DONOSO, FINAL ABIERTO
José Donoso: El Mocho
(Santiago: Editorial Alfaguara,
1997.)
por Carlos
Franz
..... Una industria
desfalleciente acaba de terminar en Lota; una “terrible belleza ha
nacido”. Quizá un capítulo del inconsciente colectivo nacional puede
haberse abierto al cerrarse los piques. Pocos lo habían visto antes.
Allen Ginsberg lo intuyó durante su visita a la explotación en los años
60. Se fue diciendo que su único recuerdo del país eran: “los ojos de
los mineros bajando en el gran ascensor de Lota”. En 1890 el complejo de
minas había sido escenario para una de las más importantes series
narrativas de nuestra tradición: Sub Terra, de Baldomero Lillo. Y
luego nada, o casi nada, hasta casi un siglo después. Como si el tajo,
el trauma, estuviera esperando un intérprete capaz de esa metáfora. En
1980, un hombre pálido, de ojos azulinos y aspecto distraído, merodeó
por los piques. Hizo pocas preguntas, pero oyó mucho, como era su
estilo. Subió a los barracones de los mineros en lo alto de la bahía. Se
paseó por el majestuoso parque de 14 hectáreas, donde en el siglo XIX
los dueños originales –la familia Cousiño– soñaron un impresionante
palacio a la vista del mar austral, y de la colina de escoria negra,
siempre creciente, que secretaba su mina.
..... Dieciséis años
después de esa visita, el novelista que patentó los delirios de la vejez
y la decrepitud como su principal metáfora, había sido alcanzado por sus
fantasmas. Un desahuciado José Donoso luchó hasta el postrer día en su
buhardilla santiaguina, a ratos alucinando, para escribir esta última de
destitución y bastardaje.
..... Situada en aquel
escenario agónico, El Mocho podría leerse desde muchas
perspectivas. En cierto sentido el libro mismo es una mina, una red
narrativa de galerías subterráneas. Algunos de esos túneles nos conduce
a labores ya explotadas anteriormente por el autor. Otros parecen tiros
condenados que el océano de un subconsciente agonizante inundó sin
remedio. Por fortuna, hay ciertos pasadizos más iluminados, más abiertos
al público. Entre ellos, el que nos narra el origen del primer
“mocho”.
..... En época imprecisa
de fines del siglo pasado, un hijo descarriado de la familia propietaria
de la mina es enviado desde París a la lejana carbonífera austral. Blas
Urízar viene a supervisar la construcción del Palacio, como último
remedio para encarrilarlo. Desde su llegada se aficiona a los vinos
crudos y comparte las juergas de los mineros. Por su acento extranjero
es conocido como “el lengua mocha”. Previamente, la oveja negra termina
por aprovechar su destierro para descarrilarse del todo. El hijo del
fundador de la mina se amanceba con la fundadora del prostíbulo local:
india pehuenche de la cual nacerán dos estirpes. Por un lado, una
dinastía de “mochos”: así se llamaba a los hermanos menores, de
categoría ínfima, en un convento. Por el otro, una línea de mujeres,
prostitutas o esposas de mineros, igualadas en la explotación y la
dependencia, como la mima misma. Todo hilado por una de esas cronologías
donosianas, en las cuales la conjetura reemplaza a la fecha.
..... El estilo es igual
de complejo que la trama. Como solía ocurrir con Donoso su prosa no
brilla, pero hipnotiza. En un solo párrafo de 12 líneas se relevan hasta
cuatro voces distintas. Las mutaciones del punto de vista marean al
lector, centrifugándolo en esos planos giratorios donde lo real no es lo
que se ve, sino el propio movimiento narrativo. Hacia el final del libro
sentimos que este paisaje en fuga huía a mayor velocidad que aquella a
la cual el propio novelista desfalleciente era capaz de perseguirlo. El
argumento queda en esbozos, glosas, apuntes truncados.
