Los
amores del mal
de Damaris Calderón
(El billar de Lucrecia, 2006)
Por Sergio Téllez-Pon.
Lo primero que me asalta al leer Los amores del mal
es una pregunta: ¿El amor es el mismo?, es decir, ¿la
pasión entre ellas —dos mujeres, seguramente, hermosas—, es
igual al de una mujer amando a un hombre? No tendría porque
ser distinto, finalmente es un sentimiento universal aunque
a cada quien nos embargue de diferente manera. Pero no, el amor entre
ellas es como un bárbaro, dice Damaris Calderón
(La Habana, Cuba, 1967): "mi fervor es sangriento", agrega.
El amor entre dos mujeres es, en los poderosos versos de Calderón,
una pasión llevada al extremo, de peligrosa adrenalina y, por
eso, sus cuerpos anudados en una playa de Lesbos "conmueven más
que todos los crepúsculos"
Por
Laura Ruiz
El atlas del arte que la tradición hasta hoy
no ha conseguido, lo ha logrado Damaris Calderón con
Los amores del mal. Estos versos se sostienen en la mezcla
de los primeros pigmentos, rojos y ocres que consiguen delinear a
la muchacha herida que entona canciones nupciales para su amada. Imágenes
en fuga son estas palabras, entrando y saliendo de la hoguera avivada
por los silencios. Luces y sombras conformadoras de un intraducible
tratado, un álbum delicado y desgarrador.
Ciudades de la memoria, sepultadas bajo piedra se suceden aquí.
Los óleos antiguos, los graffitis nunca comprendidos, se posan
bajo el placer provocador del dedo índice de una mujer que
va dándose a sí misma -día y noche- como ofrenda
votiva para los que agonizan ante el dolor de la perfección.
Los amores del mal historiza desde la poesía, da cuenta
de la lengua ávida que a ratos se desespera y
desangra y a ratos roza los cuellos sinuosos creados por Modigliani.
La saliva que gime uniendo los
labios de las hijas bastardas es la misma que perfila las fronteras
donde Damaris Calderón funde el susurro de la lírica,
la muerte en el trópico, sobre el eterno vientre de la amada
y la nobleza de las lenguas sucias después del amor.