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PREMIO NOBEL. Elfriede Jelinek:
El arte de la crueldad


Por Diamela Eltit
Artes y Letras de El Mercurio. 9 de Enero de 2005


La recepción de la Premio Nobel de Literatura 2004 en nuestro país -amén de haber sorteado las barreras que impone un premio muy machista- bordeó el agravio. Una lectura más seria de dos de sus obras busca reparar en parte dicha injusticia.

En el interior de un espacio sociocultural regido por un capitalismo sin fronteras ni límites, me pregunto qué dimensiones verdaderamente literarias alcanza en este presente una premiación. Me hago esta pregunta en la medida en que esta práctica -la proliferación de los premios- se ha convertido en un protocolo social vaciado de su espesor para transformarse, en cambio, en una aguda agencia impulsada por las editoriales en un denodado esfuerzo para implementar las ventas y promover la comercialización del libro. Desde luego, la interrogante que establezco no apunta a negar ni menos cuestionar la modalidad de la premiación literaria en sí misma, lo que quiero señalar es más bien su inestabilidad como hito, su pérdida de consistencia crítica, su conversión mediática en espectáculo efímero.

Por otra parte, y esto me parece estratégico, todo premio se articula en el marco de deliberaciones que originan una decisión específica, quiero decir, una entre otras posibles. Así el premio literario -que es el tema que nos convoca hoy- comporta un carácter arbitrario, nunca divinizado, sino más bien una situación particular de consenso por parte de un grupo especializado.

Premios y sospechas

Me parece necesario, entonces, mantener una actitud cautelosa con los premios literarios, no naturalizarlos ni espectacularizarlos, sino entenderlos como marcas culturales, desde luego, importantes, pero nunca absolutas.

En este sentido, el Premio Nobel de Literatura, el más prestigioso del mundo occidental, merece una especial consideración. La Academia Sueca se ha validado a sí misma al mantener una sostenida opción por obras que no necesariamente habitan los espacios dominantes. Junto con reconocer esos espacios, ha elaborado gestos de reconocimiento hacia sectores de la producción literaria cuyo impacto se inscribe en los lugares que podrían ser denominados como "minoritarios". Entonces, este premio aún conserva, más allá de las omisiones y legítimas interrogantes que toda premiación produce, su carácter literario sobre consideraciones o bien populistas o de impacto comercial.

Sin embargo, quiero detenerme en un aspecto que me parece significativo. De acuerdo a la especulación mediática se dijo, con anterioridad a los resultados, que el Premio Nobel de Literatura, en su versión 2004, iba a recaer sobre una mujer, lo cual efectivamente ocurrió. Se conjeturaron nombres como los de Margaret Atwood o Doris Lessing, sin embargo, el premio fue otorgado a una autora que estaba ausente en la nómina de los augurios periodísticos: la escritora austríaca Elfriede Jelinek.

La "obligación" de premiar a una mujer pone sobre el tapete el problema de la repartición social en la que se desenvuelve la asignación de género. O dicho de otra manera (de una manera radical), se podría asegurar que los premios -incluido el Nobel- están pensados para hombres y no para mujeres, lo que implicaría, de tiempo en tiempo, abrir una subcategoría, la de "mujer". Y allí, en ese "sub", emprender la tarea de escoger entre mujeres posibles. De esa manera se sexualiza (biologiza) una práctica que es enteramente cultural.

Antonin Artaud buscó la inscripción de un cuerpo sin órganos para conceptualizar su propuesta literaria. Quiso "desbiologizar" y poner de manifiesto los órdenes simbólicos cuando aludió al gesto y al pensamiento como motores en la configuración del cuerpo del arte. Pero, al contrario del autor francés, los poderes hegemónicos insisten en privilegiar los órganos (genitales) como sitio central de las producciones culturales; es decir, mantener supeditada la cultura al órgano del que escribe y allí, el pene, permutado en falo, transformado en logo, deshace su camino para erigirse en territorio monopólico de un cuerpo eminentemente órgano.

Cuotas sexuales

De esta manera se repone la vieja pregunta: ¿tiene sexo la escritura? Una respuesta teórica, técnica, analítica, debería contestar: no. Pero, de otro punto de vista, la escritura pensada como política e instrumento de dominación social, la respuesta sería completamente inversa: sí tiene. O, más aun, la escritura es sexo.

Ingresar a la obra de Elfriede Jelinek, en el marco de la obtención del Premio Nobel, implica entonces analizar este preciso lugar, me refiero a un galardón -por decirlo de alguna manera- ultra obtenido en la medida que iba a ser otorgado a una mujer bajo un arbitrario sistema de cuotas sexuales -hay que insistir- también ultra escasas.

