Su padre, el
capitán de barco ballenero, al momento de morir le dijo: "Volvamos al
mar". Cuando al hijo le llegó la hora, empleó la misma expresión
paterna: "Volvamos al mar".
El
lunes 5 de agosto de 2002 se despidió en secreto de Eliana, su mujer.
Le entregó también su última voluntad: no digas a nadie que me he
muerto, espera un par de días. Y luego, que me cremen calladamente. En
seguida, como mi padre, volveré al mar.
Siempre volvió al
mar el más anfibio de los escritores chilenos, con un pie en la tierra
y otro en el agua. Se reintegra al ciclo de la naturaleza, que ese
autodidacta amaba y convirtió muchas veces en alegorías asombrosas.
Desde su isla natal de Quemchi al Cabo de Hornos y a la Antártica
contemplaba el coirón, el pasto de las estepas magallánicas, pero
también fijaba los ojos en los astros.
Es uno de los
hombres a quienes más les he escuchado hablar de las estrellas. En
medio de las borrascas de la Tierra del Fuego siempre miró y amó el
paisaje interminable y salvaje. Sabía que para que éste fuera un tema
literario y revistiera la grandeza trágica era necesario que lo
transitara el ser humano. Redescubre la alianza entre hombre y
naturaleza, pero también navega por dentro del caminante de los
últimos confines. Realiza el viaje interior, se aventura en los
ventisqueros y golfos misteriosos, a veces inenarrables, en la
sicología de los tristes, los tiernos, los crueles y los
solitarios.
Francisco Coloane
incorporó a las letras universales las tierras finales del globo. Y lo
hizo con una de las prosas más precisas y cristalinas que registra la
literatura contemporánea. Completó el mapa entrañable de esas
latitudes australes, como Jack London lo hizo con los extremos
septentrionales. Allí trenzó también el nudo dramático: no la fiebre
del oro sino la quimera del oro, como un Chaplin trágico, no cómico,
que concibe la desesperada búsqueda de la riqueza, como una tarea
titánica casi siempre infortunada.
Junto a Baldomero
Lillo permanece como el más grande cuentista chileno del siglo XX.
Coloane no es un observador o recreador fotográfico sino un hombre que
dentro de cada palabra introduce una entraña, cierto estremecimiento
que se transmite a los lectores de muchas lenguas. Es elocuente y
sintomático que de repente en Francia, cuando él ya ha cumplido
ochenta años, se lo haya descubierto como "el milagro Coloane". Y que
lo saluden y lo hagan suyo en remotas comarcas. En el futuro, quien
lea sus páginas sentirá asimismo que está descubriendo algún ángulo
desconocido en la historia del corazón humano. Lo suyo sigue siendo
válido para todos los tiempos y sus obras son traducibles a todos los
idiomas porque él habló el lenguaje único e insuperable: el de la
verdad, la sinceridad. También de la esperanza y la desolación del
hombre que busca la felicidad sin encontrarla.
Los pianos del
océano
Neruda lo llamó
"el hijo de la ballena blanca", en alusión al libro de Melville, que
Coloane leyó apasionadamente. Pero lo cierto es que él hablaba poco de
literatura. Cuando citaba libros se trataba de páginas traspasadas por
el sentido, por la tristeza, por la aventura riesgosa, a ratos
sombría, que chocaba con el triunfo imposible.
Buscaba a los amigos
para compartir, hablar de la vida. En aquellas conversaciones se lo
podía ver indignado ante las injusticias del mundo. Era hombre puro y
recto, ávido de amor.
Su voluntad final de morir en silencio y
de ocultar la noticia de su deceso por cuarenta y ocho horas pareció a
muchos extraña. Creo que nunca antes sucedió un caso así en la
historia de la literatura chilena. Su padre, el inolvidable capitán de
barco ballenero, era desconocido para el gran público, un anónimo cuya
muerte quizá fuera registrada por unas pocas líneas en un diario de
Magallanes. Él quiso morir en la misma manera, en silencio. No
necesitaba discursos en su tumba que recordaran cuán extraordinario
escritor era. Siempre se sintió incómodo con las alabanzas. Era hombre
de mar y de estepa, que siempre quiso estar en relación con el agua y
dormir finalmente en sus profundidades, como una gota o un gramo más
de sal. Mal que mal, lo primero que vio cuando nació fue el océano.
Cuando le llegara la hora deseaba retornar a us orígenes
insondables.
En Francia lo vi en uno de esos tormentosos festivales
dedicados a los escritores navegantes. Contaba, ante el
deslumbramiento del auditorio, la historia de ese barco lleno de
pianos que venía de Europa hacia Chile y naufragó en el Estrecho de
Magallanes.
Con el tiempo el mar se volvió músico, porque los
pianos empezaron a hablar y a cantar. Era una melodía traspasada por
el enigma, ejecutada en el teclado, accionando las cuerdas interiores
sacudidas por el movimiento oceánico. Se oían sonatas, patéticas, como
lamentos de ahogados; allegros tempestuosos o insólitos arpegios,
resonancias inauditas que cautivaban a los viajeros que cruzaban por
esos parajes de vida o muerte. Al parecer, el relato de Coloane es
verídico. De lo que no me cabe duda es que para él no sólo era real.
Lo consideraba también una expresión de la belleza
cósmica.
Recuerdo a Coloane como un ser conmovido. No olvido su
llanto incontenible cuando su esposa Eliana se encontraba en China y
él no podía viajar a verla. Físicamente tenía trazas de gigante
armonioso. Si alguien lo comparó con un toro, ocupaba su fortaleza
física para enfrentar al injusto, al prepotente, al que trataba de
atropellar la dignidad de las personas. Desde muy temprano se definió
políticamente, ingresando primero al Partido Socialista y luego al
Comunista. Nunca quiso ser dirigente ni tener cargos. Se consideraba
una persona de base. Quería vivir, vivir a plenitud, escribir,
seducido por la belleza y animado por la bondad. Y hay que usar la
palabra bondad porque lo define bien.
No cabe un adiós para
Pancho sino un hasta siempre. Noble Hermano. Incomparable. Uno de los
hombres más puros que hayan pasado entre la tierra y los vendavales,
para instalarse ahora en su morada ancestral, la de su padre: el mar
de todas las tormentas y los más grandes horizontes.
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