El arte de aprender a despedirse, Damaris Calderón, Ediciones Matanzas, Cuba, 2007.
Damaris Calderón: El arte de aprender a desplazarse.
Por Alberto Abreu
“Partimos hacia el Norte (María Eugenia y yo). Con un poco de aprehensión por mis pies y por si resistiré las más de 24 horas de viaje.” Así comienza El arte de aprender a despedirse; con el anuncio de la partida, la dramática experiencia personal del viaje, y la presunta resistencia del cuerpo para confrontar el espacio del dolor…El poeta devenido en viajero, peregrino, antropólogo.
Con este diario de viaje Damaris Calderón anota dentro, del contexto actual de las letras cubanas, dos de los debates más inspiradores de los que tengo noticias en los últimos años. El primero de ellos referido a las nuevas localizaciones de la nación y sus respectivas memorias. El otro tiene que ver con las políticas del texto escrito, las nuevas dinámicas del mundo de la comunicación mediática que erosionan el protagonismo de la literatura y de los estudios literarios que sustentó la conciencia ideológica-literaria de la modernidad latinoamericana.
El arte… asume, entre sus riesgos, el acto pensar la cubanidad (sus imaginarios políticos, literarios, geoculturales…) desde la diáspora y el consecuente sentimiento de desterritorialización que en el presente atraviesan los discursos sobre la nación y a la cultura cubana.
El mito de los orígenes, de lo fundacional cubano y latinoamericano, que consumió los esfuerzos y desvelos de la tradición del intelectual moderno (Orígenes, Ortiz, Mañach, Carpentier, Ramas…) son, en este libro, interpelados, re-leídos, desde la perspectiva de un viajero. El cual asiste y registra los procesos de desencajes de la cultura contemporánea, las nuevas dinámicas que en la actualidad están redefiniendo los mecanismos tradicionales de construcción de las categorías de identidad y pertenencia.
Abramos el diario, justamente, en las líneas donde su autora nos informa de su paso por la caleta del Galeón, después de haber bajado al mar para ofrendar dos caracoles: uno para Celia Cruz y el otro para Compay Segundo. Leamos: “Frente al mar, en la caleta de este Norte, sentí la soledad y el horror de ser cubano, destino infausto (como el de la estirpe de Layo), y a la vez una especie de raro orgullo, de un `aché`, una soberbia especial”.
La cubanidad, deja de ser el conjunto de rasgos y sentimientos circunscrito a un espacio de enunciación geocultural y geopolítico en específico. Se ha desplazado a los territorios de la digresión, la migración, el peregrinaje, la narrabilidad del recuerdo. Desde ellos se discurre, se nos habla. Desde espacios socio-culturales heterogéneos donde la diversificación de referentes simbólicos se constituyen en atributos de un sujeto y una identidad potsnacional.
La nación son aquí: las sucesivas muertes de Compay Segundo y Celia Cruz. El primero olvidado, confinado a la invisibilidad y los bordes de la cultura cubana hasta el boom del Buena Vista Social Club. La de Celia ocurrida en Miami, a los setenta y ocho años, tras la salida de una convalecencia y después de haber grabado su último disco. “´Un regalo del alma´ para Cuba, dijo”. Es el poeta Sifredo Ariel quien, antes de su partida a la Fiesta de La Tirana, la saluda desde Cuba: “Feliz viaje a la semilla”. Es el mensaje de Lorenzo García Vega, desde Miami; que le trae el recuerdo del pueblecito de Jagüey Grande que los vio nacer. Es Josehp Kozer, las Alturas de Iquique, su travesía por el Norte Grande de Chile, su habitación en el hotel Gavina-Gaviota desde donde escribe. O el mar de aquella parte del Pacífico, resonancia de otros mares “(mar tropical de una pequeña isla del Caribe), cubierto de escamas literarias.” Sus remembranzas del malecón habanero, con sus aguas infestadas, jineteras y negros bebiendo ron.
El lugar de la memoria es una cita que nombra la dispersión, y al mismo tiempo convoca, reúne en torno suyo. La memoria anuda lo individual y lo colectivo, lo tatúa en esa otra memoria fragmentada que es el cuerpo de la nación.
