Memoria
y muerte, encontradas
David Rosenmann-Taub
País más allá
Lom, Santiago, 2004, 177 págs.
Por Naín Nómez
Revista Universitaria, N°87, junio-agosto
2005
Desde El adolescente (1945), pasando por Los surcos inundados
(1951), La enredadera del júbilo (1952) y las tres o
cuatro versiones de Cortejo y epinicio (incluida la de Lom,
2002; ver REVISTA UNIVERSITARIA Nº 79 *ver
más abajo), David Rosenmann-Taub ha venido elaborando
una obra singular, diversa, original y a la vez única, que
ha buscado un
público también singular y selecto, y una crítica
que no por escasa ha sido menos pertinaz y alabatoria. Ruptura y tradición
parecen ser los elementos centrales de una obra poética que
se despliega a partir de un momento de cambio en la poesía
chilena, período donde resuenan los nombres de Nicanor Parra,
Gonzalo Rojas, Enrique Lihn, Miguel Arteche, Armando Uribe, Efraín
Barquero, Jorge Teillier o Alberto Rubio. Desde allí, Rosenmann-Taub,
casi secretamente, endilga sus poemarios con una especificidad rigurosa
que pone a prueba el discurso de la tradición y se sustenta
en una placenta híbrida donde sonido, sentido, escritura, mundo
y sujeto parecen bailar una música autónoma y personal
que retumba en los espacios de su propio silencio.
En su poemario País más allá existe una
focalización temática que cambia respecto a los elementos
presentes en sus otros textos; si no el discurso ni la intencionalidad
gramatical y fonética, sí sus significaciones.
El texto se compone de un epígrafe, un texto introductorio
de dos versos; el «Apresto», una especie de obertura que
entrega la atmósfera del poemario; el concierto central, compuesto
por 39 poemas numerados sin título, y el «Adiós»,
una especie de cantata terminal que cierra el libro. La intencionalidad
del autor se pone de manifiesto en los primeros versos: «Infancia
y nada: enlaces/ que borro, dibujándome». Como en otros
poetas coetáneos, el reino de la infancia representa una búsqueda
de la memoria y un pre-texto para auscultar el presente y el futuro,
pero, sobre todo, para describir la multiplicidad de sensaciones,
emociones, visiones y actos que la memoria retrotrae como signo del
dibujo de una vida que se hace y deshace. Es por ello que el «Apresto»,
su primer poema, se instala en el otro extremo, el de la nada, donde
el sujeto desdoblado entre un yo y su sombra es apostrofado, cuestionado,
increpado («¿Qué sientes, di, qué sientes?»)
y situado en una especie de transmigración hacia el país
más allá, ése en donde «infancia»
y «nada» se juntan.
Y no es que aquí no estén las mismas obsesiones linguísticas
y temáticas de sus otros libros. Mortalidad, desconsuelo, horror,
conciencia inapelable de la muerte y pérdida de una inocencia
original aparecen como elementos que evocan otras fuentes de la tradición
literaria nacional, española, universal. Los cultismos y manierismos
propios de su estilo afloran junto con los neologismos, las palabras
compuestas y las conversiones gramaticales, conformando un friso de
acicaladas exploraciones verbales y pronominales, donde lo arcaico
resuena siempre como novedoso y los relumbrones hirsutamente neomodernos,
se insertan majestuosos en el mar heterogéneo de la frase.
En el equipamiento verbal del poeta no hay concesiones para la moraleja
o la anécdota. El ámbito de la singularidad de la experiencia
se despliega en un juego de visiones, donde la pirotecnia no ahoga
jamás la imagen central de lo que se quiere decir, contar,
sentir, expresar, como en ese dechado de síntesis que es el
poema XXVI:
Vendimia: el aro. El pabellón
reposa.
O en ese vistazo relampagueante de la muerte en el poema XXXIII:
La eternidad apura.
Presos,
acreedores,
unos huesos
aterrados:
(fragmento)
Pero es indudable que más allá de la amplitud de sus
registros particulares, este libro se focaliza en la experiencia de
la infancia, el jardín secreto de donde surgen un cúmulo
de experiencias que se enlazan con el origen y el fin, el nacimiento
y la muerte, la infancia y la nada. En el medio, se sitúa el
dibujo que hace el poeta de su propia vida, de su entorno, de los
seres queridos (Ester, Cairel, Lajda, padre, madre), de su sueño,
su paisaje y su muerte, esa «novela matutina» que el tiempo
hace y deshace y que un día, «cuando el árbol
me alargue su raigambre [...] ceñirá enredadera»
(poema XXVIII), es decir, tendrá una continuidad o una trascendencia:
este poeta cree en la extensión trascendente, ya sea verso,
música, paráfrasis de Dios, presencia del otro o quizás,
por último, el vuelo bruñido del aliento... De este
modo, «el país más allá» es un hueco
que se llena de silencios y memorias, de preguntas que no requieren
respuestas, de imágenes obsesivas que se agolpan en el recuerdo
(panteones, misas, sudarios, rastrojos, esqueletos, zócalos,
medallones) y buscan romper la nostalgia de un tiempo imposible.
