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EL CUARTO MUNDO DE DIAMELA ELTIT
Fuerza antitestimonial


POR GONZALO AGUILAR
Diario Clarín, Sábado 23 de agosto de 2003


Protagonista clave en la resistencia cultural antipinochetista, Eltit despliega los ejes de su obra literaria: la marginalidad, la locura, el cuerpo femenino y un lenguaje distorsionado.

Quien haya prestado atención a las habladurías del mundillo literario, quien haya recorrido la producción crítica o los suplementos literarios de los últimos tiempos podrá comprobar que, en estos años, tres escritores chilenos han alcanzado la consagración literaria: Roberto Bolaño, Pedro Lemebel y Diamela Eltit. A diferencia de los narradores chilenos de los 80 que cultivaron el rebelde way (como Alberto Fuguet o Arturo Fontaine), o de los volcados deliberadamente al mercado (como Isabel Allende), lo que caracteriza a estos tres escritores, más allá de sus diferentes apuestas narrativas, es que consiguieron a la vez el reconocimiento de la crítica académica, del público y de la crítica periodística. Es cierto que Diamela Eltit ya había alcanzado prestigio en 1991 con la edición argentina de Vaca sagrada, pero sólo ahora su nombre comenzó a ser más familiar y su obra, más conocida. La reedición de El cuarto mundo, publicado originalmente en 1988, viene a reconocer el lugar central que la narrativa de Eltit tiene en la literatura latinoamericana actual.

Sin embargo, tanto en su caso como en el de Pedro Lemebel, este reconocimiento no llegó todavía a lo que tal vez sea una de las zonas más interesantes de sus obras: sus performances artísticas. No es una zona incomunicada y aislada, sino otra manifestación de la corporalidad, que en los libros se presenta en la escritura. En los años de la dictadura pinochetista, Eltit formó parte del grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte), con el que realizó intervenciones urbanas que cuestionaron al régimen militar. El grupo CADA, formado también por los artistas Lotty Rosenfeld y Juan Castillo, el sociólogo Fernando Balcells y el poeta Raúl Zurita, se presentó en 1979 con la muestra "Para no morir de hambre en el arte", en la que se llevaron camiones de leche a las villas miserias. Después siguieron, entre otras, Ay, Sudamérica! en 1981 (donde tres aeroplanos arrojaron panfletos sobre Santiago) y Contingencia en 1983 (en la que se apoderaron de los muros de la ciudad). Esta interpenetración entre arte y política, que analizó tan bien Nelly Richard en Márgenes e instituciones: arte en Chile desde 1973, permite apreciar mejor una obra como El cuarto mundo y da una idea más acabada de la politicidad de la escritura de Eltit.

Por entonces Diamela Eltit empezó a escribir su primer libro, Lumpérica (1983), en el que ya se detectan los ejes de su poética: la marginalidad, la locura, el cuerpo femenino y la glosolalia (jerga incomprensible). Estos aspectos no son considerados como datos marginales aislados del contexto (esto es, como mitos a los que hay que reverenciar) sino zonas clave en las que se forma el ser social. Las imágenes de nación y los núcleos de identidad que ocuparon el centro de la escena cultural de los 80 recibieron en la obra de Eltit un tratamiento paradójico y experimental: no hay que buscar la nación en el consenso y en los símbolos codificados, sino allí donde se hace ininteligible o indecible. La literatura no debe entregar identidades consolatorias, debe trabajar en el sinsentido, los resquicios, las grietas. Un buen ejemplo fue El padre mío (1989), libro que transcribe el discurso de un loco que vive en una plaza de Santiago y con el cual Eltit respondió polémicamente a los intentos de instalar al testimonio como género privilegiado de la literatura latinoamericana.

Dividido en dos partes, El cuarto mundo narra la lucha simbiótica de dos mellizos desde que están en el embrión materno hasta que entran en el mundo social, en el seno de una "familia sudaca". Contra el sermón de la razón, la narración va construyendo la posibilidad de una "razón sexuada". Una razón que no puede escindirse de lo erógeno de los cuerpos y de la metrialidad de la escritura y que impone una lógica donde el dolor y el caos no son expulsados sino que se reconocen como los materiales con que se debe trabajar. La novela parece decir que en ese "cuarto mundo" no hay zonas que no se interpenetren: sin mediaciones, se pasa de la casa a la ciudad, del cuerpo a la mirada de los otros, de la familia a la sociedad civil.

Escritura densa, experimental, la literatura de Eltit no es, sin embargo, como algunos han afirmado, "inclasificable". Está enmarcada en lo que se puede denominar una segunda ola postestructuralista. La primera tuvo su auge a principios de los 70, en la estela de la revista Tel Quel y podía seguirse en la revista Literal, la literatura de Severo Sarduy y Osvaldo Lamborghini, los ensayos iniciales de Josefina Ludmer. Se trató de una crítica de la representación, una hiperbolización de la noción de escritura y una recuperación de la poética barroca por su antirreferencialidad. La segunda ola tuvo lugar en los 80 y giró alrededor de los planteos de Foucault sobre el poder y los cuerpos, las políticas del género femenino y las teorizaciones deleuzianas sobre el deseo. En ella predominaron los conceptos de cuerpo y pluralidad: ¿cómo pensar las pluralidades que emergen con el cambio social (fin de la dictadura) sin perder de vista las sujeciones a que son sometidos los cuerpos? La respuesta de Eltit es la "familia sudaca", la historia de los mellizos que cambian su sexo y que son ofrendados a un cada vez más omnipresente mercado.

Pero El cuarto mundo no responde con la idealización de un mundo perdido: por el contrario, su escritura se interna en el delirio, en el absurdo. En ese mundo hostil, sólo la invención literaria de un cuarto permite una extranjeridad que es, parodójicamente, lo que proporciona abrigo.

 

 


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Fuerza antitestimonial: El Cuarto Mundo de Diamela Eltit
Por Gonzalo Aguilar.
Fuente: Diario Clarín
sábado 23 de agosto de 2003.