Me toca escribir el postfacio del segundo libro publicado de David 
            Bustos. Zen para peatones, una especie de larga introspección 
            en la conciencia relativa del hablante de estos poemas –a ratos nostálgico, 
            a ratos lúcido, otras veces dueño de una extraña 
            lucidez que no proviene de ningún  conocimiento 
            sistemático ni sistematizado-, nos introduce en un paisaje 
            lleno de arterias ciudadanas, personajes y epifanías. Pero 
            no se me entienda mal: no se trata de epifanías en las que 
            el hablante o los objetos por él designados (algo hay en estos 
            poemas de adánico), acceden a un conocimiento oculto e inexplorado 
            para el común de los mortales. Por el contrario: aquí 
            las iluminaciones son profanas y los iluminados un voyeur de clase 
            media, esos monjes a punto de morir o los amantes que encerrados en 
            la pieza de una habitación logran “trascender” las paredes 
            de esa habitación.
conocimiento 
            sistemático ni sistematizado-, nos introduce en un paisaje 
            lleno de arterias ciudadanas, personajes y epifanías. Pero 
            no se me entienda mal: no se trata de epifanías en las que 
            el hablante o los objetos por él designados (algo hay en estos 
            poemas de adánico), acceden a un conocimiento oculto e inexplorado 
            para el común de los mortales. Por el contrario: aquí 
            las iluminaciones son profanas y los iluminados un voyeur de clase 
            media, esos monjes a punto de morir o los amantes que encerrados en 
            la pieza de una habitación logran “trascender” las paredes 
            de esa habitación.
          Tal como en los mejores libros que se han venido publicando en la 
            República de las Letras chilenas, parece que en el libro de 
            Bustos se condensan una amalgama de experiencias que tienen, sin embargo, 
            como marco común la vivencia de un Chile post-dictadura. Y 
            en cuanto escribo y uso el término “post-dictadura” me percato 
            de su insuficiencia: porque parece cierto que la matriz de los sentidos, 
            por lo menos en el imaginario chileno del último lustro, tiende 
            paulatinamente a desentenderse de los eventos de la historia reciente 
            para darle paso a una ¿experiencia? cuyo soporte (o falta de 
            él) es el vivir en una sociedad neoliberal como la de nuestro 
            país en las últimas dos décadas. En otro contexto, 
            pero que aun así nos parece atingente para el de este libro, 
            Francine Masiello se preguntaba cuáles son, a comienzos del 
            nuevo siglo, las armas de la poesía, cuáles son sus 
            tretas y, más importante aún: ¿Qué forma 
            puede tomar el lenguaje al comienzo del nuevo milenio? ¿Cuál 
            puede ser la resonancia de la poesía, en calidad de género 
            marginado por la crítica y por la compra y venta del mercado? 
            A partir de este manual para transeúntes que ha escrito David 
            Bustos, la respuesta a las anteriores interrogantes pueda arrojarnos 
            alguna luz sobre la naturaleza misma de este libro. Y es que es precisamente 
            el lenguaje el foco de atención inicial de Bustos, la necesidad 
            (y la incierta posibilidad) de moldearlo a su amaño para alcanzar 
            el poema. Si la lengua es bella es porque un maestro la lava, 
            traza, desde un principio, las preocupaciones generales del conjunto. 
            Aquí se nos avisa de la equivalencia del mundo del poema y 
            del mundo de los amantes, de la sacralidad del trabajo del poema semejante 
            al sacramento del amor. Sin embargo, no se trata de una sacralidad 
            exenta de esfuerzo ni ajena a la misma humedad que define el intercambio 
            de la pareja: ¿el maestro? que clavetea en la última 
            estrofa del poema nos recuerda que esa misma lengua utilizada para 
            lavar al otro, necesita también de reparaciones. A saber: entrar 
            en puntas de pie al poema (como quien entra en un monasterio), encender 
            la luz y hablar en voz baja para poner los remaches y los clavos donde 
            corresponda. La iluminación y/o el orgasmo del lector y/o del 
            o los amantes provendría, entonces, del trabajo mutuo. Y no 
            olvidemos que en el español de Chile la palabra “maestro” no 
            sólo remite a quien conoce a cabalidad alguna materia, sino 
            también a esos imprescindibles maestros chasquilla con los 
            que todos, de una u otra manera, alguna vez hemos tenido que lidiar. 
          
          Masiello asevera en su ensayo que la poesía de la década 
            de los noventa “se rebeló contra el idioma pragmático 
            y también contra los confesionalismos y las leyendas heroicas. 
