por José
Zalaquett
Allá por el año 1971 ó
1972, Adolfo Couve solía decir que pintar le resultaba demasiado fácil
y que el verdadero desafío que enfrentaba era escribir. Por ese
entonces ya había publicado un breve libro y durante los diez o doce
años siguientes se dedicó por completo a la literatura. Sólo
retomó los pinceles, alternándolos con la pluma, a partir de 1984 y
siguió pintando hasta pocas semanas antes de quitarse la vida, el 11
de marzo de1998.
¿Creía Couve realmente que el oficio de pintar
no tenía secretos para él? Claro que no. Nunca se llamó a engaño
y tenía clara conciencia tanto de sus dotes excepcionales como de sus
limitaciones. Lo que sucede es que le encantaba espetar esas
frases, breves y definitorias como certeros brochazos. Sin
embargo, en otras ocasiones no tenía problemas en admitir, con
desarmante sinceridad, que "le faltaba dibujo", lo que es
relativamente cierto, aunque su dominio de la composición, el color,
la luz, la expresividad de la pincelada y el espesor de los
pigmentos, fuera tan acabado como para que esa pequeña carencia
quedara relegada por entero a un segundo plano, salvo, quizás, en
algunos retratos y autorretratos.
Sin embargo, la verdadera
limitación de este fino artista, como se puede apreciar en Una
lección de pintura, la primera gran exposición sobre su obra
pictórica, que se exhibe actualmente en el Museo de Bellas
Artes, no dice relación con su oficio sino con su horizonte
estético. Se ha dicho que Couve vivía en el arte del pasado,
aunque no lo imitaba sino que lo recreaba. Cierto. Adolfo Couve
asimiló las enseñanzas de la historia de la pintura desde el
Renacimiento hasta el Impresionismo y los pintores intimistas de fin
del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Entre los artistas
chilenos, sus modelos fueron Juan Francisco González y, sobre todo,
Pablo Burchard.
Sin embargo, su mirada hacia el pasado no
responde a un afán retrógrado. Couve era uno de esos espíritus
sensibles que se sienten ajenos a su propio tiempo, cualquiera que
éste sea, porque perciben demasiado intensamente el sin sentido, la
mezquindad y la falsía de la empresa humana, por encima del
estruendo de las modas, las pasiones y los idealismos
espúreos. Por ello, no son capaces de sumergirse en el bullente y
contaminado caldero del quehacer contemporáneo, donde también se forja
el legado artístico que su época entregará a la posteridad. Se
refugian, entonces, en las formas artísticas del pasado las cuales
recogen, ya desmalezadas por la historia, como la más noble herencia
del espíritu humano.
Hacia finales de los años sesenta y
comienzos de los setenta, Couve fue descalificado por sus pares y por
la crítica como un pintor que se movía a contrapié del progreso o la
revolución. Despejada la humareda de esos años, las generaciones
que crecieron entre los escombros de la desilusión, comenzaron a mirar
con una admiración y un respeto lindantes en la devoción, la figura
casi mítica de Adolfo Couve recluido en Cartagena, consagrado a su
oficio, a la belleza y a sus dolores. Recién entonces la crítica
decidió reivindicar a Couve, pero colocándole la etiqueta de artista
posmoderno o contemporáneo de nuevo cuño, que habría sido premonitorio
en su temprana desconfianza sobre el progreso indefinido de las
formas.
Por el contrario, como lo demuestra la esperada
exposición del Museo de Bellas Artes, Couve merece ser valorado dentro
de sus propios términos. No fue un gran maestro ni un innovador, sino
un artista consumado y honesto, que creó obras de perdurable belleza
dentro del único sistema de formas que sintió como
propio.
Revista Capital, Número 93,
27 de septiembre al 10 de octubre de
2002
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