En esta frontera, la elección de Elfriede Jelinek como Premio Nobel de Literatura continúa la línea de producciones minoritarias que antes se asignaron a figuras tales como Samuel Beckett o Claude Simon. Obras que, desde la absorta, abigarrada sede de la letra, fueron construyendo un complejo horizonte de sentido.

No obstante, a diferencia de los premios obtenidos por Samuel Beckett o Claude Simon, la elección de Elfriede Jelinek ha producido tensiones. No sólo sobresaltos literarios, sino también políticos. La escritura de Beckett transita diversos soportes, novela, teatro, guiones para radio, escritos fragmentarios y de género indeterminado, donde los sujetos de esos textos son no sólo escurridizos o, utilizando un término actual, cercanos a lo post humano ("Molloy"), sino también bordean el límite de lo ininteligible como deliberada y desafiante matriz literaria.

El prestigio de la propuesta de Samuel Beckett convirtió su premio en justicia, en un honor ampliamente merecido. No ha sido el caso de Jelinek, que no ha conseguido concitar la misma celebración crítica. Más aún, la recepción chilena bordea el agravio, puesto que la descalificación ni siquiera contempla la lectura de su obra, me refiero al desafortunado artículo publicado por el escritor Enrique Lafourcade en el diario El Mercurio, doblemente incomprensible si se piensa que el mismo autor escribió la novela "Invención a dos voces", texto consistente e insuficientemente estudiado, cuyo abordaje narrativo estaba impulsado por estimulantes operaciones literarias consideradas vanguardistas o experimentales. Desde luego -tengo que insistir-, no estoy pensando en recepciones unánimes, pero sí, al menos, fundadas teórica y críticamente. La literatura tiene líneas diversas y hasta divergentes que abren un campo plural de opciones con la letra, dispersando experiencias narrativas y políticas de la palabra.

La pianista

Elfriede Jelinek transita superficies sociales que pueden ser consideradas duras o implacables o crueles. Su propuesta mantiene un diálogo con un sector de la tradición literaria europea, esa tradición que fue formulada desde textos considerados iluminados o límites. Entre las referencias posibles que transita su obra comparece muy nítida la producción del Marqués de Sade, quien puso de manifiesto las relaciones más violentas (de orden sexual) que comporta el ejercicio del poder institucional en contra de los cuerpos. De alguna manera, en el curso desviado que puede llegar a adquirir la cita, se puede pensar en Jarry y su poderosa pieza teatral Ubu Rey. Desde otro lugar, también es perceptible la posición de Arthur Rimbaud y su anticipación clarividente de los alcances que iba a adquirir el nuevo sujeto, el sujeto moderno, protagonista de la sociedad indus- trial. Y cómo no, la deconstrucción del narrador y la preeminencia del significante que tan magistralmente hubo de trabajar la narrativa de James Joyce.

Madre e hija

En las novela La Pianista y Los Excluidos, Elfriede Jelenik se ubica en el presente marcado por el transcurso post industrial europeo. Más allá de las diferencias entre cada uno de los textos citados, existe entre ellos una sensibilidad común, una posición narrativa, una mirada que forma y deforma la realidad. Una realidad que aparece y desaparece para permitir incesantes preguntas en torno al poder, la memoria, la familia, la ideología, el cuerpo.

La Pianista se cierra sobre el agobiador y patológico nexo entre madre e hija sumergidas en voracidades mutuas de apropiación y coerción. Desde una superficie narrativa parca, distanciada y fría (las frases cortas, filosas, precisas), ambos personajes padecen el horror privado de haberse (mal) pertenecido en una degradada negociación que ya no discrimina entre el odio y el afecto: "Nos quedamos entre nosotras, ¿no es verdad, Erika?, no necesitamos a nadie".

El texto da cuenta de la construcción programada de una artista por parte de la madre, de una artista que no debe sino ser descollante. Erika entonces viene al mundo para servir al propio deseo de la madre que es en definitiva el diseño de una mujer sin deseo.

Ausente de goce, coartada de cualquier expansión de los sentidos, se entrega a la música como sede cotidiana. Sin conseguir ser la artista pensada por la madre, solamente se convierte en la profesora de otros "no artistas" como ella. Llega a ser la austera y compleja profesora de piano, una cifra laboral, un cuerpo fríamente resentido que transita los espacios institucionales asignados y los otros -los de la trasgresión- con la misma congelada obstinación.