            Los poetas de los años ochenta y noventa investigan los desafíos 
            en la superficie y las profundidades, las máscaras y la identidad, 
            el artificio y el orden. De ese modo, se alejan de las presunciones 
            más estereotipadas sobre los usos funcionales del discurso”. 
            Si esto es verdad y en términos generales podríamos 
            concordar con ello, en el caso de Bustos esas máscaras e identidades, 
            esas superficies que son lo más hondo que se puede ir en el 
            espectáculo virtual de la ciudad postmoderna y/o del espejismo 
            de los deseos, ven morigerado el efecto de sus engaños por 
            el afán desapegadamente contemplativo de este transeúnte 
            en perpetuo movimiento. Zen para peatones, contiene en sí, 
            entonces, una paradoja desde su propio título, i.e., un oxímoron 
            que en su irresolución se presenta como una profunda veta de 
            la cual extraer (no por nada la primera parte del libro se titula 
            “Excavación profunda”) una variada gama de materiales. El nomadismo 
            urbano de este hablante que va desde el recuerdo de sus días 
            de infancia o adolescencia hasta esa verdad que se encuentra entre 
            las piernas abiertas de la joven tendida sobre la cama (Otra perspectiva 
            de la biología), se encuentra en abierta oposición 
            con el tono contemplativo del Zen y su aspiración de alcanzar 
            la comprensión total, la iluminación: el satori. Por 
            suerte Bustos es capaz de vertebrar ambos polos en una solución 
            de continuidad donde el yo particular y ansioso del caminante citadino 
            se pierde, se deja perder, feliz y fervorosamente entre esas calles 
            que son a su conciencia lo que el París decimonónico 
            fue, en su momento, para el flanêur baudelairiano. 
          Así, por ejemplo, ocurre con Los monjes de una ciudad o 
            en el nostálgico -¿pero nostálgico de qué?- 
            Estado de cuenta. El yo se diluye, el que recuerda se mezcla 
            y se hace uno (todo o nada, el vacío y la completitud) con 
            lo mezclado: entonces el garabateo de las palabras (el hablante insiste 
            en llamarlo “la hierba del artificio:/La superstición de la 
            coherencia y su mala caligrafía” pasa a ser una suerte de ejercicio 
            espiritual para alcanzar un estado de verdad. Esos monjes urbanos 
            son capaces de detenerse (y contemplar durante) toda una semana hasta 
            conocer el nombre de las cosas, cómo cambian de color los autos 
            a la sombra del crepúsculo: lo verdadero, en consecuencia, 
            resulta del contraste entre el negro de la tinta y el blanco –el vacío- 
            impoluto de la página y sus consecuentes analogías: 
            la nieve sobre la cual se dibujan las teclas blancas y las teclas 
            negras de algún piano, la cocaína sobre el telón 
            de fondo de la conciencia.
          El budismo zen socava nuestra percepción de la experiencia 
            al afirmar que los individuos, vistos por separado, no son más 
            que una ilusión y que, en realidad, forman parte de un conjunto 
            más vasto. Creo que lo que Bustos pretende es, a través 
            de una metonimia sutil pero eficiente, llamarnos la atención 
            sobre nuestra muy actual y contingente percepción de lo real 
            en el Chile de hoy, en medio de la coyuntura cotidiana y poluida de 
            un Santiago que es, del mismo modo, metáfora de otras ciudades. 
            Cierta teoría crítica se refocila, hoy por hoy, con 
            la proclama de la imposibilidad de acceder a lo real. La massmediatización 
            de lo que entendíamos por tal concepto y la subsecuente transparencia 
            de sus signos lo harían, grosso modo, invisible. Bustos, sin 
            embargo, o el hablante de Zen para peatones, sin embargo, parece 
            persistir porfiadamente en asumir como punto de referencia su experiencia 
            –real o ficticia, presente o pasada– como trazo final de lo que puede 
            validar lo que el hablante (y el lector) entiendan por verdadero. 
            Cuando escribo estas palabras el libro de Bustos físicamente 
            aún no existe. Sin embargo el lector de ellas ya lo tiene entre 
            sus manos. De ese lapso de tiempo consiste, quizás, este volumen. 
            Lo real ha invadido lo real, dice por ahí algunos de 
            estos poemas. Las palabras en la pantalla han devenido tinta, papel, 
            una realidad palpable. Son incapaces, aun así, de recuperar 
            por completo lo que ellas evocan, esa infancia perdida, esa adolescencia 
            tal vez desperdiciada. La resignación monacal y citadina del 
            transeúnte, entonces, se convierte no sólo en el temple 
            y el tono del conjunto: se convierte asimismo en norma vital, en la 
            única ética, de ser posible, que pregona este libro.