El poeta de La Tirana y Los Sea Harrier está
de vuelta, irreverente y desfachatado como es su costumbre. “Siempre
estoy a favor de lo que me perjudica y en contra de mi conveniencia”,
dice sin dejar de atacar a las chilenas y dispuesto a acabar de
una vez con su don poético. La champaña, como ayer,
sigue siendo su bebida preferida. Y anuncia un nuevo libro en que
niega todo: El arca de No
Tarde de calor en casa de Diego Maquieira. El día de la visita
estaba recuperándose de una insolación repentina contraída
en la costa. La pregunta era inevitable: ¿cuál de todos
los Maquieira abriría la puerta? ¿El poeta innovador
que hace diez años no publica un libro, o el entrevistado regalón
de la prensa farandulera? “Estoy colmado de minas antipersonales
-dice de entrada-; las chilenas gozan de esa facultad”. Se sabe provocador
y le gusta. No parece preocuparle que lo usen los diarios sensacionalistas,
aunque esto tiene sus riesgos.
Puede hablar contra las mujeres con total libertad, como el más
ácido de los misóginos, pero tratándose de política
el asunto se complica. De hecho la revista Qué Pasa no publicaría
una entrevista a Maquieira en la cual él se habría referido
a la “ultraderecha”, y todo por si alguien se sentía aludido.
Asegura que lo tiene sin cuidado no publicar poesía en mucho
tiempo. “No soy un poeta de carrera literaria, puedo demorarme una
década en un texto y no importa; mi escritura responde a visiones”,
puntualiza. Con todo, no hace mucho fueron reimpresos sus dos libros
principales, La Tirana y Los Sea Harrier, por Tajamar
Editores.
El primero apareció en 1983 y el segundo cumplió un
decenio. Ambas creaciones se conservan vigentes de una época
a la siguiente, y por eso mantienen su prestigio en el medio poético
nacional. Esta afirmación suena algo solemne para Maquieira,
quien prefiere definirse como “incisivo, agudo, siempre estoy a favor
de lo que me perjudica y en contra de mi conveniencia”. Junto a él,
en el living presidido por un poster de Arthur Rimbaud y por sus propias
pinturas, lo acompaña el novelista Gonzalo Contreras. Vino
temprano por una copa.
Reconoce a su amigo como a un vitalista y le confiere el don de la
poesía, más que el talento. Algo parecido sostiene Arturo
Fontaine en el prólogo de la reciente reedición.
Maquieira está de acuerdo. Incluso proclama que “tengo una
capacidad salvaje para escribir versos, pero quiero liquidar esa aptitud.
Estoy en contra del don. Es un castigo, la gente tonta es mucha y
me deja muy solo. Cada vez me dan un margen mayor de creatividad,
porque yo de un inicio quería escribir poemas desde una soledad
extrema. Pero el don no se relaciona con Dios ni con Cristo, no lo
veo como una crucifixión, sino como una estupidez. El don no
ha aumentado mis temores, lo voy a llevar hasta las últimas
consecuencias. Me cansé de ser inteligente, lo he sido por
demasiado tiempo”. Así, naturalmente, repite de pronto aquel
verso de Neruda: “Sucede que me canso de ser hombre”. Ríe,
se molesta y luego se sumerge en el sopor de la tarde.
Su enorme gato negro, llamado Lou por el rockero Lou Reed (“es como
un hijo mío”), se pasea entre los muebles y acaba dormido a
sus pies.
Arte de Autodestrucción
El poeta Jorge Teillier decía que beber alcohol en las primeras
horas de la mañana lo ayudaba a lograr cierta lucidez poética,
aunque, advertía, sólo duraba un momento antes de la
absoluta embriaguez.
Maquieira se levanta todos los días a las seis de la madrugada
y escribe a mano, en un pequeño cuaderno Mistral, hasta las
diez. Ya tiene el nombre del poemario que prepara, El arca de No,
donde, a juzgar por el título, lleva hasta el extremo su negación
del mundo y de sí mismo a través de una fantasía:
alude a los hipotéticos animales que quedaron fuera de la barca
de Noé. Mientras compone los versos toma vino o champaña,
para luego pasar al pisco o al vodka. No parece ver una salida para
su alcoholismo y, como la mayoría de las personas aquejadas
por esta enfermedad, no concibe con claridad las razones.
“Bebo para autodestruirme”, dice directamente, y añade: “Tengo
temores y los enfrento, aunque me afecta la posibilidad de crearle
dolor a la gente que quiero. Soy triste, pero expansivo. Me perjudica
darme cuenta de muchas cosas. Y soy muy flojo”.
Maquieira vive apartado del mundo. Ya casi no sale de su casa en
Providencia, si bien todo el tiempo lo visitan amigos y “mujeres que
me traen trago”, dice entre risas, celebrando la travesura. Atrás
quedó su época luminosa, los ‘80, cuando era el protagonista
de la tertulia literaria de la Plaza Mulato de Gil donde se reunían
los nuevos narradores de la época.
