Un
duende y una novela:
sobre una obra de Adolfo
Couve
Prólogo a El cumpleaños del señor
Balande, Editorial Universitaria,
Santiago, 1991, págs.
9-19
por ADRIANA
VALDES
...
Adolfo Couve se aparece por la narrativa chilena como un duende. La
literatura no es su lugar de origen. Su primer oficio es y era la
pintura: pinta y enseña historia del arte. Para él, dice, lo que sale
fácil es
pintar, y escribir es oficio riesgoso, angustiante, Sus textos bien
hechos, atraen la lectura. Al mismo tiempo, desde el punto de vista de
la crítica, que siempre anda buscando parentescos entre las
narraciones contemporáneas, crean ciertas extrañezas. Rehúsan calzar
con nada. No dan facilidades para la clasificación: habría que
remontarse tal vez a proyectos narrativos muy anteriores, y
preguntarse qué hacen aquí y ahora, cuando los comentarios ( y las
ventas) se concentran en Paraíso o en Sobredósis. Los
textos de Adolfo Couve corren el riesgo de ir a parar a las notas
marginales de cualquier historia literaria, porque no caben en
tendencias ni movimientos, ni tampoco se definen, en realidad, por
oposición a los más vigentes aquí. No hacen el gesto de entrar en un
espacio de competencia literaria actual. El gesto que hacen es más
bien el de la prescindencia un tanto desdeñosa, un poco al modo de los
poetas malditos de comienzos de siglo. Y la paradoja es que ese gesto
se hace desde narraciones en que el respeto por las convenciones
realistas parece ser total, a primera vista. A primera
vista.
... El
libro que hoy presenta, El cumpleaños de señor Balande, tiene
un título que recuerda los cuadros de circunstancia que se pintaban en
Francia por miles a fines del siglo pasado. Recuerdo uno de tantos:
"Les fiancailles", en que todos los personjes de una familia típica
están representados, en actitudes propias de la ocasión, y rodeados de
los objetos de un intérieur que define su posición social. Esta
narración, como ese cuadro, presenta una galería de personajes más que
reconocibles. También en ella los espacios, y los objetos de alto
precio, adquieren una presencia muy particular; sobre todo las
pinturas. Si este narrador describe un espacio, describe además los
cuadros que contiene, y nombra los pintores -Álvarez de Sotomayor,
Sorolla, Helsby- que delimitan el horizonte de la sensibilidad y de la
imaginación de los personajes. Es decir, que los enmarcan: que fijan
sus límites y sus marcos de referencia. Permiten al narrador también
despegarse por un momento de esos límites: decir que la mejilla de la
aldeana, calificada de "tan natural" por un personaje, "tenía la
consistencia del tazón de loza que intentaba alzar", y distanciarse de
los pintores "de factura estridente, cuya muñeca dura traducía a la
fuerza, por medio de empastes monótonos, cuanto veían". Entonces, las
convenciones del realismo narrativo, tan presentes a primera vista,
adquieren connotaciones dudosas: por ellas ha pasado la era de la
sospecha, para decirlo con el título inventado por Nathalie Sarraute,
al hablar de la evolución de la novela.
... Pero sigamos con las pinturas. Son objetos de colección, como
las alfombras, las porcelanas, los muebles. Hay un ensayo de Walter
Benjamin en que habla de los coleccionistas, apasionada especie dentro
de la cual se ubica él mismo (1). Para el
coleccionista, dice, "la propiedad es la relación más íntima que se
puede tener con los objetos". Y agrega que no es que los objetos vivan
en el coleccionista, es al revés; él vive en ellos. Y al final,
desaparece entre ellos, "como debe ser". Guardando las distancias
paródicas, así sucede con el señor Balande y su familia; y esta es una
de las tácticas del narrador de Couve, sobre todo al comienzo, en que
no es el personaje lo presentado, sino los objetos que éste
colecciona.
... El
ensayo de Benjamin produce cierta apasionada afinidad con los
coleccionistas, por ese capricho personal, ese gozo inexplicable, esa
avidez por un determinado libro viejo, esa especie de instinto de
jugador que allí se despliegan. En los personajes de Couve, el
capricho personal, el gozo inexplicable, no son ni tan personales ni
tan inexplicables. Se mantiene la relación íntima con el objeto, a
través de la propiedad (más que del conocimiento o del aprecio); se
mantiene la avidez, aparecen también las emociones tácticas de los
remates; pero el horizonte no es la búsqueda propia, la curiosidad por
el objet trouvé que abre la puerta a una inesperada sección de
la memoria o de la fantasía. El horizonte es de un convencionalismo
riguroso. No en vano los caballeros chilenos enriquecidos por el
salitre, a principios de siglo, compraron en Francia pinturas
académicas, cuando los impresionistas se vendían "a huevo". (Fue un
error de inversión que sus descendientes lamentamos.) Eran nuevos
ricos, y también en Europa los nuevos ricos buscaban seguros, valores
establecidos, que los ayudaron a consolidar posiciones todavía
inestables (2).
