"Errante, errática". Juan Carlos Lértora (Comp.),Una
poética de
literatura menor: la narrativa de Diamela Eltit. Santiago, Editorial
Cuarto Propio, 1993. pp. 17-25
Juan Carlos Lértora me ha puesto en la encrucijada de abordar
ciertos aspectos que, al parecer, se reiteran en mis libros y las
condiciones sociales del tiempo en el que me ha correspondido escribir.
Intentaré pues releer algunas de las que han sido mis preocupaciones
a lo largo de estos años. Pero, quisiera señalar que
lo que pueda decir es relativo, que me parece que tiene que ser
desligado de las novelas que he escrito, porque esos libros responden
a un hacer creativo que tiene sus propias leyes de las que yo misma
estoy ausente y, aún más, la mayoría del tiempo
me siento totalmente irresponsable. De la misma manera que siento
que no podría reescribir una sola página de un libro
que ya he publicado, pienso que hay cuestiones contenidas en lo escrito
que están dentro de un espacio que me sobrepasa. Y eso es,
quizás, lo que mantiene vivo en mí el deseo de escritura;
esa voz que se me escapa y que, muchas veces, me exalta o me avergüenza.
Debo decir también que aun cuando mantengo una
línea de pensamiento y posiblemente de escritura, mis certezas
se van movilizando y por ello busco evadir, hasta donde sea posible,
todo tipo de declaración de autor. Las evado porque siento
que si este tipo de pensar tiene algún sentido, es como un
proceso personal que me permite establecer cambios y modificaciones
siempre necesarios, pero no necesarios como para conformar un discurso
que al final termina por ideologizarse, por paralizarse y detener
un tránsito mental que sí me importa mantener en movimiento.
Hablaré pues, sueltamente, parcialmente de algunos
temas.
Escribir bajo dictadura
Lo realmente duro fue vivir bajo dictadura. Vivir bajo
dictadura es inexpresable, parte de un relato que me parece interminable.
No puedo extenderme sobre esta materia como quisiera, pero una forma
de salvataje personal fue escribir y pensar en medio de esa situación.
Es algo tan delicado, en algún punto inenarrable, que resulta
difícil referirlo sin caer en lugares comunes. ¿Cómo
se podrían definir los efectos de un poder negativo, sórdido,
acechante? Aprender a convivir con la impotencia,
soportar un estado de humillaciones cotidianas que se pueden experimentar
en forma profunda cuando se es empleada pública bajo dictadura,
luchar por no caer en la comodidad de la indiferencia, sobrevivir
en medio de una desesperada y desesperante urgencia económica,
entre
otras situaciones, fue mi manera de habitar por muchos, demasiados
años. Escribí en ese entorno, casi, diría, obsesivamente,
no porque creyera que lo que hacía era una contribución
material a nada, sino porque era la única manera en la cual
yo podía salvar -por decirlo de alguna
manera- mi propio honor. Cuando mi libertad -no lo digo en el sentido
literal, sino en toda su amplitud simbólica- estaba amenazada,
pues yo me tomé la libertad de escribir con libertad. Desde
luego para aquellos que publicaron en ese tiempo, no era un ambiente
favorable por el descontrol ante lo cultural. Pero no era, ni ese
és el centro del conflicto. ¿Por qué podrían
haberse dado esas garantías dentro de un territorio tan vigilado,
tan amenazado? Publicar bajo dictadura era, sin duda, el despoblado.
Pero, en mi caso, por el tipo de trabajo que hago, me acompañará
siempre un lugar que es bastante reducido. Y está bien. Creo
que todo aquel que publica un libro espera gestos culturales de recepción,
la verdad es que yo pasé "la prueba de fuego" cuando
me di cuenta que soportaba perfectamente la salida de mi novela Por
la patria el año 1986 en medio de una gran indiferencia
crítica.
Escribí cuatro libros bajo dictadura y es espacio
social que rescato para mí misma de ese tiempo. Pero eso tampoco
reparó por un instante ni las humillaciones, ni el miedo, ni
la pena o la impotencia por las víctimas del sistema. Escribir
en ese espacio fue algo pasional y personal. Mi resistencia política
secreta. Cuando se vive en un entorno que se derrumba, construir un
libro puede ser quizás uno de los escasos gestos de sobrevivencia.
