La recepción de la Premio Nobel de Literatura
2004 en nuestro país -amén de haber sorteado las barreras
que impone un premio muy machista- bordeó el agravio. Una lectura
más seria de dos de sus obras busca reparar en parte dicha
injusticia.
En el interior de un espacio sociocultural regido por
un capitalismo sin fronteras ni límites, me pregunto qué
dimensiones verdaderamente literarias alcanza en este presente una
premiación. Me hago esta pregunta en la medida en que esta
práctica -la proliferación de los premios- se ha convertido
en un protocolo social vaciado de su espesor para transformarse,
en cambio, en una aguda agencia impulsada por las editoriales en un
denodado esfuerzo para implementar las ventas y promover la comercialización
del libro. Desde luego, la interrogante que establezco no apunta a
negar ni menos cuestionar la modalidad de la premiación literaria
en sí misma, lo que quiero señalar es más bien
su inestabilidad como hito, su pérdida de consistencia crítica,
su conversión mediática en espectáculo efímero.
Por otra parte, y esto me parece estratégico, todo premio
se articula en el marco de deliberaciones que originan una decisión
específica, quiero decir, una entre otras posibles. Así
el premio literario -que es el tema que nos convoca hoy- comporta
un carácter arbitrario, nunca divinizado, sino más bien
una situación particular de consenso por parte de un grupo
especializado.
Premios y sospechas
Me parece necesario, entonces, mantener una actitud
cautelosa con los premios literarios, no naturalizarlos ni espectacularizarlos,
sino entenderlos como marcas culturales, desde luego, importantes,
pero nunca absolutas.
En este sentido, el Premio Nobel de Literatura, el más prestigioso
del mundo occidental, merece una especial consideración. La
Academia Sueca se ha validado a sí misma al mantener una sostenida
opción por obras que no necesariamente habitan los espacios
dominantes. Junto con reconocer esos espacios, ha elaborado gestos
de reconocimiento hacia sectores de la producción literaria
cuyo impacto se inscribe en los lugares que podrían ser denominados
como "minoritarios". Entonces, este premio aún conserva,
más allá de las omisiones y legítimas interrogantes
que toda premiación produce, su carácter literario sobre
consideraciones o bien populistas o de impacto comercial.
Sin embargo, quiero detenerme en un aspecto que me parece significativo.
De acuerdo a la especulación mediática se dijo, con
anterioridad a los resultados, que el Premio Nobel de Literatura,
en su versión 2004, iba a recaer sobre una mujer, lo cual efectivamente
ocurrió. Se conjeturaron nombres como los de Margaret Atwood
o Doris Lessing, sin embargo, el premio fue otorgado a una autora
que estaba ausente en la nómina de los augurios periodísticos:
la escritora austríaca Elfriede Jelinek.
La "obligación" de premiar a una mujer pone sobre
el tapete el problema de la repartición social en la que se
desenvuelve la asignación de género. O dicho de otra
manera (de una manera radical), se podría asegurar que los
premios -incluido el Nobel- están pensados para hombres y no
para mujeres, lo que implicaría, de tiempo en tiempo, abrir
una subcategoría, la de "mujer". Y allí, en
ese "sub", emprender la tarea de escoger entre mujeres posibles.
De esa manera se sexualiza (biologiza) una práctica que es
enteramente cultural.
Antonin Artaud buscó la inscripción de un cuerpo sin
órganos para conceptualizar su propuesta literaria. Quiso "desbiologizar"
y poner de manifiesto los órdenes simbólicos cuando
aludió al gesto y al pensamiento como motores en la configuración
del cuerpo del arte. Pero, al contrario del autor francés,
los poderes hegemónicos insisten en privilegiar los órganos
(genitales) como sitio central de las producciones culturales; es
decir, mantener supeditada la cultura al órgano del que escribe
y allí, el pene, permutado en falo, transformado en logo, deshace
su camino para erigirse en territorio monopólico de un cuerpo
eminentemente órgano.
Cuotas sexuales
De esta manera se repone la vieja pregunta: ¿tiene sexo la
escritura? Una respuesta teórica, técnica, analítica,
debería contestar: no. Pero, de otro punto de vista, la escritura
pensada como política e instrumento de dominación social,
la respuesta sería completamente inversa: sí tiene.
O, más aun, la escritura es sexo.
Ingresar a la obra de Elfriede Jelinek, en el marco de la obtención
del Premio Nobel, implica entonces analizar este preciso lugar, me
refiero a un galardón -por decirlo de alguna manera- ultra
obtenido en la medida que iba a ser otorgado a una mujer bajo un arbitrario
sistema de cuotas sexuales -hay que insistir- también ultra
escasas.