En los poemas, el sujeto o los sujetos se pierden en la limpidez
de un mundo-naturaleza sin jerarquías, dentro del cual recobran
un sitial de inocencia que quizás nunca tuvieron, pero que
la memoria recaptura con un lenguaje que vuelve toda la situación
original y prístina. Si bien la particularidad de las experiencias
resignificadas no siempre parece encajar en la totalidad discursiva
de los textos, resulta evidente que el «país más
allá» es la tabla de salvación de este dibujo,
que traza una línea carnal y natural entre el aluvión
de objetos, sucesos e imágenes de esa madrugada semifeliz (con
sus sugerencias cromáticas y eróticas) y el umbral de
este adiós, también «país más allá»,
pero ahora con toda la carga que conlleva ese «viento que cruje»,
esa «fragua que cruje» («Adiós»), gozne
de una puerta que conduce al encuentro con los seres amados (padre,
madre, hermanas). Así, el inicio del poema I, «madrugada,
goznes, azar contra azar» se entronca con el poema final: «goznes,
fragua, goznes: azar el azar», para cerrar un lugar y abrir
otro, ambos lugares de encuentro –uno en la memoria, otro en la muerte–,
como posibilidades únicas de anudar lo que en la vida está
desanudado. En definitiva, posibilidades que sólo puede entregar
el poema, ese lugar de encuentro, ese gozne-escritura que da cuenta
del dibujo poético que realiza el poeta en su discurso, para
mostrar un segmento de su propia realidad, que aquí personaliza
como experiencia estética universal.
* * *
Sinceridad,
magia y belleza
David Rosenmann-Taub
Cortejo y epinicio
Lom, Santiago, 2002,
155 págs.
Patricio
Rojas
Revista Universitaria
N°79, Marzo - Mayo 2003
Era yo Dios y caminaba sin saberlo.
Eras oh tú, mi huerto, Dios y yo te amaba.
Qué de palpar las cúpulas, nombrándote; sin lazarillo,
tantos territorios, zanjándote; implorándote, glacial
sol de rencor hacia tus tempestades: ¿te escondes? ¿o
me escondo, celando tus sandalias, en largos funerales? Con los sollozos
de mi vastedad qué de azotar las cúpulas, nombrándote.
Era yo Dios y caminaba sin saberlo.
Eras oh tú, mi huerto, Dios y yo te amaba.
He
aquí un autor sorprendente, sin duda un desconocido para la
mayor parte de los lectores chilenos, un poeta del que hemos dicho
más de una vez, junto a Armando Uribe: «El poeta vivo
más importante y profundo de toda la lengua castellana».
El escritor chileno de mayor influencia en la así llamada generación
de poetas del 50. Aunque su nombre no aparezca en algunas antologías
de poesía chilena, aunque su voz haya sido olvidada debido
a su larga ausencia, aunque su nombre haya sido tachado y hayamos
olvidado su rostro: he aquí a David Rosenmann-Taub.
LOM ediciones nos presenta Cortejo y epinicio, en lo que algunos
creerán su tercera edición, aunque en realidad se trata
de una obra corregida y revisada por David Rosenmann, diferente a
la publicada por ediciones Este-Oeste en Buenos Aires en 1978, y diferente
a la primera edición publicada en Chile por Editorial Cruz
del Sur en 1949.
El libro nos ofrece 80 poemas de extraña belleza y precisión,
en donde el misterio de la vida y de la muerte es abordado por un
hablante que pareciera situarse mas allá de lo que creemos
y aceptamos como verdadero.
El hispanista Francis de Miomandre ha dicho de este autor: «Cuando
la sinceridad está unida a la magia del arte, la impresión
última que se recibe es de la belleza». Sinceridad, magia,
belleza, como la del impresionante primer poema de este libro:
Después, después el viento entre dos cimas, y el hermano
alacrán que se encabrita, y las mareas rojas sobre el día.
Voraz volcán: aureola sin imperio.
El buitre morirá: laxo castigo.
Después, después el himno entre dos víboras.
Después la noche que no conocemos y extendido en lo nunca un
solo cuerpo callado como luz. Después el viento.
El lector de Cortejo y epinicio se enfrentará a un poeta
consciente del mundo que lo rodea, a un escritor que, situado en un
lugar de privilegio, mira la comedia humana y la describe, alejándose
de lo que en apariencia es real y enfrentando una única certeza:
que algún día habitaremos inexorablemente un país
más allá, que no es otro que el de la Muerte.