Pero debo decir también, como una memoria positiva
de esos años, que tuve el privilegio de mantener una importante
interlocución con escritores y artistas visuales que me permitieron
el importante ejercicio de pensar, como Raúl Zurita, Nelly
Richard, Lotty Rosenfeld, Carlos Leppe, Eugenio Dittborn, Carlos Altamirano,
Eugenia Brito (por recordar algunos nombres de los primeros años)
cuando, en conjunto, se establecían una serie de preguntas,
tal vez la más importante era, en forma recurrente, la relación
posible, la distancia real entre arte y política, entre arte
y sociedad. El ensayo de obtener una respuesta sigue ejercitándose
-pienso- en cada uno de ellos y espero mantener viva esa pregunta
en mí misma.
Lo Marginal
La verdad es que cuando empecé a escribir Lumpérica
me cerré enteramente sobre un eje de sentido. No podría
decir que opté por ese eje, al menos de manera consciente,
en la medida en que no existió para mí ningún
tipo de disyuntiva. Y después, cuando se publicó el
libro, hube de leer yo misma sus signos de marginalidad. Luego comprendí
que había un hilo que reaparecía y volvía a aparecer
bajo la forma de espacios, personajes o sentidos en cada uno de los
libros y que podían ser relacionados con aspectos ligados a
ciertas marginalidades. Pero, quizás lo más significativo
para mí es que apelando a instancias marginales he podido organizar
algunas estructuras de significación. Y pienso que quizás
es en la estructura donde verdaderamente radique lo que pueda entenderse
por marginalidad y lo que ha marcado mi propio margen como escritora.
La palabra y su centramiento o descentramiento, su acuerdo estético,
su juego y su burla y la torsión, constituyen dentro del proceso
de escritura el mayor desafío que debo afrontar. La espléndida
actividad condensada en contar historias, no está en la línea
de mis aspiraciones, y por ello permanece fuera de mis intereses centrales.
Más importante me resulta ampararme en todas las ambigüedades
posibles que me otorga el hábito de escribir con la palabra
y desde allí emitir unas pocas significaciones.
Me interesa la parte artesanal que tiene el escribir una
novela -quiero decir; una palabra, otra palabra, esa exacta única
palabra, la página-, la lentitud en la cual se van organizando
los sentidos, una cierta noción del tiempo (durante el tiempo
de escritura se anula mi propia vida, se suspende mi propia muerte),
los estadios entrelazados y paradójicos de creación
y de muerte que se juegan allí, el enfrentarse a cada instante
al sentido y al sinsentido de un hacer tan ambiguo, tan material por
otra parte ... en fin.
Todo esto para decir que escribo solamente porque me gusta,
me apasiona escribir y si me gusta escribir pues escribiré
lo que me gusta. Y por eso, mi única limitación son
mis propias limitaciones que, claro, desgraciadamente, son variadas
y constantes.
No me he planteado, hasta el momento, una novela monolítica
basada en la racionalidad de sus mecanismos. Más bien me ha
interesado el divagar que permite la fragmentación, la pluralidad,
la arista y el borde. Creo que Juan Carlos Lértora lo dice
mucho mejor que yo, cuando se refiere a lo que él llama "la
dispersión". Lo disperso será siempre aquello que
se recorta como margen porque cuestiona los centros y su unidad. Trabajar
con pedazos de materiales, con retazos de voces, explorar vagamente
(digo, a la manera vagabunda) los géneros, la mascarada, el
simulacro y la verbalizada emoción, ha sido mi lugar literario.
La verdad es que yo aprecio esos lugares, pero no significa que piense
que son los únicos posibles en literatura; por el contrario,
siento que la escritura
es tan múltiple y que lo importante es construir ciertos espacios
estéticos que porten sentidos. Creo que ahí está
el centro del dilema literario.
Otros Márgenes
Por otra parte me he resignado a la idea de que tengo
la cabeza que tengo y no otra, sólo tengo la sintaxis que tengo.
Mi lugar de conmoción estética y social, debo reconocerlo,
está puesto en lados que resultan esquivos, en ciertos lugares
en los que el poder o la norma, o el convenio (o como se llame) tiende
a ajustar cuentas que al final siempre resultan desfavorables, desfavorecidas.