..... Sin embargo,
utilizando ese discurso caleidoscópico, Donoso logra recuperar en esta
obra póstuma la inventiva onírica que fue su mejor activo. El que
enriqueció sus obras mayores, y que tanto se echó de menos en trabajos
tardíos, como El Lugar donde Van a Morir los Elefantes. A fuerza
de prismática y facetada, El Mocho nos deja imágenes de una
insólita belleza. La mendiga vadeando la playa gélida de Lota, “pescando
el carboncillo de las olas con su red negra como la muerte”. Elba (la
esposa que viola el tabú impuesto a las mujeres y que desciende al Pique
Grande provocando la tragedia), “avanzando por el interior nervado de
las fortificaciones que cien el túnel, como los anillos de una víscera
viva que me engulle”. Y en la superficie, ese obsoleto paisaje
industrial virado al delirio: “la colina de tosca se desplaza lenta y
tibia, como el cuerpo de un dragón resbaloso cuyos vapores enredan los
fierros de las maestranzas, y esa gigantesca polea que baja el ascensor
con cien hombres hasta el fondo de la mina, en un entrevero de fierros
negros y cintas y escaleras y enormes ruedas, como la silueta de un Luna
Park de pesadilla”.
..... En paralelo, con
emocionante deliberación, Donoso intentó en El Mocho una suerte
de summa o convocatoria final de las imágenes obsesivas que lo
asediaron a lo largo de su vida creativa. El Parque de Lota, sus rejas y
el cuidador Arístides, nos remite indefectiblemente a Casa de
Campo y sus mayordomos. El prostíbulo proletario de la Bambina, con
sus mineros borrachos, prolonga el escenario de la que, a mi juicio,
permanecerá como su obra perfecta: El Lugar sin Límites. La
propia Bambina, casi ciega, llevada en andas por sus asiladas a ese
magistral picnic en la playa carbonífera y lluviosa, protagoniza medio
siglo más tarde una nueva Coronación. Arístides sin piernas
–físicamente mochado–, arrastrándose y pidiendo limosna en una esquina
de Santiago, es el retorno de ese “cuchepo” símbolo de todos los
"medios” hombres que habitan La Desesperanza. Por último, el
mocho mismo, este hermano lego último en la jerarquía del convento, no
puede ser otro sino un descendiente bastardo de aquel mudito Peñaloza,
el sirviente ínfimo en El Obsceno Pájaro de la Noche; el narrador
sin voz que vuelve aquí por última vez a buscar las palabras.
..... Como esfuerzo de
síntesis, El Mocho convoca inevitablemente los mejores, y también los
peores, atributos de su autor. Entre los últimos, baste mencionar las
abstracciones alegóricas que se justifican en el puro intelecto, sin
cuajar en la sustancia narrativa.
***
..... Quizá a todo
verdadero escritor-artista le corresponda aquello que el maestro
favorito de Donoso, Henry James, repetía: “We work in the dark...”.
Trabajamos a oscuras, en la vieja y sobreexplotada mina del idioma.
Entre colinas de escoria y galerías condenadas, el novelista persigue
vetas de sentido que o termina de hallar.
..... También por eso,
hay una conmovedora belleza en el hecho de que la obra póstuma de Donoso
sea precisamente este libro inacabado.
..... Según el
diccionario, “mocho es todo aquello a lo que le falta la punta, o la
debida terminación”. En un sentido, El Mocho concluye la
narrativa donosiana proponiendo esa “falta de terminación”, como una
clave de arco de toda su novelística. Soberano de las ambigüedades,
Donoso había hecho su feudo e el más pantanoso de los terrenos
literarios, en el tembladeral de las contradicciones y los finales
abiertos, en las arenas movedizas de la conjetura, en el país de la
duda, donde el indeciso es rey. Terminar una obra en esos territorios
debía significar inevitablemente, para Donoso, dejarla trunca, “mocha”.
Y por lo tanto abierta, viva.
en ESTUDIOS PUBLICOS, Nº
68-1997