En esta frontera, la elección de Elfriede Jelinek como Premio
Nobel de Literatura continúa la línea de producciones
minoritarias que antes se asignaron a figuras tales como Samuel Beckett
o Claude Simon. Obras que, desde la absorta, abigarrada sede de la
letra, fueron construyendo un complejo horizonte de sentido.
No obstante, a diferencia de los premios obtenidos por Samuel Beckett
o Claude Simon, la elección de Elfriede Jelinek ha producido
tensiones. No sólo sobresaltos literarios, sino también
políticos. La escritura de Beckett transita diversos soportes,
novela, teatro, guiones para radio, escritos fragmentarios y de género
indeterminado, donde los sujetos de esos textos son no sólo
escurridizos o, utilizando un término actual, cercanos a lo
post humano ("Molloy"), sino también bordean el límite
de lo ininteligible como deliberada y desafiante matriz literaria.
El prestigio de la propuesta de Samuel Beckett convirtió su
premio en justicia, en un honor ampliamente merecido. No ha sido el
caso de Jelinek, que no ha conseguido concitar la misma celebración
crítica. Más aún, la recepción chilena
bordea el agravio, puesto que la descalificación ni siquiera
contempla la lectura de su obra, me refiero al desafortunado artículo
publicado por el escritor Enrique Lafourcade en el diario El Mercurio,
doblemente incomprensible si se piensa que el mismo autor escribió
la novela "Invención a dos voces", texto consistente
e insuficientemente estudiado, cuyo abordaje narrativo estaba impulsado
por estimulantes operaciones literarias consideradas vanguardistas
o experimentales. Desde luego -tengo que insistir-, no estoy pensando
en recepciones unánimes, pero sí, al menos, fundadas
teórica y críticamente. La literatura tiene líneas
diversas y hasta divergentes que abren un campo plural de opciones
con la letra, dispersando experiencias narrativas y políticas
de la palabra.
La pianista
Elfriede Jelinek transita superficies sociales que pueden ser consideradas
duras o implacables o crueles. Su propuesta mantiene un diálogo
con un sector de la tradición literaria europea, esa tradición
que fue formulada desde textos considerados iluminados o límites.
Entre las referencias posibles que transita su obra comparece muy
nítida la producción del Marqués de Sade, quien
puso de manifiesto las relaciones más violentas (de orden sexual)
que comporta el ejercicio del poder institucional en contra de los
cuerpos. De alguna manera, en el curso desviado que puede llegar a
adquirir la cita, se puede pensar en Jarry y su poderosa pieza teatral
Ubu Rey. Desde otro lugar, también es perceptible la posición
de Arthur Rimbaud y su anticipación clarividente de los alcances
que iba a adquirir el nuevo sujeto, el sujeto moderno, protagonista
de la sociedad indus- trial. Y cómo no, la deconstrucción
del narrador y la preeminencia del significante que tan magistralmente
hubo de trabajar la narrativa de James Joyce.
Madre e hija
En las novela La Pianista y Los Excluidos, Elfriede Jelenik se ubica
en el presente marcado por el transcurso post industrial europeo.
Más allá de las diferencias entre cada uno de los textos
citados, existe entre ellos una sensibilidad común, una posición
narrativa, una mirada que forma y deforma la realidad. Una realidad
que aparece y desaparece para permitir incesantes preguntas en torno
al poder, la memoria, la familia, la ideología, el cuerpo.
La Pianista se cierra sobre el agobiador y patológico nexo
entre madre e hija sumergidas en voracidades mutuas de apropiación
y coerción. Desde una superficie narrativa parca, distanciada
y fría (las frases cortas, filosas, precisas), ambos personajes
padecen el horror privado de haberse (mal) pertenecido en una degradada
negociación que ya no discrimina entre el odio y el afecto:
"Nos quedamos entre nosotras, ¿no es verdad, Erika?, no
necesitamos a nadie".
El texto da cuenta de la construcción programada de una artista
por parte de la madre, de una artista que no debe sino ser descollante.
Erika entonces viene al mundo para servir al propio deseo de la madre
que es en definitiva el diseño de una mujer sin deseo.
Ausente de goce, coartada de cualquier expansión de los sentidos,
se entrega a la música como sede cotidiana. Sin conseguir ser
la artista pensada por la madre, solamente se convierte en la profesora
de otros "no artistas" como ella. Llega a ser la austera
y compleja profesora de piano, una cifra laboral, un cuerpo fríamente
resentido que transita los espacios institucionales asignados y los
otros -los de la trasgresión- con la misma congelada obstinación.