Ejemplar me ha resultado lo que ha sido mi observación de los
códigos dominantes -para decirlo de alguna
manera- chilenos. Me refiero a esos comportamientos que me parecen
excluyentes o reductores, aquellos que, desde su anacronismo de clase
o desde su voracidad económica, tejen condicionantes de conductas,
cuando no estereotipada, represivas.
Pero, detrás de esto, está una de las pocas
convicciones que me rigen y que es la conciencia de pertenecer a un
país con múltiples dificultades sociales, un país
marcado por la desigualdad. Por esas desigualdades que experimentan
hombres y mujeres chilenos y que son ya viciosas, es que, quizás,
deposito mi único gesto posible de rebelión política,
de rebeldía social al poner una escritura en algo refractaria
a la comodidad, a los signos confortables. Quizás me equivoque
en todo lo que he dicho y más aún, parece que el febríl
y comercial curso de los tiempos me desmiente, pero sigo pensando
lo literaio más bien como una disyuntiva que como una zona
de respuestas que dejen felices y contentos a los lectores. El lector
(ideal) al que aspiro es más problemático, con baches,
dudas, un lector más bien cruzado por incertidumbres. Y allí
el margen, los múltiples márgenes posibles marcan, entre
otras cosas, el placer y la felicidad, pero además el disturbio
y la crisis.
Como yo no nací en cuna de oro y me enfrento diariamente
a salvar la subsistencia de mi familia y la mía propia, estoy
a perpetuidad en la vereda de las trabajadoras y porto la disciplina,
pero también la rebeldía legítima y legal de
la subordinada social. Por eso, tal vez, desde mi infancia de barriobajo,
vulnerada por crisis familiares, como hija de mi padre y de sus penurias,
estoy abierta a leer los síntomas del desamparo, sea social,
sea mental. Mi solidaridad política mayor, irrestricta, y hasta
épica, es con esos espacios de desamparo, y mi aspiración
es a un mayor equilibrio social y a la flexibilidad en los aparatos
de poder.
Ser Mujer, Ser Escritora en Chile
Pienso que
la escritura es un instrumento social y no puede ser sexualizada.
Su ejercicio histórico, su puesta en escena -por decirlo de
alguna manera-, ha sido mayoritariamente del dominio de los hombres,
pero eso es un dato. Significativo quizás, pero es un dato.
Me parece pues reductor efectuar desde la sexualidad biológica,
la bipolaridad crítica de leer producciones linealmente como
femeninas-mujeres y masculinas-hombres. Mi interés más
bien está puesto en el cómo se conforman cuerpos, pero
cuerpos de escritura, con relativa independencia del sexo de su autor.
En este tiempo he pensado que el conflicto descansa en las condicionantes
de género. Y allí se hace evidente que lo asignado al
género masculino pasa especialmente por la administración
de los poderes centrales; en cambio, lo que se entiende como femenino
es lo subordinado, periférico a esos poderes. Sé que
lo que afirmo podría parecer simplista, tal vez lo es, tengo
claro que es una materia de mayor complejidad, yo no me considero
una especialista, sólo intento pensar/pensarme desde mis precarias
y particulares trincheras.
En este contexto,
me resultan interesantes las operaciones que se realizan con las normativas
novelescas, por ejemplo. Existen escritoras que son -es una metáfora-
masculinas en su manera de operar con los códigos, y escritores,
en cambio, que descentran los centros (como Joyce) y se pondrían
más cerca de la categoría de lo femenino. Lo digo no
como identidad sexual, sino en la esfera de las convenciones sociales,
como es la convención del género. Y, desde luego, existen
todos los puntos intermedios, límites, fluctuantes. Quiero
señalar este aspecto, porque me resulta evidente que se puede
jugar con la construcción de determinados cuerpos de escritura,
cargarlos con signos y para mí resulta estratégico cuál
cuerpo de escritura se conforma, qué signo emite. Lo digo también
por la voluntad de leer los temas literarios como el único
síntoma de filiación de una obra. Por ejemplo, una novela
que aborde el tema de la disconformidad política dentro de
un canon literario conservador, no necesariamente realiza una crítica,
en la medida que sus mecanismos de producción permanezcan intocados.
O una novela que se presente como feminista o femenina o de mujer,
no sería transgresora por su mera referencialidad con los dilemas
de la realidad. Entonces mi idea es leer cada vez los textos y encontrar
allí sus puntos políticos.