Estamos frente a un texto que está proponiendo otras pautas y paradigmas desde los cuales leer y pensar las relaciones del intelectual con el uso público de la tradición y las luchas por el espacio simbólico de la memoria. Donde identidad y escritura se constituyen en entidades surcadas por experiencias hibridas, de semejanzas y disyunción, de intercambios entre lo cosmopolita y lo vernáculo, entre tradición y modernidad, lo local y lo transnacional; amenazadas por la presunta pérdida del protagonismo de la literatura frente a la hegemonía y las nuevas dinámicas creadas por el efecto de los mass media y su multiplicación dislocante, indiferenciada, de signos.
Noche en la ciudad: Iquique. (Parece) fantasmagórica.
Si se suprimen los 8, 10,12 edificios modernos, levantados naturalmente para el turismo, queda la ciudad ¿original? Imposible: esta es tierra barrida por el terremoto. El caserío.
La ciudad profusamente iluminada, con los nuevos edificios (hoteles) que destacan, y al fondo, se difuminan los cerros. ¿Son reales?
La autora se posiciona en un espacio donde las tecnologías de avanzadas coexisten con los vestigios y formas arcaicas de la literatura escrita y oral, los códigos complejos que esta fiesta comunitaria activan, traen al presente. Un sujeto y una textualidad apostados en una región atemporal, desterritorializada, que le permite urdir narrativas bifrontes.
Nación, insularidad son también nociones que El arte… confronta en el ámbito antropológico. Precisamente en el sitio donde este (lo antropológico-social y los imaginarios de la cultura popular) se cruzan y tensionan con el canon letrado, blanco, masculino, metropolitano. Su mirada, al respecto, es frontal y apuesta a favor del desmontaje de los mecanismos ideológicos y culturales que, todavía hoy, dentro de la ciudad letrada cubana, sirven de sustento al ethos del aristocraticismo intelectual y académico, que limitan el desempeño público de estos (los intelectuales) como interpretes culturales.
Les propongo volver a nuestra lectura de El arte… “Es el viaje más largo que emprendo después de la operación y todavía ando con muletas (dos) y me olvidé de pedirle a San Lázaro y untarme cascarilla antes de salir, pero pienso que, a pesar de mi negligencia, San Lázaro será generoso y me ayudará.”
Como vemos lo antropológico sirve de anclaje a una intelligentsia y a una sensibilidad cultural que, a partir de la experiencia del dolor físico y del peregrinaje, se revela como inclusiva. El cuerpo de la escritura patentiza esta voluntad democratizadora al acoger, en un solo tejido textual: ritos, leyendas, dioses, cantos y otras prácticas provenientes de los pueblos indígenas suramericanos, la religión afrocubana y del cristianismo en su versión más popular, carnavalesca. Además de recurrir a giros, íconos, expresiones propias de la cultura popular o subalterna, y otras provenientes de formaciones discursivas heterogéneas. Como derivación de estas operaciones retóricas el espacio de la escritura y el status del intelectual se marginalizan debido a sus contactos con un entorno y realidad que parecen trascenderlos. Y ante la cual el intelectual ha perdido sus poderes o intenta negociarlos.
Graffiti en el baño del museo:
“Caga tranquilo/ caga sin pena/, pero no te olvides/ de tirar la cadena.”
Confieso que disfruto de esta contienda semiótica que se establece entre el museo como paradigma de la institucionalidad del arte, del saber ilustrado de la modernidad, el elitismo del canon, los criterios y normativas de pureza que regulan y resguardan la gramática, el estilo, lo genérico, la linealidad de la historia. Y su reverso execrable: la práctica escritural posmoderna del graffiti confinada al espacio undergraound del baño público. Signo de la violencia representacional de la modernidad y de lo que sus constructos históricos del valor, y su idealismo estético, subalternizan.
