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Damaris Calderón

Una poesía desnuda y desgarrada

Por Grínor Rojo
Artes y Letras de El Mercurio, Domingo 9 de Julio de 2006



"Duro de roer" y "Los amores del mal" son dos libros escritos por la poeta cubana radicada en Chile Damaris Calderón, convertida en figura importante de nuestra escena poética.

Sabía de la existencia de estos dos libros y había estado tratando de echarles el guante desde hacía rato. Por fin, pude conseguirlos. Publicados el primero en La Habana, en el 2005 (en realidad, es una reedición aumentada de un libro que apareció en Santiago en el '99), y el segundo en la ciudad de México, en el 2006, pertenecen ambos a Damaris Calderón, poeta nacida en Cuba y radicada en Chile desde hace más de diez años y que se ha convertido, se diría que a despecho de nuestro provincianismo, en una figura importante de la escena poética local.

El consenso es grande, y nos habla de una poesía desnuda y desgarrada, con un alto grado de dramatismo, tragicidad inclusive, que no hace concesiones de ninguna especie, ni siquiera las que podrían traducirse en un empleo discreto de la crueldad y la violencia.

Sin literatura

Duro de roer está precedido por un par de epígrafes, que como suele ocurrir en estos casos le entregan al lector sendas claves acerca de la autopercepción autorial. El primero es de la narradora brasileña Clarice Lispector: "Digo lo que tengo que decir sin literatura". El segundo, más largo, es de la poeta peruana Blanca Varela y habla de la eficacia de una "desesperación permanente", agregando que "hasta la desesperación requiere un cierto orden". Y, en efecto, el ánimo de este libro es agónico. La palabra surge en él desde el desamparo profundo y si es que no de la falta, en cualquier caso de la duda acerca de la existencia de un sentido, de cualquier sentido. Uno de los últimos poemas, "Pieza de hotel (Esperando a Godot)", que parodia la célebre pieza de Beckett (y con algo de Huis Clos de Sartre también), es una alegoría de esta situación: un hombre y una mujer esperan y seguirán esperando, en medio del desgaste de todo, del sexo, de la pasión, aun de las manifestaciones más elementales de la sensorialidad, y de un paralelo fingimiento de todo eso en cuya virtud ni ellos mismos creen ya. Por otro lado, Beckett apadrina igualmente la segunda de las claves que mencioné arriba. El horror que en este libro se convierte en poesía no consiste en el mero trasiego del caos, sino que requiere, a pesar de todo, de un "cierto orden". La diferencia entre la tragedia y el melodrama es, como se sabe, un asunto de distancia y lucidez. Un asunto de orden, en fin.

Orden

La tragedia lo tiene y el melodrama no. En la poesía agónica o agonista de Calderón, el mecanismo distanciador por excelencia, el que le hace el quite a la sensiblería del melodrama es, como en otros poetas contemporáneos, pero habiéndolo llevado Calderón hasta sus últimas consecuencias, el humor negro, que aquí se moviliza en un espectro amplísimo, que en sus extremos puede cubrir desde la ironía etimológica ("Tenedor y carne") hasta la grosería pura y simple ("Las astutas de blanco").

No es raro, por lo mismo, que varios de los poemas de Duro de roer sean narrativos: pequeñas escenas, de una agudeza de percepción que sorprende y que bien podrían haber sido cuentos o incluso, como en la parodia beckettiana, bocetos dramáticos. "Bocanada", "Plaza pública", "Fauna" tienen hasta una misma protagonista: una vieja solitaria, que recorre la ciudad, que en algún momento trata de darle de comer a una paloma (acaso para cumplir con la "falacia" aquella en que la paloma aparece "como símbolo de la paz") que fracasa y que acaba en el zoológico, comprobando "el hedor de la domesticación", en aquel lado, que es, que era "el otro lado".

Todo de nuevo

En Los amores del mal, el otro libro de Calderón que me interesa comentar hoy, "Todo empieza de nuevo". Dividido en tres secciones, la primera sin nombre y las otras dos subtituladas "En el viento y en el agua rápida" y "Que hasta la piedra, en su deseo de durar, desaparece", es un poemario de amor lésbico, que transita (como todos los amores, creo yo) desde la exaltación apasionada, posesiva y hasta delirante ("...música surgiendo de las aguas,/ unción de esta saliva sonora,/ bocas golosas de los instrumentos/ que cantan, expirando, la creación") hasta la certidumbre de lo efímero del vínculo y de su extinción inevitable. En la primera sección, quien habla se autodescribe como alguien que tiende "a los descensos últimos/ buscando Esa cara o su total ausencia". El escenario son las islas de Bilitis, "donde Safo es la lengua común,/ donde al decir de Alceo,/ las muchachas de Lesbos,/ compitiendo en hermosura van y vienen". En ese escenario, que a veces se transforma en el de las islas del Caribe y en Cuba en particular, la poeta espera que "algún día/ me sea revelado el principio de la creación:/ cuando las mujeres frotan sus vientres/ y la madera estalla en haces luminosos/ y un líquido espeso, agridulce,/ hace caer borrachas las gaviotas."

Como dije, la segunda sección de Los amores del mal cuenta el capítulo que sigue a ese de la exaltación: el de los amores que se escribieron "en el viento y en el agua rápida". No es el amor perdido, sin embargo, sino el amor perdiéndose ("Perderé los contornos de ese rostro/ y la visión espléndida/ de tu cuerpo abriéndose"). Todo ello hasta desembocar en la catástrofe prevista y en la meditación sobre sus ruinas. En este último caso, el escenario, muy apropiadamente, es el de Pompeya y todos los poemas de la sección aluden a y trabajan con sus figuras. Calderón indaga en esos restos el ademán de la muerte súbita: la del conductor de mulas, la del perro, la del que creyó-que-podía-salvarse, hombres, niños, mujeres, todos ellos pruebas residuales de lo que fue y se perdió, como Roma, como Cartago, como el amor, como las gasolineras contemporáneas que "ya son ruinas románticas".

En definitiva, dos libros de mucha calidad, que funcionan hasta cierto punto como una bisagra o como las alas de esa paloma mentirosa que en Duro de roer simula ser un símbolo de la paz y acaba siendo un símbolo de la vejez y la muerte.

Esta no es una poesía de la paz, por supuesto. Es, más bien, como por ahí se señala, el fruto de una dialéctica ineluctable y que consiste en "Despedazarme para reconstruirme/ Reconstruirme para despedazarme".

 
 

 

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