Por otra parte,
creo que toda obra artística tiene una puesta en escena política
de acuerdo a la administración de sus materiales, según
los sentidos que va irradiando. Creo entender que una cierta teoría
y crítica feministas buscan dilucidar gestos de crisis o de
resistencia o la calidad del sujeto en algunas producciones escritas
por mujeres. Y eso es importante. Pero existe otra modalidad crítica
en la que se avala cualquier obra literaria de mujeres desde una lectura
sociológica. No me convence este razonamiento, pues lo que
podría pasar es que las mujeres escritoras entren a habitar
en un gran ghetto, en una mejor periferia, compitiendo entre ellas,
pero que el sistema central permanezca intocado.
Sin embargo,
a pesar de todo lo dicho, existe otro factor, que es el espacio social
y cultural en el que se debate la mujer que escribe. Su vida concreta
como escritora. Y ahí existe un gran problema. No quiero hablar
más allá de mí misma porque no me corresponde.
Lo que voy a señalar, que para mí no tiene mayor importancia
en relación a mi hacer, quiero exponerlo aquí solo como
un ejercicio didáctico. En mi caso personal he experimentado
los efectos discriminadores, encubiertos bajo
distintos gestos. El "no se entiende", que aplicado a algunos
autores hombres quizás pudiera ser una frase prestigiosa, un
desafío de lectura, en mi caso ha terminado por ser un slogan
determinista y excluyente. El hecho de intentar mantener un discurso
cultural, centrado en los dilemas que presenta la escritura, me ha
dado la paradójica mala fama de ser percibida como "muy
intelectual". Y ese "muy intelectual" no es de ninguna
manera halagador, sino el modo de descartar un canal de comunicación.
Pero, a fin de cuentas, eso forma parte de las reglas de un determinado
juego cultural. No pienso que en estas actitudes exista una mala fe
expresa, sólo leo allí la manera inconsciente en la
que se pone en entredicho el decir y el hacer de la mujer. Al parecer
se espera que la mujer responda a ciertos modelos dominantes en los
cuales se ha cursado su palabra, su escritura. Muchos de esos modelos
me parecen muy frágiles porque han sido tan simplificados que
se han despojado de matices. No es el espacio del folletín
amoroso el único posible para la mujer, ni el de la abnegación
irrestricta ni el anecdotismo de la liberalidad sexual. Más
importante me parece que es el despliegue de la constelación
meditada de un pensamiento que conecte lo individual con lo público,
lo subjetivo con lo social.
Batallo en
lo que se denomina "el triple trabajo", como empleada que
depende de su propio salario mensual, como responsable de mi espacio
familiar y domestico, como escritora. Hay allí muchos roles
y desdoblamientos. Y esto no es fácil. Y como no es fácil,
mi gran desafío es compatibilizar -hasta donde se pueda- estas
instancias y productivizar mi tiempo para escribir. Por lo demás,
todas las trabas que acechan a la mujer que escribe no se pueden adjudicar
a lo exterior, ni a los hombres en particular. Muchos de los obstáculos
están incluso en el siquismo de la mujer como efecto de los
dictámenes de la cultura en que nació. Hay cuestiones
en mí misma que, aunque me parecen tramposas, forman parte
de las convenciones con las que crecí, y pienso que me acompañarán
hasta mi muerte. Creo comprender, en parte, la cultura en la que habito,
sus aciertos y desaciertos. La minoría de la mujer frente a
los diversos poderes no es la única; están las minorías
étnicas, sexuales, económicas con parecidos conflictos.
Aunque me siento comprometida en cada una de las luchas simbólicas
y civiles por mejorar la situación de la mujer, no tengo ni
el poder ni la capacidad para cambiar los hábitos nacionales,
ni me gustaría convertirme en una predicadora febril que deba
corregir gestos públicos o privados. Lo único que puedo
hacer frente a tantos detalles irónicos o malignos o injustos
que cercan a la mujer que escribe es, precisamente, intentar escribir
mis libros con libertad, sin caer en programas —ni complacientes ni
redentores- y luchar porque sean publicados. Qué más
podría hacer. Yo escribo porque me gusta, la verdad es que
sólo soy una escritora entre muchas.
Imagen:
Dig. sobre una fotografía de Soledad Campaña