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Novela de Diego Trelles

El círculo de los escritores asesinos

Por Emilio Bustamante
Revista Quehacer 162. Lima: Desco, 2006.



Hace unos días Diego Trelles me escribió un correo en el que me comentaba el disgusto que había sentido al ver la película Fantasma de Lisandro Alonso, que se exhibió en el último Festival de Cine Latinoamericano de Lima. Diego argumentaba que había detestado la película porque iba en contra de todo lo que un amante de las historias, como él, podía concebir. En efecto, Fantasma es una película experimental en la que prácticamente no hay historia ni trama, y Diego es un contador y un amante de las historias. Era explicable su furia.

El gusto y la alta estima por contar y escuchar historias es evidente en El círculo de los escritores asesinos (Barcelona: Candaya, 2006). En ella, un personaje, Ganivet, sobrevive en la cárcel leyendo el Quijote a los presos. Como el Quijote (inmenso modelo), El círculo de los escritores asesinos es una novela llena de historias. Los protagonistas no solo dan, cada uno, su versión de cómo se formó el Círculo y cómo decidieron matar y, finalmente, ejecutaron al crítico García Ordóñez, sino que relatan historias todo el tiempo. Algunas de estas historias son de lo mejor de la novela (la de Bárbara, la cantante punk, especialmente); pero los personajes cuentan, inclusive, argumentos de películas (Mi noche con Maud de Rohmer, El Extranjero de Welles, Acattone de Pasolini), y hasta chismes y anécdotas jocosas. Los personajes del Círculo son unos narradores compulsivos. Y ese gusto por contar historias se complementa con el disfrute y la demanda de quien las lee. Como el público de Ganivet, hipnotizado con la lectura del Quijote, el lector de El Círculo no puede desprenderse del libro, queda capturado por él.


Ese gusto por contar historias no es la única deuda y semejanza que el libro de Diego tiene con su novela favorita. Como el protagonista del Quijote, los personajes de El Círculo transforman, con su imaginación, la realidad en la que viven. Crean ficciones y las habitan. Cuatro personajes (Ganivet, el Chato, Larrita y Casandra) escriben sendos manuscritos en los que dan, cada uno, su versión sobre el asesinato del crítico García Ordóñez. Un quinto personaje (Sawa) es el editor de los manuscritos, quien a su vez los comenta con notas a pie de página. Los cuatro manuscritos más las notas a pie de página, conforman en total cinco versiones de la realidad. Notamos que, como en Rashomon de Kurosawa o "En el bosque" de Akutagawa Ryunosuke, el cuento que inspira el filme, todos mienten. Todos crean ficciones. Los personajes, a veces, no se percatan de que sus mentiras son evidentes para el lector, quien inclusive puede notar que en ocasiones se están mintiendo a sí mismos, como lo hacen los personajes de tantas películas de Eric Rohmer (el cineasta admirado por Casandra) o el del único cortometraje que dirigiera Diego Trelles hasta hoy: Como si la muerte fuera para ellos (1999). Como en aquel corto, donde también había un crimen y varias versiones sobre él, Diego logra que tomemos distancia de los personajes y los veamos como ilusos, enajenados o farsantes, pero también como individuos dignos de piedad, ignorantes de ser sólo una construcción de signos, y que alguien que los trasciende, los observa; los lee y juzga.

Uno de los personajes de la novela, más agudo que la mayoría, el viejo Jonás, a semejanza de los asesinos creados por Quentin Tarantino en Pulp Fiction, intuye ese estatus suyo de ser imaginario. Otros dos (Matías y Casandra), van más lejos, y como la pareja de La rodilla de Claire, pretenden convertir su realidad misma en ficción, actuando y manipulando a los demás hasta conducirlos a enfrentar la verdad de su existencia como "criaturas del destino". De un destino decidido por otro. En ese destino, y en ellos mismos, se manifiesta su demiurgo. La apariencia remite al ser. La obra al autor. Y si esos personajes de ficción, ridículos, ingenuos, patéticos, frágiles y mortales nos enternecen es porque se parecen a nosotros, posibles creaciones de otro demiurgo.


Los personajes de Diego (también posiblemente como nosotros) no son felices intuyendo ser la creación de Otro, de un Dios que ha definido ya su destino. No les gusta cómo fueron creados ni la realidad que les impusieron ni el fin que les aguarda. Ganivet llega a la conclusión que el mundo es cruel y Dios es perverso, y decide no creer en él.

Ese disgusto lleva a Ganivet, y a los otros, a convertirse en escritores. Como todo escritor, los integrantes del Círculo construyen su propia realidad. Le roban a Dios el fuego sagrado. La ficción es rebelión, deicidio, parricidio. No es extraño que en torno a la novela de Diego se haya hablado tanto de parricidio. Hay muchos padres en ella. Padres a los que hay que matar simbólicamente, para que emerja la creación. Hay un párrafo que es casi un fragmento de guión cinematográfico en el que Ganivet, mientras espera ansioso a Casandra en el bar, imagina que da muerte a su padrastro. En una descripción que imita al montaje paralelo del cine, se alternan "planos" de la matanza imaginada por Ganivet, propios de una película gore, con "planos" de los integrantes del Círculo aguardando la llegada de la musa. Cuando el padre (simbólicamente, imaginariamente) muere, la musa aparece.

Hay otros padres en la novela: Oswaldo Reynoso, Mario Vargas Llosa, Roberto Bolaño. Padres que son maestros pero a los que hay que negar urgentemente para poder ser artífices de destinos propios. Lo dice Ganivet, el más edípico de los personajes: "Todo escritor necesita de un padre espiritual, de una figura patriarcal ante la que deberá rebelarse para encontrar su voz" (100). Ganivet envidia al Chato su amistad con Reynoso:

"Esos quince minutos maléficos en los que veía la silueta de un escritor anciano dialogando con otro escritor joven en cuya cabeza se iba formando, de a pocos, una idea cabal de las futuras muertes de su maestro" (100-101).

En otro parte de la novela, ambos, Ganivet y el Chato se ubican bajo el balcón de Vargas Llosa a esperar que aparezca. Miran hacia arriba, como si aguardaran al Papa o a Dios mismo. Por cierto, Vargas Llosa no se asoma; y Ganivet sueña despierto con una multitud de jóvenes que marchan armados contra "la eterna dictadura de la vejez".


Esa eterna dictadura tiene sus fuerzas de choque. Los policías de la cultura. Todos aquellos que pervierten la creación y la confunden con una feria de vanidades, con la competencia frívola, los premios, las fotos en las revistas, las becas y los viajes.


Si los personajes de Diego se sumergen en la ficción no es para recibir halagos sino para ser víctimas de "una hermosa maldición" como dice Ganivet. No es para huir de la verdad, sino para descubrirla. Nosotros, al sumergirnos en la ficción creada por Diego, nos reconocemos en sus personajes, como he dicho, y, más allá del humor que brilla en sus páginas (en los diálogos entre el Chato y Erasmo, por ejemplo), reconocemos con ellos el horror y el absurdo de la existencia. Llegamos al ser por la apariencia como quería el crítico André Bazin, fenomenólogo, católico, maestro y amigo de Eric Rohmer. Sólo que el ser es demencial. Entonces pasamos de la ficción a la vida, y tras haber descubierto la verdad, nos preguntamos, como Casandra pregunta a Eric Rohmer: ¿para qué vivir sino para combatir la locura del mundo?

 

foto de Diego Trelles tomada por Cristina Martinez

 
 

 

 

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