Estas revelaciones se tornan todavía más significativas si tenemos en cuenta que estamos ante un diario. O sea un género que tiene como cualidad lo autoreferencial y lo testimonial, cuyas confesiones, apuntes…colocan al lector en una actitud entrometida, propicia el voyeurismo. Propia de un género que entrecruza lo interpersonal, lo subjetivo y lo público.
L. me cuenta que es “pajera profesional”, desde que descubrió, en la infancia, el arte de la paja: práctica íntima, recogida o expansiva, aséptica y sin necesidad de preámbulos ni explicaciones. Asiento con el dedo índice (situado, justamente, deonde corresponde). L. me dice que ha elegido autodenominarse Clitorimnestra. Genial, la felicito: síntesis brillante de Homero, Sófocles y Aristófanes.
No dejo de sentir fascinación sobre los modos mediantes los que en este libro, su textualidad, restablece formaciones discursivas tan heterogéneas. Muchas de ellas provenientes de formas residuales de la literatura oral sudamericana: leyendas, cantos, las crónicas y apuntes de viajes, pasando por los haiku. Hasta otros gestos de la escritura posmoderna como el graffiti y los cruces de repertorios culturales, la circulación de discursos, imágenes, y otros bienes simbólicos generados desde ámbitos diversos como los que se derivan del contacto de la escritura con los medios y tecnologías de la comunicación en la era global como el internet y el correo electrónico, que acotan las distancias.
Esta contaminación estilística difumina las fronteras genéricas. El ejercicio de escribir se torna en una práctica transgresora, cuya conducta transgenérica, de insubordinación contra la institución literaria y sus categorías retóricas, crea y activa su propia (otra) lógica fundada, por una parte, en la fusión, las mutaciones y permutación de elementos. Y por otra, en una enunciación fragmentada, que da paso al espaciamiento, la entre-línea, las estructuras textuales en movimiento, como metáforas del desplazamiento.
Busquemos aquellos momentos dentro de El arte… en que el proceso de escritura se torna autorreflexivo, en un metacomentario. “Flashback: Sobre las piedras: leimotiv, obsesión. Ya comprendo por qué acá escriben las piedras, los cerros. Of course, se me alumbró el bombillo, Perogrullo: reminiscencia de los geoglifos y petroglifos: todo el sistema simbólico en que se avisaban y se dejaban señales los indios, en sus rutas por el altiplano.” O cuando nos dice: “El viajero anota, transcribe los apuntes rápidos, que la naturaleza ni siquiera le dicta: muestra, no demuestra. El viajero, cronista, pobre en palabras, arqueólogo (de la geografía del paisaje de sí mismo) cava, socava, extrae unos fragmentos ¿de luz?, un montón de piedrecitas que deja atrás, para otros, en el camino. (Para que otro siga la ruta).
Estos procedimientos constituyen la expresión más elocuente de una estética y escritura diaspórica, propia de un sujeto posicionado en un espacio cuya composición heteróclita, recicla una pluralidad de lógicas que van desde las propiamente modernas a otras provenientes de la memoria colectivas, las oleadas modernizadoras impulsadas por el mercado mundial. Escritura y estética diaspórica, insisto, porque expresan el sentido y la dinámica compleja desde las que estos nuevos sujetos asumen la construcción e imaginación de la nacionalidad cubana y el relato de sus respectivas identidades en los tiempos de síntesis global.
Voy a detener la mirada en el segundo de los tópicos mencionados en el párrafo anterior: el de las identidades y el juego de apropiaciones y dobleces a través del cual se refracta, inscribe, en el cuerpo de la escritura. Veamos: “Yo (Keroac). Yo: Un pedazo de carne con ojos comiéndose un paisaje. O este otro pasaje donde la usurpación de identidades pasa por la Historia: “Bernal Díaz del Castillo, me ha dicho, y yo que no, el Inca (Garcilaso), acaso, si algo he de ser. Guarina y Hatuey (yo, indios cubanos, indios nuestros) devenida en inca, hincada, con reverencia, ante la cruz.” A través de estas operaciones neohistoricistas la identidad del sujeto del enunciación no sólo vehicula su recorrido por la historia toda; sino que se fragmenta, usurpa múltiples (sub)identidades: sexuales, históricas religiosas, intelectuales, culturales, geográfica.) Y enfatiza su posicionamiento poscolonial.
