Discromía
de Sandro Aguilar:
Visiones de una ciudad capturada en un frasco de vidrio*
Por
Carlos Yushimito del Valle
Es
difícil saber dónde comienza y dónde termina la escritura
de Sandro Aguilar. En términos académicos, su propuesta podría
leerse desde un enfoque posmoderno; un territorio donde nuestros lenguajes se
fragmentan y sus géneros se hibridan. Donde nuestras búsquedas no
nos ofrecen un único centro ni una secuencia lógica, y donde (como
afirmaba Borges) "todos los puntos de un universo infinito pueden ser el
centro". En este mundo relativizado, subjetivizado y sin fronteras; en este
espacio en el que confluyen la prosa y la poesía para construir un universo
íntimo, y por lo tanto infinito; donde todo resulta una invitación
al deslocamiento, y por lo tanto al movimiento, cualquiera de sus textos puede
ser el centro; y cualquiera puede ser el principio y el final.
Yo diría
que la discromía (alteración del color de los objetos, principalmente
de la piel, que evoca la capacidad camaleónica y adaptativa que tiene este
autor para acercarse a la ficción) es leída, desde su elección
como título homogeneizador, como la profunda liberación de un artista.
Es el gobierno de la ambigüedad y los límites imprecisos. Y, por lo
mismo, es también la autorización al acto de moverse, observar,
capturar a través de todos los sentidos. Sandro nos ofrece un universo
familiar y se encarga de hacérnoslo diferente. Su percepción nos
guía como el hilo de Ariadna en el laberinto de la modernidad: la ciudad
que cambia tanto como nuestras relaciones y nuestras sensibilidades; que esconde
bestias revoloteando, quizá en nuestro propio centro, sin que nos demos
cuenta.
La mirada del artista que es Sandro -la del fotógrafo escritor
y la del escritor fotógrafo (como recordaba Eva Pereira en su magnífico
prólogo)- es el hilo conductor que nos invita a viajar y descubrir el mundo
como último lenguaje. Los límites vagos de esta prosa que es poesía
o esta poesía que es prosa, también configura su discromía
(trasmutada en verbalización) y es aceptada finalmente como una poética.
Un viaje en el que nos invita a hacernos interlocutores suyos para descubrir junto
a nosotros lo que le asombra descubrir, lleno de ese lenguaje que disfruta tanto
como los colores, los aromas, los sonidos y los tactos.
Pero esta forma
de entender y representar el universo es como en la anécdota de San Agustín:
la lucha del niño que escarba en la arena, intentando llenar un agujero
hecho con su paleta para contener toda el agua del océano. Es la lucha
que no se puede comprender desde los ojos profanos, la de quien batalla contra
el tiempo e intenta detenerlo y en cierto modo lo logra, de una manera que sólo
los demiurgos como Sandro Aguilar son capaces de explicarnos pero (tal vez) no
decirnos.
* * *
Hasta aquí la manera como
entendí su forma; su proyecto de escritura. En cuanto al contenido, mucho
más diverso, me detendré en lo que creo Sandro ha querido decirnos
principalmente desde la misma poética.
Charles Baudelaire elogió
la discromía artística, es decir, su consecuente hibridación:
el arte "total" o "sincrético" (como lo llamaba ya
en 1861), como un rasgo de la modernidad o su cara más fotografiada, el
progreso. Pero en los debates de su tiempo, fue el único que anunció
lo que verían los decadentistas y posteriormente la vanguardia. La extraña
dialéctica entre la modernidad y la decadencia. La era industrial con su
maravillosa fuerza transformadora que nos ha dado lo que hoy, básicamente,
somos, confrontó a toda una generación con la sensación inversa.
El progreso actualiza nuestro miedo a la ruina. Y viceversa. La decadencia puede
ser el fin de algo; pero a veces, como para los antiguos alquimistas, la corrupción,
las artes de la entropía, pueden ser también el comienzo de algo.
Una casa vacía puede ser un lugar para habitar. Y viceversa. Una
casa habitada, sin relaciones, sólo como memoria, puede ser un lugar vacío.
Afirmaré sin temor que a esta especie de alquimista pertenece Sandro Aguilar.
Alguien que no teme experimentar, que disfruta las palabras tanto como los colores
y los sentidos, como los significados aparentemente dispersos y contradictorios
del mundo. El alquimista verbal y conceptual, que busca el elixir que detenga
el tiempo. La eterna juventud del que mira por primera vez y detiene su asombro
para siempre en una fotografía escrita.
Hoy que nos saturamos con
los discursos del progreso, él quiere venir a hablarnos (como lo hicieran
hombres de similar sensibilidad) sutilmente, de la decadencia que nos rodea. La
decadencia que tiene su propio lenguaje y su propio movimiento, es decir, su invisible
regeneración.
