Chile es un país pequeño, y su mercado para la literatura
–utilizando la nomenclatura neoliberal, ya que analizamos la industria
del libro- es también pequeño, quizás aún
más si lo comparamos con otros “consumos de bienes culturales”.
Esto lleva necesariamente a que la venta de libros sea limitada, con
los evidentes efectos para los escritores, que reciben el 10% de
las ventas informadas (excluyendo el IVA, por cierto). Si a esta situación
desmedrada de los creadores literarios agregamos la carencia de fuentes
de trabajo específicas, premios, becas y estímulos para
publicar y crear, queda claro que los escritores constituimos un gremio
que enfrenta serias dificultades.
Literatura y lenguaje están íntimamente relacionados,
el conocimiento de la primera, la lectura literaria asimilada como
actividad permanente, lleva al desarrollo del segundo. Y el lenguaje
viene a ser uno de los factores más relevantes del desarrollo
económico de un país, ¿qué duda puede
cabernos? Sin embargo, las encuestas del año 1980 en adelante
nos informan persistentemente acerca del deterioro de la lectura en
Chile. La reciente encuesta del INE (2004) aclara que sólo
el 39,7% de los santiaguinos leyó un libro el último
año. Las bibliotecas de la mayoría de los hogares acomodados
no superan los 50 ejemplares. En el 40% de los hogares más
pobres no hay un solo libro. Cifras aterradoras. Y hay más.
Explicaciones hay muchas. Una de ellas radica en la falta de tiempo
que caracteriza a nuestra “postmoderna” sociedad. El exceso de trabajo,
los horarios extensos, la baja productividad que impera en el medio
(ojo, ostentamos el récord mundial de improductividad laboral),
más el culto al “irse lo más tarde posible” para dar
apariencia de esforzado, y los largos y lentos desplazamientos a través
de la ciudad, conforman un cuadro familiar. El agotado trabajador
llega a casa para buscar entretención fácil antes de
caer en un sopor que intelectualmente no se diferencia demasiado de
su día “activo”. No llega a leer, sino que a ver televisión,
ojalá un programa insulso, que le arranque risas fáciles
mediante el simple expediente de repetir letanías chabacanas.
O sangre, balas, sexo, competencias, “realitys”, toda la gama de la
obviedad mediocre que impera en nuestra televisión. Peor aún
se ponen las cosas, si consideramos la operación real de nuestro
sistema educacional, que refleja –año tras año y de
manera hasta ahora irreversible- un deterioro en las capacidades de
comprensión de lectura y expresión oral y escrita. Me
da la impresión que los profesores no se distancian de los
promedios estadísticos; leen poco o nada, repiten una y otra
sus clases como letanías, sin añadir nada nuevo, obligan
a los estudiantes a leer textos atroces o inadecuados (en vez de buscar
textos actuales, que despierten su interés).
Mis hijos reclaman con frecuencia debido a la fomedad de los libros
que los hacen leer; parece que tales textos fueran el resultado de
una subespecie de escritores dedicada a producir historias para idiotas,
más que para niños o jóvenes. He leído
muchos de estos libros, algunos vernáculos, y he sentido auténtico
pavor. No se puede pretender educar a los niños concibiéndolos
a priori como descerebrados. Leer idioteces sólo puede complacer
a un estúpido, con suerte. Un niño, con mayor razón
un joven, puede leer cualquier libro que le resulte entretenido, estimulante,
que le abra nuevos mundos. Pero si la mayoría de los profesores
del ramo no leen literatura actual, ¿cómo van a enseñarles
a sus alumnos este universo paralelo, desconocido?
Por regla general, los escritores no somos invitados a escuelas y
liceos de nuestro país. Por cierto que hay excepciones honrosísimas;
hay profesores que con increíble tenacidad y esfuerzo se dan
maña para hacerlo. Pero no existe una política pública
contundente en este aspecto. ¿Cuánto bien podríamos
hacer los escritores visitando las escuelas, hablando con los alumnos,
dándoles a conocer la producción literaria actual, incitándolos
a leer y escribir? Y no se trata de una actividad imposible, lejana,
propia del primer mundo, porque en países como Argentina, Brasil
y México existen programas que financian compras de libros
y visitas de escritores, incluso el perfeccionamiento de los maestros.
Con la mitad del mercado hispanoamericano en manos de seis enormes
grupos editoriales transnacionales, la pequeñez de nuestro
país se acentúa aún más. ¿Cuánto
podemos interesarle a estos grandes consorcios, cuyo objetivo final
son las ventas y los márgenes para satisfacer las ansias de
los inversionistas? ¡Cuán diferente resulta esta situación
respecto de las pequeñas editoriales alternativas, donde se
mantiene el interés por la novedad, la experimentación,
la rebeldía de los escritores, donde el amor por el libro es
lo fundamental! Precisamente son estas editoriales las que invierten
en el descubrimiento de los nuevos escritores, las que permiten el
flujo de lo nuevo; en cambio las grandes empresas se aplican principalmente
a la publicación de textos de probada efectividad, que son
“colocados” mediante un marketing que no se diferencia de las campañas
de cualquier otro objeto de consumo.