... El
coleccionista desaparece dentro del espacio que él mismo ha creado.
Sin embargo, hay quienes transitan por ese espacio como fantasmas. El
tío Javier, que sufre de arterioesclerosis y que hace poco "echó al
excusado las joyas de la familia". La mujer del coleccionista, Julia,
también: apreta en la mano la llave de otro espacio, secreto, oculto.
En la terraza -afuera, sin objetos colocados por nadie, extrañamente
incompleta, mirando hacia la lejanía- ambos fantasmas se encuentran
brevemente. Como en muchas otras novelas en que el tema es la
burguesía (es la palabra que usa el narrador) se pone de manifiesto la
existencia de dos tipos de espacio: en uno, los objetos hacen
desaparecer la subjetividad de quien los colecciona; en otro, los
sujetos se abstraen, huyen hacia la senilidad o la locura, los amores
clandesinos, cuyo ámbito principalmente es mental: "el amor tal vez no
sea más que un encargo del recuerdo", piensa Julia. En ambos se
sustenta por igual la pervivencia del grupo. La acción de uno y la
pasividad del otro; la afirmación del uno y la negación del otro, son
funcionales para un particular equilibrio, que permite la continuidad
y evita que se rompan los marcos de referencia. El narrador apenas si
da muestras de que esos marcos de referencia son los de los
personajes, y no los de la narración; hace un juego en que se puede
llegar a dudar, a primera vista, si está dentro o fuera de esos marcos
de referencia. Esto sucede incluso en el tratamiento sentimental de
algunos personajes.
... El
recuerdo de las obras anteriores de Couve -El picadero (1974),
El tren de cuerda (1974), El parque (1976), La
lección de pintura (1979), El pasaje y La copia de yeso
(1989)- sirve para poner en guardia al lector. Es cierto que la
narración se lee sin complicación alguna, y puede tomarse tal como se
presenta a primera vista. Sin embargo, es posible que esta cuidada
colección de personajes sea a su vez algo así como un collage de los
que hacía Max Ernst: composiciones en que el dibujo más convencional
está recortado, y puesto en un fondo que introduce la inquietud y el
desconcierto. O como los cuidados personajes de Magritte, paseando sus
trajes implecables por paisajes cuya línea de horizonte es por lo
menos dudosa. Existe en las narraciones de Couve un trasfondo
misterioso de incomodidades: como si el desastre fuera inminente,
siempre; como si los personajes fueran en cualquier momento a salir de
las perspectivas y los marcos de referencia, como si detrás de cada
bibelot acechara una posible monstruosidad. Es muy conocido el texto
en que Freud se refiere al terror de lo que es a la vez familiar y
extraño (unheimliche), o de lo familiar y acostumbrado cuando de
pronto se siente como desconocido y amenazador.
... Se
me ocurre que en esta brevísima narración, aparentemente tan
convencional, hay un trasfondo de juego monstruoso también en relación
con el género de la novela, y con el tratamiento que ésta ha dado al
tema de la burguesía. Adolfo Couve insiste en que se trata
efectivamente de una novela: en sus pocas páginas, y en sus tres
capítulos extremadamente cortos, se dice cuanto hay que decir. Sería
ocioso polemizar con el autor. Por jugar, sugiero que se trata de una
novela contrahecha, de una novela enana. La miniaturización es un
recurso de caricatura, carnavalesco en relación con el género: una
forma de volver mosntruoso el género de la gran novela burguesa, y sus
cuadros de costumbres; una forma también de poder echársela al
bolsillo. Sin olvidar que el miniaturista debe dominar el oficio hasta
en sus más mínimos secretos, y que por eso muchos párrafos de este
relato entregan una densidad de matices que rara vez se encuentra en
la prosa narrativa. Poner dos frases, una al lado de la otra, es aquí
un procedimiento tan cargado como en la poesía, o como las imágenes en
secuencia en una buena película.
NOTAS
(1) Walter Benjamin,
Illuminations, edited and with an introduction by Hannah
Arendt, New York, Schocken Books, 1969 [5th printing 1978], pp. 59-69:
"Unpacking my library: a talk about book collecting".
(2) Peter Gay, A experiencia
burguesa. Da rainha Vitória a Freud, vol. I, A educacao dos sentidos,
Sao Paulo, Comphania das Letras, 1990, 9. 40 (publicado originalmente
en inglés, Oxford University Press, 1986)