La superficie narrativa recoge de manera incesante las vueltas y revueltas de la relación madre e hija y las consecuencias de esa unión. Erika, en tanto programa, no siente, sólo observa distanciando mirada y cuerpo. Sumerge el cuerpo de su mirada en una serie de rituales que van desde la autolaceración hasta la pornografía y que son perfectamente integrados a su vida cotidiana. Estos actos, fundamentalmente de orden voyerista, aparecen como simples acciones burocráticas que se efectúan con la misma falta de pasión e idéntico rigor al que emplea en su labor de pianista o al encierro junto a la madre. Esa monótona burocracia que envuelve a Erika Kohut, aun en sus actos socialmente transgresivos, llevan la narración a nombrarla en algunos tramos de la novela como "K" en una cita frontal con Franz Kafka que se va erigir simbólicamente como referente cultural clave para leer lo que se podría denominar como una particular "mujer kafkiana".

Precisamente ahora es la vida la que se convierte en una burocracia sin sentido ante la falta de sentir. La vida misma puede ser percibida como una institución infranqueable, de índole totalitaria, que no puede sino sostenerse en un remanente considerable de violencia.

Si la violencia mística se ejerció como fundamento de un proceso de purificación (me refiero a las prácticas de laceración conventuales), o la violencia política como parte de un programa depredador del poder, la violencia que circula por la novela La Pianista ni cura ni aniquila. Circula, actúa, se integra, se extiende como soporte de la vida cotidiana.

Los excluidos

El golpe, la sangre, el oprobio forman parte de un sistema vital que deshace el dramatismo anómalo que porta el golpe o la sangre o el oprobio, para reponerse como remanentes críticos de cuerpos entregados a un transcurso social de vidas seriadas, menores, asfixiantes.

En la novela Los Excluidos, el mapa textual aborda un grupo de jóvenes -Los hermanos Rainer y Anna y los amigos Sophie y Hans- que transita un orden residual. No se trata de marginalidades sociales, sino más bien de jirones históricos y políticos. El padre de Rainer y Anna, en tanto vencido nazi memorioso, rehace su camino ya no como responsable del campo de concentración, sino como jefe de una familia que le permite la creación de un "campo" alternativo. Allí experimenta científicamente, en el cuerpo de la esposa-madre y en sus hijos, un poder destructivo traspasado de angustia. En el otro frente de la ideología, la madre proletaria, filiada rígidamente a la ideología de clase, parodia inútilmente a la obrera orgánica e intenta traspasarle a su hijo, el obrero Hans, éticas y estéticas políticas en medio de una realidad ya enteramente inorgánica.

Hans no ama la condición ni el halo proletario, al revés, se esmera en profanar, atacar y destruir todo el saber obrero que, con devoción, la madre cultiva... Sophie, en cambio, ella es la hija vacua de una burguesía desapasionada y entregada, así, al letargo hostil de su comodidad.

"Hijos de la historia"

Los jóvenes funcionan en un presente que porta las excedencias de un pasado. Aunque transitan conceptualmente entre la literatura, la música, los discursos culturales, entregan sus cuerpos a prácticas desestabilizadoras del orden institucional y jurídico. De manera brutal e implacable asaltan a desprevenidos ciudadanos, guiados por un ideario anárquico que no persigue el botín, sino sólo releva el gesto transgresivo. Fatalmente, la novela se precipita, ésta se precipita hacia el crimen. Rainer, el poeta, asesina a su propia familia profundizando hasta el paroxismo la saña.

Los Excluidos traza una metáfora posible de la resonancia expansiva que porta la historia y la ideología. La memoria parece exceder una simple acumulación de traumas y de imágenes que habitan en los protagonistas que portan la experiencia directa de las épocas.

Más bien la memoria opera como materia social; fluye y se dispersa fragmentariamente en los cuerpos ajenos a esa experiencia directa -los descendientes de la historia- para formar un confuso nudo de violencia contaminada y contaminante. Se podría aventurar que, en esta novela, la familia opera como paradigma del sistema y se hace sociedad, historia.

Así se asiste entonces a la construcción poderosa de una metáfora aguda de los "hijos de la historia", que si bien sutura las oposiciones sociales y políticas de sus antecesores -la reunión de la burguesía, el nazismo y el marxismo-, precisamente por la confusión y la dimensión de las heridas que porta esta juntura, no puede sino desembocar en una nueva catástrofe social, esta vez sin objetivo político como no sea una destrucción que se legitima en la vocación a la destrucción que ha caracterizado el devenir humano. Elfriede Jelinek escogió transitar estéticamente, sin parar, sin tregua, esta condición inhumana para así permitir el estallido estrepitoso de la dolorosa, imperfecta, humanidad.

Este texto fue leído en el Homenaje a la escritora Elfriede Jelinek en el Instituto Goethe.

 

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Premio Nobel. Elfriede Jelinek: El arte de la crueldad.
Por Diamela Eltit
Fuente: Artes y Letras de El Mercurio
9 de Enero de 2005.