El cuerpo biológico, el cuerpo de la escritura y el cuerpo social de la nación, junto con la memoria albergan los signos de despojos de lo fragmentado, lo roto, lo herido. Por lo que sus representaciones de la historia y de la identidad nacional, sus múltiples pulsiones, se articula desde los accidentes, brechas, las líneas de fugas que notifican las fisuras, las zonas erosionadas de esa historicidad trascendente, clausurada de la cubanidad, y lo latinoamericano.
En su prefacio a Las Palabras y las Cosas, a propósito de un texto de Borges, Focault tiene la sospecha de que hay un desorden peor que lo incongruente. Advierte que lo imposible no es la vecindad de las cosas, sino el sitio donde ellas podrían ser vecinas. Es decir el no-lugar del lenguaje “[…] allí donde, desde el fondo de los tiempos, el lenguaje se entrecruza con el espacio.” De esta forma Focault también intenta definir su concepción de lo heroclito.
Traigo estas observaciones del autor de Las palabras y las cosas porque ellas guardan estrecha relación con las operaciones retóricas a través de las cuales este diario tematiza y congrega lo residual, lo inconexo. Una escritura hecha no sólo en los bordes de la literatura que se viene produciendo en Cuba, sino también, que ha venido escribiendo su misma autora. Aquí están, para corroborarlo, la presencia del cuerpo enfermo que rehúye de la mirada médica y otras formas constitutivas del saber médico y que recurre, en su cura, a prácticas sancionadas por el saber de la modernidad, tenidas por supercherías. Algunos poemas que no son más que el remedo de textos incluidos en otros libros, los bocetos de dibujos hechos con trazos rápidos, desesperados, alusivos al viaje y que ilustran el libro. Los recuerdos y confesiones de amigos, realizadas hace tanto años, esos sobrantes que han permanecido guardados en los resquicios de la memoria. “Xiomara (Laugart), antes de salir de Cuba, contándome (rositas de maíz y cervezas calientes, pergas que manan cera, y un líquido dudoso en las manos, en los carnavales de Jagüey Grande). Xiomara, la negra, diciéndome que, en una gira artística, había cumplido, en Japón, el sueño de su vida: comerse una langosta…cubana”
Esta recurrencia a lo residual, la sintaxis de lo dislocado, lo no integrable y sus forcejeos integrarse al cuerpo textual nos revelan una existencia y una escritura abocadas a situaciones límites. Hecha esta aseveración quisiera aventurar una hipótesis. Tiene que ver con la manera en que los padecimientos e intranquilidades sobre el cuerpo biológico se entrelazan o pueden leerse como una especie de intranquilidad o desconcierto sobre el destino de lo estético literario y la crisis de sus paradigmas del lenguaje simbólico que articula, verticalmente, el yo de la representación. Su pérdida de protagonismo o la urgencia de redefinirse en un escenario de grandes mutaciones, lidereado por las nuevas dinámicas de los flujos mediáticos de la cultura audiovisual, el efecto de las redes globales, las tecnologías de la imagen…
IECTA (Instituto para el estudio de la cultura andina.) Sitio: www.Iecta.terra.cl
www.unap.cl/iecta
Fono/fax: 56-57-436665. Iquique.
La existencia de ambas entidades (la del autor y la de lo literario) están abocadas a los mismos apremios. Y donde el fin de la existencia, la enfermedad del cuerpo alegoriza, la de esa otredad simbólica que es el cuerpo de la escritura.
Vuelvo, en los finales de este trabajo, a insistir sobre este hecho porque estimo que es la segunda de las interpelaciones que el diario de viaje de Damaris Calderón realiza al habitus del campo letrado cubano y su fe ciega en el literaturicentrismo.
