Actualidad
de la épica
Diego Maquieira
La Tirana / Los Sea Harrier
Tajamar Editores, Santiago, 2003, 126 págs.
Por Cristóbal Joannon
Revista Universitaria,
N°83, Marzo Mayo 2004
La reedición en un mismo libro de La Tirana (1983)
y de Los Sea Harrier (1993), las dos obras más comentadas
de Diego Maquieira, ha sido una decisión afortunada.
Quienes desconocían su poesía, no así las entrevistas
que de vez en cuando aparecen en diarios y revistas, habrán
comprendido por qué Maquieira habla como habla y por qué
los giros fuera de cálculo a los que somete a sus entrevistadores
forman parte de su personalidad más inmediata.
Si algunos pensaron que no eran más que ocurrencias rebuscadas
cuyo fin era descolocar a periodistas y lectores, seguramente ahora
opinarán que se trata –antes que nada– de un resultado natural
dada la forma en que funciona su cabeza en aquellos momentos de concentrada
intensidad propios de la escritura. Ahora bien, para quienes la poesía
de Maquieira sí les resultaba algo familiar –aunque en ella
nada es plenamente familiar– habrán advertido la continuidad
que existe entre una y otra obras. A riesgo de excluir algunas afinidades
visibles de las que aquí no podría hacerme cargo, propongo
la épica como una propiedad primera de su poesía.
La épica, que tan buenos dividendos ha brindado en el cine
y en el rock progresivo, Diego Maquieira la actualiza a su manera:
allí donde algunos se concentran en el objetivo que moviliza
el despliegue de las tentativas heroicas, nuestro autor enfatiza la
belleza de la fuerza que ese despliegue constituye. Como si no importase
qué es aquello que se busca, los versos son la celebración
–copas incluidas– de esa empresa; puede ser el rescate de Marlon Brando
capturado en la Capilla Sixtina o la inminente destrucción
del hablante de La Tirana: «Velázquez esto es
el fin, volaron la sacristía/ Te aconsejo que empaques luego
tus cosas/ te pongas tu Cruz de Santiago y te largues/ si aún
piensas seguir con vida/ Ahí vienen esos malditos hijos de
la contraluz/ los enviados del reino del cielo en tinieblas/ y vienen
a matarme, esas flores del orden». La toma fotográfica
que ofrece Maquieira corresponde con el destello de las armas que
chocan y con el resoplar de los corceles desbocados. De ahí
que el enemigo contra el que se han abalanzado los ejércitos
sea –en el poema– un elemento secundario, e incluso trivial. Los atributos
de este último son la mesura y la cordura –la anodina normalidad,
en suma–, y su individuación suele quedar velada pese a que
se le sindica con nombres propios que mutan como un caprichoso agente
viral. En Los Sea Harrier se habla –por ejemplo– del cardenal
Ratzinger o de Georgie Boy y sus «fiambres devotos del Ayuntamiento».
Como se observará, la poesía de Maquieira es un atentado
contra la chatura generalizada de la existencia.
Para construir su afiebrada epopeya –más cercana a los estruendos
del cómic que a las peripecias de un infatigable Odiseo–, Maquieira
dispone de amplios recursos verbales, entre los que se advierten expresiones
inusitadas que alternan el habla de otras épocas y la nomenclatura
química del iridio, por mencionar una de las tantas combinaciones
infrecuentes que en el diario vivir sólo provocarían
la sospecha y la extrañeza de nuestro prójimo. Los hablantes
cambian de número y persona con encomiable soltura. El efecto
sonoro de estos poemas –en los que simultáneamente se canta
y se cuenta– es el de una orquesta que encuentra su guía en
un cúmulo de partituras en las que reconocemos –sorpresiva-mente–
notas musicales y fotogramas de películas, llaves de sol que
comienzan a arder y signos que civilizaciones remotas perpetraron
en piedras de prodigioso tonelaje. Pero ante ese caos desafiante en
el que todo esto podría fácilmente derivar, Maquieira
se pone a resguardo: él se limita a mantener los atriles en
orden y a los músicos con los cinco sentidos bien dispuestos
para el trabajo. Cuando se le ha preguntado por su método de
escritura, él dice que se ve a sí mismo como un director,
esto es, como el responsable de que la puesta en escena se produzca,
pero no necesariamente como el ejecutor de los detalles. En efecto,
eso pareciera ir por cuenta del lenguaje, una vez que a éste
se le han abierto las compuertas de su diplomática camisa de
fuerza, horma en la que está apresado para posibilitar una
adecuada coordinación social. Leemos:
Quisimos ser iconoclastas mitómanos
Lenguas desatadas del porvenir
Pero nos pasó algo peor:
Seguimos los terribles dictados
De la tontona crítica oficial
La que, con sus buenos oficios
Nos convirtió en perros falderos
Respetuosos de una ya larga tradición
Que venía recién saliendo del horno.
Entre los referentes literarios de Diego Maquieira figura Ezra Pound,
el poeta norteamericano que recorrió los mismos caminos y fue
a dar al despeñadero; los fuegos de artificio que él
se esmeró en elevar revientan cuando el auditorio ya se ha
cansado de tanta parafernalia libresca. Por extensión, no sería
del todo inexacto decir que Maquieira aprendió de los errores
de Pound, quien en sus muy extensos Cantares terminó por desconfigurar
el sistema operativo: abrió todas las carpetas, activó
todos los archivos y olvidó que no hay memoria que aguante
semejante mescolanza de datos. Maquieira pareciera decirnos: de lo
que se trata más bien es de premunirse de un cincel afilado
y arremeter contra el mármol aunque de un gran bloque sólo
sobreviva la curvatura de una espalda. Me parece que esto explica
–en parte– lo poco que escribe Maquieira y lo mucho que especula para
felicidad de quienes lo frecuentan.
La reedición de estas obras y la acogida que han tenido manifiesta
lo bien que ha envejecido su poesía. De varios contemporáneos
suyos no podría afirmarse lo mismo. Sus versos revelan a un
hombre que ha trabajado por el espíritu y desde el espíritu.
«Habíamos levantado un faro en el mar/ para no hacer
nada en la vida».