Los medios de comunicación consideran cada vez menos a la
literatura en sus espacios: la crítica de libros casi ha desaparecido,
con afortunadas excepciones por cierto; o bien se opta por los ámbitos
farandulescos, las riñas entre escritores, las ofensas y las
descalificaciones, y –mejor aún- el canibalismo.
En resumen, podemos concluir que hay una carencia generalizada de
espacios culturales específicamente vinculados al libro, y
que la cantidad de estímulos a los creadores es, más
que insuficiente, precaria. No hay incentivos para exportar literatura,
a modo de ejemplo: para traducir obras y publicarlas fuera del país
(para lo cual existen editores interesados). La empresa estatal Correos
de Chile cobra una tarifa recargada para el envío de libros
al extranjero (se les trata como encomiendas), lo cual acentúa
las dificultades para dar a conocer la literatura chilena en el exterior.
La carestía de los libros no explica por sí misma el
desinterés en la lectura, pues otros bienes culturales bastante
más caros se venden con furor (por ejemplo, los discos de cantantes
populares que se venden por decenas de miles). Además, nuestras
bibliotecas públicas han experimentado un sostenido mejoramiento
de su infraestructura, colecciones y sistemas de atención,
lo cual debe constituir un orgullo para el país (si bien es
preciso profundizar y desarrollar estos logros).
Los lectores que no puedan adquirir libros encontrarán material
del mayor interés en las bibliotecas públicas de todo
el país, si es que éstas no llegan a ellos antes, a
través de medios tan ingeniosos como efectivos (lanchas, aviones,
buses, trenes, motonetas). Como es natural, bajar los precios de los
libros tendría una influencia positiva, pero no resolvería
el problema de fondo, que reside en la actitud y el interés
de las personas, la carencia de valoración social de la literatura,
el déficit educacional y los efectos nocivos de las tendencias
dominantes en los medios de comunicación.
Así las cosas, no constituye novedad declarar que en Chile
se continúa deteriorando el manejo del lenguaje como efecto
de la caída en los niveles de lectura, y de una manera muy
importante por el efecto de los medios de comunicación de masas.
“Ser un buen lector no constituye en Chile un indicio de cultura ni
otorga prestigio social”, afirma Pedro Gandolfo.
Se estima que el promedio de palabras que utiliza un chileno es de
600, aunque conozco demasiados casos que no alcanzan la mitad de esta
cifra menguada. Esto no sólo explica el empobrecimiento en
la capacidad media de expresión, sino que –más grave
aún- se correlaciona con una falta de comprensión del
mundo que nos rodea, incluso con la imposibilidad de hacer ciertas
distinciones, de darse cuenta de la existencia de algunos fenómenos
o situaciones en curso que pueden estar afectándolos en forma
tan seria como negativa. Esta es la verdadera gravedad del asunto.
Entre cognición y lenguaje existe una relación directa:
nombramos a las cosas que nos interesan, aquellas con las cuales trabajamos
en forma más directa, ya sean concretas o abstractas. Si no
tenemos un nombre para algo, es porque no nos interesa, porque no
nos sirve para nada, sin que ello implique un sesgo peyorativo, porque
el criterio de servicio puede enfocarse en un amplio rango: desde
lo más pragmático y material, hasta las abstracciones
más puras. Buena muestra de lo anterior se demuestra en los
bajos niveles de lectura de nuestros ejecutivos y gerentes, alarmante
indicio para el desarrollo económico del país, en manos
de tecnócratas que no tienen capacidad de comprender lo que
leen.
Una civilización que se orienta preferentemente hacia lo material,
sin dejar tiempo para la reflexión, la lectura o la simple
conversación, se dirigirá de manera inevitable hacia
el deterioro y la simplificación del lenguaje, y por ende a
la degradación de nuestra inteligencia, definida como grado
de conciencia y comprensión de nuestro ambiente. Se impone
el lenguaje degradado, empobrecido al máximo, convertido en
herramienta primaria, despojado de sus elementos superiores de abstracción,
y se condena así, de paso, a la mente humana a un empobrecimiento
similar, íntimamente imbricado con aquél.
La pobreza del raciocinio, la superficialidad del pensamiento, se
correlacionan con el discurso chabacano y pobre. El mundo pasa ante
los ojos de los observadores como una película en fast forward,
sin tiempo para análisis profundos, sin posibilidad alguna
de extraer lecciones o aprendizaje de esta mirada, sin hacer más
que las mínimas interpretaciones que permiten continuar con
la existencia precaria, a proseguir con el rito absurdo de una existencia
sometida al arbitrio de prioridades elementales.
Es preciso luchar para defender el idioma, su capacidad de expresión,
su riqueza y pluralidad. De ello depende en enorme medida nuestro
progreso futuro en materia económica, social y espiritual.
No nos podemos dar el lujo de no poner la cultura, el lenguaje y la
literatura en la ecuación que describe nuestro destino como
nación.
Diego Muñoz Valenzuela
es escritor y miembro de la corporación Letras de Chile