El poeta Francisco Véjar recuerda haberlo visto llegar en
un Mercedes Benz, con chofer, y descender del vehículo con
una copa de champaña en la mano, chispeante y arrasador. Su
dandismo entonces era más pronunciado. Maquieira pertenece
a una familia de la burguesía intelectual; remontándonos
por la línea paterna, casi todos sus antepasados han sido diplomáticos.
Sin ir más lejos, su abuelo Tulio representaba a Chile en
España cuando Neruda fue cónsul en Madrid (se cuenta
que le dijo al vate de Parral: “Su trabajo aquí es dedicarse
a la poesía”), y ahora su hermano Cristián es embajador
adjunto ante la ONU. Pero Diego es el primer poeta reconocido del
clan.
Su infancia no fue dorada, afirma, sino “adorable”. “Gocé
de un amor intenso de mis padres, aunque de lejos. No estaban nunca.
Me eduqué en colegios privilegiados, incluso cuando muy niño
tuve una institutriz que me dejaba chuparle los senos para dormir.
Era algo inocente, inofensivo, con un profundo sentido de la placidez.
Desde luego, no era chilena, una mujer de acá jamás
se dejaría hacer”.
Tal vez todo es un embuste, pero no importa. Maquieira sigue: “Crucé
el Atlántico y el Pacífico en varias ocasiones, y creo
que me perturbó ir de un lado a otro, por la pérdida
de afectos”.
¿Víctima de
Circe?
Todo indica que la cruzada de Maquieira contra las mujeres chilenas
se origina en una ruptura sentimental. Los amigos especulan que fue
víctima de Circe, aquel personaje femenino de la mitología
griega que destruía a los hombres, y que también está
presente en un cuento de Julio Cortázar.
El mismo prefiere no ahondar en el tema, pese a que se contradice:
dice que no quiere enamorarse y al mismo tiempo afirma que anhela
una relación más pura, por miedo a ser herido. En el
fondo, un personaje romántico, con algo de excéntrico
y otro poco de extranjero, con un aire desolado tipo Camus.
El escritor argelino-francés viene al caso, además,
porque su novela más conocida, El Extranjero, fue determinante
en la vocación literaria de Maquieira, que lo leyó a
los 15 años por recomendación de su amigo Jorge Errázuriz.
“En ese instante descubrí el interés en el lenguaje.
Encontré allí una obra luminosa, que me estimuló
a leer a Hesse, Tolstoi, Dostoievski, Stendhal... Pero hace diez años
que no leo. Me estoy quedando ciego”, dice.
La escritura surgió en paralelo, como una fascinación
por la sintaxis o la construcción de un texto autónomo.
Algo de narrativa poseen sus mejores poemas, en los cuales diversos
personajes extraídos de la cultura popular, actores de cine,
pintores y damiselas salen de su registro habitual. Son ficciones
que no obedecen a lógica alguna, o a una enteramente indescifrable.
Maquieira rechaza el calificativo de delirante, y tampoco ve a sus
criaturas siguiendo una trama. “Son señales de alta velocidad,
sin vínculo con la temática; tratan de dar una luz sobre
sombras invisibles”.
Su diálogo caprichoso, pletórico de ideas arbitrarias,
se refleja en su poesía, o viceversa. “No me importa mi imagen,
sino mi imaginación. En este país no hay una libertad
real de expresión, da lo mismo lo que uno diga”.
El carnaval de las contradicciones es su mayor gozo, como cuando
afirma que la poesía no tiene interés en Chile y, acto
seguido, declara que desea preservar su superioridad sobre la narrativa.
Se rebela ante quienes lo pretenden encasillar de poeta católico
por las imágenes pías que recorren sus poemas.
“Heredé una familia con esa religión, pero de ahí
a que lo asimilara, es otra cosa. Ya hice un ataque a la Iglesia”,
dice muy convencido. Sus versos y su vida, en cualquier caso, hablan
de un anhelo insatisfecho e impronunciable; el mismo que probablemente
recorre a su generación, la del ‘80, sumida en el terrible
recuerdo de la dictadura.
La describimos como “arrasada”, pero -era que no- él replica
con otro término: la califica de “suprimida”.
El tiempo va y viene. Pronto llega la hora de partir de su casa rodeada
de grandes edificios, como en el fondo de un pozo. “Soy un solitario,
pero para vivir en Chile hay que mantener una sólida mediocridad,
así la estupidez tendrá un éxito permanente”,
dice Maquieira. Y, sin embargo, le tiene cariño a este país,
no podría vivir en otra parte. Si se lo propusiera, hoy podría
ser la voz que ordena a la poesía joven; posee los contactos
mediáticos, la irreverencia social y el encanto personal necesarios
para lograrlo; pero la tarea no le atrae. La poetisa Teresa Calderón
recuerda que hace tres décadas la mayoría de los autores
lo admiraban por su inteligencia, humor desopilante e incluso hasta
por su estabilidad matrimonial. Ahora está separado y a quien
quiera oírlo Maquieira le dice que morirá solo. Es una
fiesta larga de melancolía y de aquello que él llama
“la alegría de vivir”.
Imagen:
Dig. sobre una fotografía de Anahi Leclerc de Surmont