La superficie narrativa recoge de manera incesante las vueltas y
revueltas de la relación madre e hija y las consecuencias de
esa unión. Erika, en tanto programa, no siente, sólo
observa distanciando mirada y cuerpo. Sumerge el cuerpo de su mirada
en una serie de rituales que van desde la autolaceración hasta
la pornografía y que son perfectamente integrados a su vida
cotidiana. Estos actos, fundamentalmente de orden voyerista, aparecen
como simples acciones burocráticas que se efectúan con
la misma falta de pasión e idéntico rigor al que emplea
en su labor de pianista o al encierro junto a la madre. Esa monótona
burocracia que envuelve a Erika Kohut, aun en sus actos socialmente
transgresivos, llevan la narración a nombrarla en algunos tramos
de la novela como "K" en una cita frontal con Franz Kafka
que se va erigir simbólicamente como referente cultural clave
para leer lo que se podría denominar como una particular "mujer
kafkiana".
Precisamente ahora es la vida la que se convierte en una burocracia
sin sentido ante la falta de sentir. La vida misma puede ser percibida
como una institución infranqueable, de índole totalitaria,
que no puede sino sostenerse en un remanente considerable de violencia.
Si la violencia mística se ejerció como fundamento
de un proceso de purificación (me refiero a las prácticas
de laceración conventuales), o la violencia política
como parte de un programa depredador del poder, la violencia que circula
por la novela La Pianista ni cura ni aniquila. Circula, actúa,
se integra, se extiende como soporte de la vida cotidiana.
Los excluidos
El golpe, la sangre, el oprobio forman parte de un sistema vital
que deshace el dramatismo anómalo que porta el golpe o la sangre
o el oprobio, para reponerse como remanentes críticos de cuerpos
entregados a un transcurso social de vidas seriadas, menores, asfixiantes.
En la novela Los Excluidos, el mapa textual aborda un grupo de jóvenes
-Los hermanos Rainer y Anna y los amigos Sophie y Hans- que transita
un orden residual. No se trata de marginalidades sociales, sino más
bien de jirones históricos y políticos. El padre de
Rainer y Anna, en tanto vencido nazi memorioso, rehace su camino ya
no como responsable del campo de concentración, sino como jefe
de una familia que le permite la creación de un "campo"
alternativo. Allí experimenta científicamente, en el
cuerpo de la esposa-madre y en sus hijos, un poder destructivo traspasado
de angustia. En el otro frente de la ideología, la madre proletaria,
filiada rígidamente a la ideología de clase, parodia
inútilmente a la obrera orgánica e intenta traspasarle
a su hijo, el obrero Hans, éticas y estéticas políticas
en medio de una realidad ya enteramente inorgánica.
Hans no ama la condición ni el halo proletario, al revés,
se esmera en profanar, atacar y destruir todo el saber obrero que,
con devoción, la madre cultiva... Sophie, en cambio, ella es
la hija vacua de una burguesía desapasionada y entregada, así,
al letargo hostil de su comodidad.
"Hijos de la historia"
Los jóvenes funcionan en un presente que porta las excedencias
de un pasado. Aunque transitan conceptualmente entre la literatura,
la música, los discursos culturales, entregan sus cuerpos a
prácticas desestabilizadoras del orden institucional y jurídico.
De manera brutal e implacable asaltan a desprevenidos ciudadanos,
guiados por un ideario anárquico que no persigue el botín,
sino sólo releva el gesto transgresivo. Fatalmente, la novela
se precipita, ésta se precipita hacia el crimen. Rainer, el
poeta, asesina a su propia familia profundizando hasta el paroxismo
la saña.
Los Excluidos traza una metáfora posible de la resonancia
expansiva que porta la historia y la ideología. La memoria
parece exceder una simple acumulación de traumas y de imágenes
que habitan en los protagonistas que portan la experiencia directa
de las épocas.
Más bien la memoria opera como materia social; fluye y se
dispersa fragmentariamente en los cuerpos ajenos a esa experiencia
directa -los descendientes de la historia- para formar un confuso
nudo de violencia contaminada y contaminante. Se podría aventurar
que, en esta novela, la familia opera como paradigma del sistema y
se hace sociedad, historia.
Así se asiste entonces a la construcción poderosa de
una metáfora aguda de los "hijos de la historia",
que si bien sutura las oposiciones sociales y políticas de
sus antecesores -la reunión de la burguesía, el nazismo
y el marxismo-, precisamente por la confusión y la dimensión
de las heridas que porta esta juntura, no puede sino desembocar en
una nueva catástrofe social, esta vez sin objetivo político
como no sea una destrucción que se legitima en la vocación
a la destrucción que ha caracterizado el devenir humano. Elfriede
Jelinek escogió transitar estéticamente, sin parar,
sin tregua, esta condición inhumana para así permitir
el estallido estrepitoso de la dolorosa, imperfecta, humanidad.
Este
texto fue leído en el Homenaje a la escritora Elfriede Jelinek
en el Instituto Goethe.