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DOS VECES DOS

Damaris Calderón

 

FUEGO FATUO

Yo inventaba pequeñas historias sórdidas. Ni tan sórdidas: pequeñas historias como la vida minúscula de una hormiga, de una obrera, de una mujer sola, antes y después de llegar a casa. Yo era una mujer sola, recostada a la pared, inventando historias minúsculas como mi vida de hormiga.
La primera: la del accidente. Me había quebrado las rodillas: la forma en que ocurrió lo había olvidado, cambiaba según el número de veces que me vi obligada a contarlo:

1.- Había estado bebiendo, me emborraché, salí y me atropelló un auto.
2.- Había rodado escaleras abajo.
3.- Me las habían quebrado a puntapiés.
4.- Intenté suicidarme, lanzándome ante un auto y el golpe me rompió los pies.
5.- Dos policías me habían acribillado.
6.- Me pasó un camión por arriba y sobreviví.
7.- Fui a caerme, de rodillas, sobre una máquina de escribir eléctrica, en posición votiva.

La forma en que ocurrió se desdibujaba para mí misma, en todas las versiones sin embargo, o en la sumatoria de todas, había algo oscuro: yo había dejado de caminar y tenía las rodillas quebradas sin que supiera por qué.
Tenía la espalda, inmóvil, recostada a la pared donde me apoyaba para inventar pequeñas historias sórdidas. Tenía una ventana donde veía a la gente minúscula, que quizás nadie se detenía a mirar. De algún modo, aunque inmóvil, yo poseía una ventana indiscutida, “indiscreta”, lo que me confería una especie de superioridad. Miraba, los veía abajo, frente a mi ventana y creaba un tejido rápido, apretado como un puño, antes de que desaparecieran.

Secretaria : 32 años, media hora de colación, media de punto corrida, agujereada, viene a encontrarse con su amante antes de regresar dócilmente al trabajo.

Amante: Funcionario gris, 43 años, servil, traje cobarde, aspiraciones de grandeza de fines de semana. Toman un café compartido con sudorosas monedas contadas. Se aparean rápido en el cuarto provisorio, evitando mirarse.

Ejecutivo ante un semáforo: 35 años. Arribista. En su carpeta , una transacción inescrupulosa. Pelo engominado, los zapatos lustrados con saliva. Toda la rabia concentrada en el nudo de la corbata: no se ahorcará: aspira a ascender.

La Ascensión. Una película de A. Tarkovski que poco y nada tiene que ver con estos personajes. ¿O sí? ¿No asciende acaso , también, todo lo pequeño? ¿O sólo cuando son volutas de humo, de fósforo, cenizas sin diamantes, sólo cuando han dejado de arder?

EL ASCENSOR: Se quedó atrapado en el entresuelo- escucho al conserje que grita lo mismo que grita la vieja que se quedó atrapada en el entresuelo:

-“No se puede salir. ¡No hay esperanzas!”

Yo no tengo esperanzas pero tengo una ventana por la que puedo inventar (regir) el destino de los otros.

JUNIOR: Ha estado repartiendo paquetes toda la mañana. Saludos ha estado repartiendo: “Buenos días, Sr., buenos días, Sra., buenos días, mojón de la calle”.
Ha recorrido toda la ciudad: rodillas genuflezas, espalda musculosa doblada. Mira en su muñeca el reloj barato: ha sido humillado. Se comprará una moto, último modelo, donde montará (trofeo) a una rubia teñida con los dientes falsos.

Cambio de luz del semáforo. Dos tipos de chaquetas duras ostentan el cuero mañanero: -Qué tal Billi, qué tal John, qué tal Bili Juanito negro mulato cholo sudaca después de la segunda jarra de cerveza.
Un perro con un hombre. El perro tira del hombre como los enfermeros de la cordura. El perro y el hombre chapotean en el mar de asfalto. ¿O es un mar de sangre?
Los alcatraces picotean la espuma urbana.
Y el Dios Mercurio, cuchillo en mano, desciende desde el horizonte y raja en dos a la vieja de la cartera, que es una malnacida que no comprende el sol.

Me incorporo y gesticulo, sin mover un músculo de la cara, porque a esta alturas yo tampoco comprendo. La reverberación del sol. ¿Soy invulnerable? Alguien, desde alguna ventana debe estar inventando una pequeña historia sórdida , para mí. Alguien, un francotirador, debe estar observándome.
Con avidez busco en las ventanas de los edificios de enfrente. Y entonces lo veo. El me verá a su vez, dispara sobre mí. Caeré, reventada, sobre la acera, convirtiéndome en noticia. La policía vendrá, la gente se aglomerará a mi alrededor y yo apenas tendré tiempo de decir, como inculpando a alguien: “Mercurio psicopompo”. Y cerraré los ojos y me convertiré en suceso.
Pero el asesino, desde la ventana de enfrente ni siquiera me mira. Tiene los ojos bajos, derrotados, fijos en un punto muerto, donde la ciudad transcurre, impotente.

