En su tercer libro, la autora confirma su concepción del acto
literario, aventura de la palabra, cuyo asedio constituye la búsqueda,
más que del ser humano, del lenguaje en que se organizan sus
visiones. Es que la literatura expresada en una definición
que la margine del relativismo tendencial en
que la ubica cierta generosa palabrería, será siempre
forma orgánica de un discurso, que se hace a sí mismo
y se postula como único fin. Si la simulación a que
puede dar margen el signo por su carga semántica, lo hace presentarse
con el ropaje de una cierta realidad en curso, no podemos olvidar
que la particularización de esa imagen no tiene más
sostén que las palabras que la diseñan.
¿Qué es entonces este "cuarto mundo" en que
podemos "existir", por algunas horas, como espectadores
de una pasión de vivir que es un desencanto? Si aquel mundo
ya está propuesto, confinado, enmarcado dentro de un límite-como
dice Barthes- sólo queda emitir la arriesgada proposición
de un juicio razonable. Así, nos adentramos en el juego propuesto
y le otorgamos la condición de ser un espacio exterior de resonancias
psíquicas.
Bien, lo que Diamela Eltit hizo con su primer libro Lumpérica,
fue demostrar que la escritura lineal y mensajista del texto, basada
en la factible e indefinida reiteración de la fabulación
humana, era una certeza que se estaba desplomando y que la duda carcomía
hasta el punto de reclamar un desmontaje vertical de sus postulados.
Lumpérica nos muestra un mundo en fragmentación,
hecho de luz y sombra, en que el discurso es, en sí mismo,
el trasfondo y la representación de lo real, superficie en
que se juega el sentido de las variaciones simultáneas que
la conciencia vive cada día, sin la sospecha o con ella, de
no saber si aquello que llamamos mundo no es más que un profundo
engaño de los sentidos, producto fantasmal de nuestros sueños,
dado el desvanecimiento constante de las relaciones que vivimos como
si fuesen eternas. D.E. mostraba el juego de las fragmentaciones a
la vez que señalaba el reclamo esencial de poetización
del texto narrativo, la necesidad de confirmar el origen del lenguaje
nacido como aventura de las nominaciones, instaurando como forma de
objetivación del mundo e implantación de un orden que,
por lo mismo, siempre puede ser alterado, descompuesto y vuelto a
rearmar según la pasión estética del autor.
Por la Patria fue, en cambio, un libro que demostró
la impostergable
inscripción dentro de una contingencia que hería sensiblemente
la conciencia social e individual de nuestro medio. Pero, la convicción
profunda de la autora acerca del acto literario, su lúcida
actitud frente al lenguaje, le permitió eludir las convenciones
de una estructura de comunicación epidérmica, para introducir
el ludismo de una imagen segmentada de intereses variables que imponía
a la lectura un juego de composición activando el hábito
de una sed de descubrimiento.
Y he aquí, como se nos pone ante la mirada su tercer libro
El cuarto mundo. Notamos, en primer lugar, que la escritura
se asume en la sencillez de un orden sintáctico plenamente
lineal. El objetivo es dar continuidad al acto de transferencia de
un pensar hipotético emergente como experiencia de lo nonato
a lo naciente, aventura en que el lenguaje afirma algunas posibles
claves: sin lenguaje no hay conciencia, he allí un preacondicionamiento.
Si el lenguaje es sustrato de lo conciente ¿hay una sensibilidad
psíquica permutándose en lenguaje desde el momento de
la gestación? Si tomamos el texto como una obra literaria,
que lo es, entramos concientemente en el juego de unas significaciones.
El emisor o la emisora ubica un lugar desde el cual el discurso emerge
como lo otro de sí. Es conciencia de sí mismo a cuyo
interés el vacío se erige en mundo integrado, y esa
dualidad reclama, exige perentoriamente la integración, aún
por el dolor que no puede esquivarse.
D.E. organiza un discurso que simboliza el caos de un existir indómito,
azaroso, víctima de la espontaneidad de lo impredecible, marcado
en el espacio de su gestación y anulable sólo con la
muerte. Pero es deducible que la muerte es parte también, desmoronamiento
del ser deshaciendo inagotablemente la presencia cuyo movimiento es
rehacerse sin descanso. Eros y Thanatos, existir y no ser, forman
la dualidad gestada en virtud de un anhelo inexplicable, reproducción
de una ansia implícita en la naturaleza, reiterada en la sensibilidad
psíquica del humano, y contra esa fatalidad producto de una
opción irreversible, sólo puede esgrimirse la fuerza
del lenguaje que, esencialmente, es la representación del ser
y la nada, exorcismo que el escritor esgrime consciente de su inutilidad,
pero incapaz de refrenarlo porque es su pasión, como su cruz,
materialización de una roca Tarpeya, desde la que se hunde
en las profundidades de una exterioridad que es sólo un silencio
vano.
D.E. imagina el caos de un existir sin redención, fragmentos
de un ímpetu generador explicable por el absurdo de una reiteración
obstinada. Para el existir todo está cerrado, dice Samuel Beckett,
sólo está el sin sentido, pues su salida, su única
salida es la muerte cuya puerta se cierra definitivamente tras cada
existir y clausura posibilidades y opciones que la fantasía
humana mantiene como débil tabla de salvación, en medio
de un océano proceloso que no da cuartel. Sólo el lenguaje
transformado en arte otorga la visión de una quimera, cuya
promesa es en sí misma el supremo y único valor que
hace del tiempo un suceso percibible y aceptable en su engañosa
imagen espectral.
La autora apela a la escritura, materia que siempre permite organizar
un drama, y este es, en el lenguaje una forma singular de la existencia,
que es la existencia sin redención del texto, estructura externa
sobre un vacío que el sentido no puede rescatar para la vida.
Se plantea entonces sólo el torbellino de un sistema de analogías
por el que pareciera existir un nexo, común denominador para
la aprehensión de ciertas aristas que parecen surgir de lo
real como la prueba de un existir ajeno, múltiple y contradictorio,
paisaje que el humano crea y del cual es al mismo tiempo su imagen
más certera.
El cuarto mundo se nos presenta como una dimensión inseparable,
el lenguaje es la envoltura de la imagen y la imagen, no hay redención
posible, en él están todas las significaciones, los
desciframientos, el límite que aparta y condiciona, que convierte
en texto la vida, como lo masculino y femenino condicionados a ser
dos partes de un drama, en el que se representa el juego de una separación
impostergable que es una ilusión, pues el magma que los nutre
y conforma desde el útero materno, acentuando sus particularidades
biológicas, es a su vez un mundo unificado que los obliga a
ser las dos caras de una hoja, páginas inseparables de un texto
que se hace a sí mismo en la condicionalidad de un existir
irremediable.
El texto de D.E. simula constituir un campo de acción psíquica
cuyo límite es el cierre de la escritura, su orden sintáctico,
la concepción de su propio sistema de signos, es la forma externa
de un vacío que el sentido no puede rescatar para la vida,
pues si la vida es en su devenir como resultado que imponen las proposiciones
del texto, ya en el instante de cerrar el libro es otra cosa, la imagen
ha cambiado aún en la reiteración del gesto, porque
todo es movilidad y no hay tragedia paradigmática, sino un
suceder de dolores y nostalgia que siempre son otros de sí
mismos, y el texto es también tránsito y está
allí frente a la mirada apelando al sostén de un lector,
en cuya conciencia opera un desenvolvimiento que el autor no puede
controlar y que constituye el otro lado, la otra dimensión
del lenguaje en que el mundo va a desdoblarse en el tañido
sutil de otros campanarios.