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"Zen Para Peatones" de David Bustos
ZE(N)ÑALÉTICAS Y POESÍA EN LA CIUDAD


Por Luis Valenzuela
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"Zen Para Peatones"
David Bustos
Ediciones del Temple. Santiago, 2004

Recibo este libro y lo dejo junto al folleto que una promotora me entrega promocionando un kit de celulares que bien pudo ser de supermercado o una gran multitienda. Lo que ambos tienen en común, libro y folleto, es que marcan las pistas en el camino a seguir por el asfalto citadino. Ambos encienden la luz, algo tenue, para lograr atraerme. Es que Zen para peatones de David Bustos (1972) es una luz tibia que se enciende en medio de un camino lleno de señaléticas urbanas que dan forma a este poemario. Como bien dice Cristián Gómez en el Postfacio a este libro, se va construyendo un paisaje lleno de epifanías profanas y que sugiero llamar epifanías híbridas, de una cultura similar en un contexto poco revelador para el hablante que se las cruza, distante de un Stephen Hero de Joyce, epifánico per se.

Dividido el libro en dos capítulos, su primera parte, “Excavación profunda”, penetra en un carácter urbano y origina la esencia de este poemario: “Entramos en puntas de pie a la humedad de la rosa”. Muestra una rosa que luego es el poema: “Entramos en puntas de pie al poema, como pidiendo permiso/ como si se tratara de un sitio sagrado, un monasterio”. Así, queriendo ir al choque sublime de la literatura y la religión, el hablante embiste esa excelsitud bajando el perfil a lo trascendente. Esto se puede proyectar a la vez en el cruce poesía/lengua y maestro/rutina urbana del título del poema que encabeza el poemario; “Si la lengua es bella es porque un maestro la lava”, signo tomado del léxico del maestro de la construcción que desde su informalidad da forma a la palabra.

De este modo, Zen para peatones va construyendo su poética a partir de cruces e hibridaciones. Por un lado, absurdas contradicciones entre la masa y la emoción, como el poema “Un adolescente se corta las venas con una botella de Coca-Cola”, que se establece como una tragedia efectista traspasada de lleno por el filo vidrioso de la cultura de masas. Por otro lado, se suceden otras imágenes surrealistas o absurdas o simplemente cotidianas: “Es así como caen los dígitos de la emoción”. O “La antena quebrada con que sintonizamos las estrellas/ es un brazo que rodea tu cadera”. De esta manera, sensación y emoción se construyen a partir de una frialdad total, distante de toda pasión y fogosidad. De hecho esto se confirma en la forma con que se recurre al recuerdo descargándolo de toda nostalgia, en los poemas “Estado de cuenta” o “Flashback”, donde de diversas formas la memoria se va velando y desperfilando: “Si me dijeras cómo se instala la cortina blanca de la mente/ no se colarían constantes y sonantes estos restos/ de saliva verde y dolorosa”. O “Es el mundo de los adultos y su venda empañada/ el árbol que ha espantado sus hojas por el perverso viento”. Pero este ritmo continúa y el proyecto se empecina en retocar lo entendido como memoria –“Hay que apagar el incendio, tomar todas las fotos del álbum familiar y ponerlas en el freezer”– donde el gélido espacio actúa de paralizador de imágenes que antes eran cubiertas por una cortina y el polvo. Sin embargo el hablante no queda ahí y vuelve a recurrir al recuerdo, y obviamente al absurdo: “Un equipo levanta un campamento en el patio de mi casa”. Va en busca de señales “que puedan concluir el puzzle y entre todos/ llenar las letras que permitan restituir el paisaje”. Paisaje y sitio, un mundo adverso y hostil que se niega a recurrir a la memoria: “Toda sociedad mal planteada sufre alergia al polvo de las excavaciones”. De este modo se podría proyectar una lectura a partir de la apreciación del hablante que ve, después de una década de recuerdos, una sociedad que aún siente picazón por ellos y que no pierde paso alguno para congelarlos...

La segunda parte se deja llevar por la prosa que tapa el verso libre y que se configura con elementos sublimes como Jesús o Buda, los que se confunden con otros que son parte de la cultura de masas, como Bruce Lee o Lennon, pero que obedecen a sitiales similares: “todos maestros de algo”. Se confirma la mezcolanza y las precarias distancias entre lo sublime y masivo, evidente proyección de una sociedad que ampara tales mixturas. Solo quedan dos poemas en verso (libre), uno de ellos imagen cinematográfica que permite al hablante desdoblarse y escribirse a sí mismo –“A contraluz, alguien desata la tinta/ y garrapatea en ralenti/ un manuscrito que se llama Zen para peatones”-, lo que transforma a este hablante en un ser más que deambula por la ciudad, un elemento más tras las señalíticas que la invaden y que asedian este poemario tal como en el último poema, “Zona de derrumbes”, que es el espacio de “Las zonas de curvas peligrosas o los derrumbes”; que se va mostrando y habitando con “un lenguaje atestado de baches”. Este es el Zen para peatones, ese libro que tomé junto con el folleto de promociones y que se fue transformando página a página en un recorrido guiado por un hablante tan peatón como los monjes y personajes que habitan esta vía poética indicada en las señaléticas propuestas. Tan peatón como el lector que tomó este poemario.

 
 

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"Zen Para Peatones" de David Bustos.
Por Luis Valenzuela.
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