Notificación que podría leerse a manera del reclamo sobre la necesidad de un giro o desplazamiento en la subjetividad ideológica-literaria de nuestra comunidad letrada, sus preceptos higienista y de blanqueamiento cultural, el textualismo que aqueja tanto a la crítica como a la institución literaria (y otros circuitos no sólo de producción y reproducción de sentido, sino también de legitimación de las nuevas propuestas y herramientas analíticas) a la hora de enfrentar las nociones de texto , literaturidad y cultura popular.
La condición itinerante del sujeto de la escritura, sus desplazamiento por el Norte de Chile y que concluye en una celebración de una fiesta comunitaria. Un viaje que establece, claramente, un campo de oposiciones semánticas entre lo insular y lo continental, el lugar de origen como espacio habitado por la memoria fragmentada, lo enclaustrado, la dispersión, lo local y el desplazamiento, lo transnacional. Lo (de) uno y lo otro latinoamericano, lo virtual y lo real… Un juego de espejos, que se proyecta sobre el entorno literario cubano a manera resonancia. Y señala vacíos, ausencias, viejas clausuras.
Lo celebratorio de este libro está en la manera en que su escritura documenta las fisuras, los nuevos deslizamientos que están produciendo un cambio en el rol del intelectual con respeto a las viejas jerarquías y narrativas dominantes en torno a la metafísica del valor universal del arte, los absolutismos del canon y la tradición estética de la modernidad. Y un cambio de sensibilidad a favor de la cultura popular y sus memorias secularmente sepultadas, las prácticas populares de la vida diaria, las narrativas locales en la escena del posmodernismo global marcado por el boom del subalterno y la emergencia de nuevos actores en el escenario político cultural latinoamericano. Y en las sutiles maneras que, a nivel intradiscursivo, se entrelazan, tensionan el estatuto antropológico-social con las políticas del significante.
El paradigma de lo literario es deconstruido, re-escrito desde la heteroglosia lingüística, la subversión de signos de la cultura popular y lo subalterno. Este gesto escritural vehicula la manera en que Damaris Calderón (su poética) interpretan y asumen el debe ser del nuevo sentido común (Gramsci) de lo cubano y lo latinoamericano.
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Fragmentos de EL ARTE DE APRENDER A DESPEDIRSE, de Damaris Calderón. Ediciones Aldabón. Matanzas, 2007.
Sábado, 12 de julio, 2003
Partimos hacia el Norte (María Eugenia y yo). Con un poco de aprehensión por mis pies y por si resistiré las más de 24 horas de viaje. Me tomo los analgésicos (noche previa y la mañana misma del viaje). Salimos, a las 10:30 a.m., bus cama. Resistiré. Resisto. De buzo (plomo), cortavientos (rojo) y botas, me subo al bus. Le digo a mis piernas y a mi columna que “no destiñan”, que no me fallen ahora. Es el viaje más largo que emprendo después de la operación y todavía ando con muletas (dos) y me olvidé de pedirle a San Lázaro y untarme cascarilla antes de salir, pero pienso que, a pesar de mi negligencia, San Lázaro será generoso y me ayudará. Babalú Ayé: aché pa' mí: cabeza y pies. Ya estoy en camino: Yo: (Keroac). Yo: Un pedazo de carne con ojos comiéndome el paisaje.
Hasta Los Vilos, una naturaleza que me es conocida: mezcla de cerros de verdor tupido, otros, con manchas verdinegras, apenas con hierba, pinos y eucaliptos en el camino, piedras enormes, peñascos gigantescos abiertos para que el camino (la carretera) pase. Y de pronto, cactus, en todo este panorama. Y el mar, inmenso, destellante, bahía abierta aproximándose a Los Vilos, olas que vienen (en vilo), amagan y se retiran rápidas, mar que no escucho y sin embargo escucho; resonancia de otros mares (mar tropical de una pequeña isla del Caribe), cubierto de escamas literarias y desescamado por el ojo cuchillo carnicero para mirarlo, escucharlo, a través de la ventanilla, sin metáforas. ¿Sin metáforas? Pez, pescado que ¡lo cogí, lo atrapé, picó! Desde el Caribe hasta el Pacífico: bacalao, merluza, era así de grande. Lo que me queda: el esqueleto.