 

 

DOMINGO MUERTO

............... para Rita Martín


La vida era peor que el neorrealismo italiano. Peor que un ladrón de bicicletas. Mi vida se había convertido en una mierda, lo que no era ningún acontecimiento, ni siquiera para mí.

Me fui a La Quinta Normal, a ver una laguna con patos, un charco de agua verdemugre, artificial, con unos botes ridículos y gente ridícula que hacía movimientos enfáticos, como si exudaran, en la miseria, felicidad.

Me fui a ver las momias Chinchorro (las más antiguas del mundo, según el catálogo), en el Museo de Ciencias Naturales. Entre osos polares disecados, bisontes, canguros, tortugas de las Islas Galápagos, cartílagos de tiburón y dientes de ballenas gigantes, estaban ellas. Primero vi los cráneos, despojados de ojos y pespunteados, las mandíbulas donde quedaba aún cierta dignidad y los dientes (lo que fueron unos dientes) aferrados a una comida inexistente.

Hojas de coca, mola y utensilios que tuvieron un uso cotidiano: una cuchara de madera, un jubón de piel donde recoger un cuerpo y un pequeño cráneo, de niño, aplastado, quizás por las manos de su propia madre. (Pensé en las veces en que mi madre había colocado sus manos sobre mi cabeza).

Los indios nortinos , para diferenciarse entre sí, se deformaban el cráneo. Cintas “correctivas” se aplicaban a la cabeza desde la infancia para distinguir a unas etnias de otras. Allí estaban los cráneos, con las distintas protuberancias y los hilos vegetales que habían sobrevivido al tiempo.

Pasó una niña riéndose:- Quiero ver los patos.

Pasó un tipo riéndose:- Tengo tres dientes y me parezco a esa.

Pasó la Muerte, hablando bajo:- ¿Quién quiere oro, quién quiere oro, quién quiere oro?

Arrancaban las vísceras y dejaban el esqueleto limpio y entonces empezaba la reconstrucción: colocaban unas varas en el esqueleto, atravesando la columna; modelaban la carne con el barro, impregnándole pigmentos, y luego a veces la cubrían con la propia piel del difunto.

Había momias “negras”, a las que habían aplicado manganeso, momias “rojas”, a las que les removían los órganos a través de incisiones, procurando la rigidez del cuerpo atravesándole maderos puntiagudos bajo la piel, que a veces era repuesta en forma de vendajes, pintando el rostro de rojo, y momias “embarradas”, (las que habían sido sepultadas con el procedimiento de carne y barro).

Un rostro (lo que fue un rostro del 5000 a.C), con un sobreviviente pelo trenzado, me miró con sus cuencas vacías. Mi metro sesenta y ocho se sostuvo como pudo.

Y entonces, cuando buscaba otra cosa, la vi a ella, no la estatua, sino la mujer de sal, la casi intacta. No le habían aplicado ningún procedimiento artificial, sólo la sal, el salitre nortino, la había conservado así: la boca abierta, como en un gesto de asombro, los fémures aferrados a un pedazo de piel de camélido y las piernas dobladas, cubiertas con unas cuentas de colores.

Pensé en el horror y en la sorpresa de la boca, en las frustraciones de una mujer de la cultura chinchorro, en mis propias piernas, dobladas noches enteras.

Salí a ver los patos.

Llegué hasta el final del parque.

El parque desembocaba en un santuario sudaca de la Virgen de Lourdes, réplica a su vez, del de la gruta de Masabielle. Allí una mujer con un micrófono, ante un grupo de gente pobre y sucia, hablaba de la Inmaculada Concepción, del milagro de estar vivos.

Caminé hasta una de las imágenes de la Gruta. En la aparición número veinte, la Virgen se le manifestó a Bernardita y le ordenó que comiera hierba, para revelarle un secreto.
Entonces, allí mismo, mientras los otros masticaban churros, huevos duros y algodones de azúcar, me puse a comer hierba, sin importarme lo que la gente pensara.

 

* * *

 

Damaris Calderón nació en La Habana, Cuba, en 1967. Escritora y filóloga graduada en Letras por la Universidad de La Habana. Obtuvo los premios El joven poeta e Ismaelillo por su libro de poemas "Se adivina un país". Su obra aparece en diversas antologías de Cuba, México, Colombia, Puerto Rico, España y Estados Unidos. Ha publicado "Con el terror del equilibrista", 1987, "Duras aguas del trópico", 1992, "Guijarros", 1994 y 1997, "Duro de roer", 1999, "Sílabas. Ecce Homo", 2000 y 2001. En 1995 llega a Chile y se desempeña como editora. En 1999 recibe el Premio de Poesía de la Revista de Libros del diario El Mercurio, por su libro "Sílabas. Ecce Homo"

 
 

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Damaris Calderón: Dos veces dos.
(Fuego fatuo; Domingo muerto)