Veamos sus imágenes, por un segundo breve:
una serie de imágenes de casas abandonas y derruidas por el tiempo, dejadas
a medio demoler o demolidas por su propio peso, tiende puentes hacia la casa patriarcal
poblada de recuerdos que el narrador evoca; el discurso de un guachimán
que se ha fotografiado a sí mismo en la verborrea de su éxito perdido;
la vejez de la amistad; la desintegración del amor que es tan frágil
como el cemento que construye sus guaridas; las piernas rotas, la inmovilidad
observadora, llenas de un simbólico yeso. Un documental de la vida humana
(no antropológico sino más bien ontológico), en fin, es el
que nos muestra el narrador, presente o intuido, siempre fascinado por la necesidad
de escuchar, siempre abierto a la comunicación, a comprender, a retener,
aunque a veces la ciudad siga siendo ese progreso lleno de sonidos de claxon y
otras furias silenciadoras que aniquilan toda interrelación posible.
Hay
un texto especialmente ilustrativo sobre lo que quiero decir. Las estructuras
óseas, fracturadas, de casas que decaen en mitad de los arenales o al borde
de la Panamericana, son parte de un panorama que pocos observan sin lástima.
Pero para el narrador ocurre lo contrario; él se desdobla y siente el llamado
de lo primitivo, de la antimodernidad: "El hombre actual, en efecto, el civilizado,
está a diario entre la recuperación y la pérdida de su estado
animal". En la casa abandonada sospecha, desde la mirada de su yo alternativo,
que late una vida posible y siente el llamado de la otra capaz de ser construida
al margen de la sociedad. No nos dice cuál elige, pero en fondo lo intuimos.
Por
eso no sorprende que en su encuentro con ese refugio evocado, encontremos también
la poética de todo el libro: "De ahí proviene la magnética
indagación que me provocan las casas deshabitadas: ahí donde los
demás concretaron su fuga yo veo un encuentro", nos dice. Es también
el intento del escritor, del fotógrafo, del artista integral, que empleando
sus múltiples armas intenta repoblar, recrear, empezar de nuevo. Es el
poder del arte, en suma. En donde otros ven decadencia, Sandro ve regeneración.
En la entropía en marcha (el tiempo descomponiéndolo todo en caos)
mira el comienzo de un nuevo orden. Esa casa es la superviviente de un tiempo
capaz de ser recuperado a través de los recuerdos, la memoria, pero la
dialéctica que subyace en esta certidumbre también la hallamos llena
de la tensión que caracteriza al hombre posmoderno.
José
Antonio Marina, el filósofo español, dice que una de las mayores
paradojas de la posmodernidad es la relación inversamente proporcional
que genera entre las vidas privadas cada vez más expuestas y la intimidad
cada vez más clausurada entre los seres humanos.
En esta diferencia
encuentro la unidad que hacen que estos textos no sean apátridas, en el
sentido que le dio Ribeyro a su colección; textos reunidos por azar, remantes
que iban adquiriendo un significado inconsciente fuera de un proyecto orgánico
y preconcebido que organizó sobre todo el intelecto. Las de Sandro no son
islas sino un archipiélago lleno de una coherencia invisible; es un viaje
como centro hacia la intimidad misma de su autor. Generosamente nos abre sus túneles
de conciencia para penetrar en sus ojos de lector, en la intimidad de su pensamiento,
en su sensibilidad de creador; y por unos minutos somos el viejo John Malkovich
metidos a rastras dentro de él, su lente concentrado sobre objetos y seres
humanos bienvenidos al espectáculo de la vida que vive.
Discromía
nos invita a esta experiencia sensual: a disfrutar de los sentidos, al asombro
perdido que tiene el descubrimiento de lo cotidiano, a mirar a través de
sus ojos, a oír con sus oídos, a tocar con sus manos.
El
mayor don de este creador es el de alguien que mira, desde su amplia sensualidad,
una ciudad en constante movimiento y transformación; y a su extraña
fauna de habitantes metidos en sus rutinas, como quien mira a una araña
capturada en un frasco de vidrio, no con objetividad, sino con cierta compasión
y serena esperanza. Sandro tiene ese poder mágico, inocente, para desdoblarse
y observar, capturar el alma de una ciudad y sus habitantes híbridos, simplemente
armado de sus sentidos. Él lo sabe y en esto radica el éxito de
su sorprendente primer libro: sabe que está aquí para mirarnos y
capturarnos: "caminante de vidas ajenas, expropiándolos de sus más
frágiles pertenencias para adoptarlas junto a las mías, voy cruzándolos
en silencio y, como un prestidigitador, les hurto por su primer costado sin que
lo adviertan".
Sabiendo esto es inevitable no sentir un escalofrío
a su lado; sobre todo al recordar esa lejana cosmogonía según la
cual (lejos de las seguridades de la modernidad), una fotografía es capaz
de robarnos el alma.
Yo, por si acaso, les diría que presten atención
la próxima vez que Sandro los observe.
No fuera que, con él,
este tipo de magia todavía sea posible.
*
Texto leído en la presentación del libro Discromía, de Sandro
Aguilar, durante la 27ª Feria Ricardo Palma de Lima. Carlos Yushimito del
Valle es autor de El mago (Sarita Cartonera, 2004) y Las islas (sic,
2006).