera
vez olfatea los rastros de lo que llaman muerte! Había escuchado músicas
celestes y las imágenes religiosas con que mi madre y mi hermana decoraban
sus habitaciones. En noches de tempestad junto a su brasero de cancagua,
se acordaba de su marido y de su hijo que navegaban, rezaba por ellos;
pero no dejaba de tomar su mate con sopaipillas. En el día de los muertos,
plena primavera, la gente iba al cementerio portando coronas de
siemprevivas, lianas que se arrastran como un llanto luminoso bajo el
bosque, adornándolas con los dorados "zapatitos de la virgen" o la
restallante y diabólica granada del sonrosado ciruelillo.
..... "Hay que salir a suplicar gente", decía mi
madre cuando llegaba el tiempo de cosecha o de siembra. Se pagaban por
estas labores ochenta centavos diarios, más tres comidas en la cocina de
techo de paja que se levanta solitaria en el fondo del patio. Los
trabajadores, pequeños propietarios, no tienen mucha necesidad de trabajar
para otros y de allí lo de "suplicar". En verano llegaban de vacaciones
mis hermanos Alberto y Claudina, ambos mayores que yo. Habían dejado el
seminario y las monjas. Veo a Alberto guiando una yunta de bueyes para
arar. Es un mancorna no bien amansada y se le viene encima. El boyero huye
a las perdidas, dejando al hombre del arado batiéndose solo con los
novillos encabritados. La gente se ríe burlonamente de mi hermano, y
comenta que con sus altos estudios ya ha perdido la costumbre de arar con
sus propios bueyes. Claudina asistía cual toda señorita, con sus tejidos y
bordados, y se sentaba en un extremo del trigal para "vigilar a la gente".
Las echonas resonaban mientras tejía y yo correteaba en medio de los
trabajadores. No me permitía entrar en su pieza decorada de santos e
imágenes. Una vez me dijo que Dios estaba en todas partes y que si yo
hacía algo malo desde el arrayán del patio me estaría observando para
castigarme. Le contesté si me creía tonto; sin embargo, creo que debo
haber usado una palabra más irreverente porque me dio un tapaboca y me
echó escalera abajo.
..... Oía decir a
menudo que la gente se iba para Argentina a buscar trabajo. Una mañana
desperté solitario en la pieza en la que dormía, junto a la de mis padres,
en Tubildad. Llamé a mi madre y nadie me respondió. Solo el silencio. La
casa estaba sola, vacía y habían cerrado la puerta con llave. Las ventanas
son fijas. Me encuentro encerrado. Miro a través de los vidrios y grito.
Nadie. Salgo al camino real y me voy caminando hacia el sol. En la lejanía
aparece de pronto mi padre con algunos hombres de trabajo. Me pregunta
para dónde voy. Le contesté que "para la Argentina". Me toma en sus brazos
y viene conmigo de vuelta a casa. No puedo precisar la edad que tenía
cuando por primera vez me fui a Argentina a buscar trabajo y tuve que
volver en brazos. Como tampoco cuando le daba de comer al caballo Maule,
un negro cariblanco de gran alzada comprado en Osorno, junto a mi pequeño
Huaso. Ponía el manojo de avena en la trompa del grande y cuando este iba
a dar la mascada, se lo pasaba al chico. De repente siento los dientes del
Maule que rasgan mi cara. Corro a gritos, espantado por el dolor y la
sangre. Las cicatrices de los dientes del caballo quedaron mucho tiempo
marcadas en mi mejilla izquierda. A veces me sobo la cara como si aún las
conservara; tal vez por eso me habré dejado barba. Mis padres se asustaron
tanto como yo. Sin embargo, mi Rosa Millalonco más; pero después me dijo
que el caballo podía haberme comido, y luego botarme como bosta en el
pasto o entre los troncos, igualito que los excrementos del trauco, un
hongo amarillo que después de la lluvia sale en los palos
podridos.
Dios malo, Dios bueno
..... Del
mar sacábamos calamares y pulpos grandes. Las pinucas las preparaba a la
manera china, tostadas en las brasas. La famosa piedra puntuda es una
verdadera baliza puesta por la naturaleza a la orilla norte del canal de
Caucahué. Cilíndrica, terminando en cono, señala las grandes mareas cuando
queda en seco. En sus alrededores, cubiertos de laminillas, huiros y
sargazos, entre piedras de todo tamaño y trechos arenosos, tendíamos las
lienzas con anzuelos y carnadas de holoturias. Había ostras, caracoles,
pancoras y, en ciertas épocas, cangrejos grandes y amarillos que se pescan
de noche con faroles y chonchones. Vienen hacia la luz y se cogen con la
mano.
..... Una diabetes aguda
desembarcó a mi padre a los 54 años de edad. Él murió el 11 de agosto. En
tierra enflaqueció y envejeció rápidamente. Lo veo junto a un gran brasero
y me pide que le traiga el diario. Me equivoco en la fecha o le traigo una
revista de las que acostumbraba a leer, recostado en el sofá del costurero
de mi madre. Se enoja y por primera vez me castiga en la cara con su ancha
y ya enflaquecida mano. Solo otra vez me había pegado con cierta dureza.
Lo recuerdo todavía. Fue cuando metí el dedo entre las valvas de una
cholga puesta con otras en una vasija para el curanto. Gritos, llantos y
la cholga colgando. Tomó una cuchara y dando con el revés en la concha la
partió, liberándome de la tortura, mas, con la misma cuchara, me dio en la
boca para que no siguiera llorando.
.....
Aprendí su lección y esa noche no lloré. Mi madre me despertó ese
fatídico 11 de agosto de 1917, gritándome: "Levántese, el papá está
muriéndose". Corrí a la pieza contigua y él alcanzó a tomarme de la mano.
Con voz apagada me dijo: "Volvamos al mar". Su rostro ceniciento se
inclinó hacia la pared y sus dedos se soltaron de los míos como si fueran
la cabilla de un timón, dejándola a la deriva. Llovía torrencialmente; mi
madre no llamó a nadie y se puso a llorar a solas con su
muerto.
..... La lluvia tiene olores y
colores como los frutos de los avellanos de la tierra en que nací, y lo
que más recuerdo de esas lluvias de mi lejana infancia es su transparencia
empozada en los charcos sobre el pasto después que ha pasado en temporal.
Es como si se hubiera cuajado la mirada de Dios sobre la hierba. Un Dios
bueno, el que me enseñara a amar mi madre desde la cuna, no así el Dios
malo con que me amenazaba mi hermana Claudina, espiándome desde las hojas
de los árboles para castigarme por lo que hacía o no hacía.
..... Hay veces en que despierto al borde de un
abismo donde termina el mar de mi infancia; pero siempre encuentro a
alguien a mi lado. O una música lejana que viene de mis islas, traída por
el tamborileo de la lluvia sobre los techos del viento. Bajo esas aguas
del tiempo y en el fondo de mí mismo, no veo otra cosa que un hombre, una
mujer y un niño, jugando con un bote a orillas de nuestro mar interior de
chilote, al cual le han puesto un mástil y un timón, esperando un soplo en
la vela, para hacerse a la mar entre las islas.
en El Mercurio, 9 de noviembre de
2001
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