Cuando la gente dice: "Estoy
en la gloria" o "Esto es el Paraíso", se refiere,
en primer lugar, a que es feliz. Por supuesto que identifica, implícitamente,
felicidad con bien, puesto que es bueno ser feliz. El hombre tiende
a ello irresistiblemente: apetece ser feliz. Cuando la gente habla
de algo que es bueno, se
refiere, tácitamente, a algo que nos hace felices, por lejana
o no sensual que sea dicha felicidad. Lo bueno no puede ser nuestra
destrucción, nuestro dolor. Si frecuentemente la apetencia
a la felicidad y la apetencia al bien difieren o se oponen excluyentemente,
es porque en el ser humano hay una dualidad de principios (alma y
cuerpo) en perpetua querella, y para satisfacer a los cuales la voluntad
suele titubear y elegir, no siempre orientados a los fines eternos.
En una palabra: No es que Felicidad y Bien sean opuestos, sino que
la felicidad y el bien de mi parte espiritual suelen oponerse por
ahora, a la felicidad y al bien de mi parte carnal. Como a veces,
dentro de la pura esfera carnal, el goce de hoy constituye el dolor
de mañana. Todo puede reducirse a un juego (una lucha) entre
felicidades menores y felicidades mayores, entre felicidad efímera
y felicidad duradera. Mientras la parte carnal y sensual quiere su
satisfacción ahora e inmediatamente, el espíritu
puede postergar la felicidad por larguísimos plazos. Postergar,
pero nunca renunciar definitivamente: porque si así ocurriera,
¿qué entenderíamos por bien? El Bien es la Felicidad:
ya lo hemos dicho. Y la diferencia entre un vividor y un santo no
reside sino en que aquél ha escogido la felicidad inmediatamente,
pequeña y efímera, y éste ¡la Absoluta
y Eterna!
Origen de la grieta entre
ambas esferas: el Pecado Original, Pero esto es otro tema.
Si podemos hablar de Paraíso es porque
alguna vez existió o existirá.
Si, por otra parte, podemos examinar sus atracciones en cómoda
posición de espectadores, es porque ya no estamos en su centro.
Un hombre que narra, su existencia miserable, puede hacerlo: 1º
Porque es miserable, y 2º Porque no es miserable. Si el hombre
no fuera una especie de centauro bueno-malo, no existiría el
ansia del Paraíso, su búsqueda en el más allá
o en el más acá, su apreciación de que algo está
malo y de que podría estar mejor: no existiría
tabla valorizadora. No siendo el hombre esa especie de centauro con
medio cuerpo en el cielo y medio en la tierra, le sucedería
lo que a las cucarachas, que no escriben ninguna clase de novelas:
ni siquiera aquellas que escriben los seres humanos y en que los protagonistas,
ellos mismos, son ¡unas cucarachas!
Si el hombre no fuera dual, si no estuviera escindido, no tendría
idea alguna de bien y mal. Ningún progreso, ni siquiera mecánico,
habría sido posible, Esto demuestra que: el hombre en cierto
modo está en el Paraíso y en cierto modo no lo está.
La cucaracha no sabe que es cucaracha, por cuanto no cuenta con una
facultad superior a ella misma -en cierto sentido, extraña
a ella- para mirarse y juzgarse desde fuera. El hombre puede juzgar
su zona no-hombre, su zona cucaracha; lo que demuestra que dispone
de una facultad extraña a él mismo, capaz, por tanto,
de juzgarle desde una posición en que él mismo no se
halla situado. Es el Espíritu, que forma y no forma parte del
hombre, pero que lo define. En las Sagradas Escrituras, en innumerables
pasajes, el Espíritu se muestra como exterior y extraño;
no se identifica con nada del mundo, aunque lo toca- "El Espíritu
flota sobre las aguas", "Sopla donde quiere", "Se
posa, en figura de lenguas de fuego, sobre los Apóstoles",
etc. Es como un viento de otro mundo. En el hombre no sólo
puede constituirse como mirada objetivadora, sino también como
conciencia y juez moral. En lo científico conocemos y controlamos
-hasta cierto punto- los movimientos de nuestras zonas inferiores:
lo mineral, lo vegetativo, lo químico, lo físico, lo
biológico y hasta lo psicológico mismo que hay en nosotros,
es visto por nuestro espíritu. Y no se trata de la aparente
ventaja que nos podría conceder el estar situado en la cúspide
de la evolución biológica, pues de ser así, podría
darse tal capacidad en cualquier grado biológico con respecto
a los grados inferiores; que asi no sucede lo prueba el hecho de que,
el gato no conoce su parte vegetal, mineral, etc., ni el lagarto sabe
de su parte pez, de su parte protozoo. Dicho de otro modo: los grados
superiores de evolución, biológica no dan, por el hecho
de ser superiores, conciencia sobre los grados
inferiores. Sólo una potencia, la mas alta, el Espíritu,
conoce y juzga todos los grados inferiores. Sólo el hombre
es ese ser privilegiado. La cucaracha, pues, no puede concienciar
su bajeza, ¡no puede
objetivarse ante sus propios ojos! Y es porque el animal vive de sí,
pero no sabe de sí.
El Sacramento de la Confesión Católica es un magnífico
ejemplo de la presencia del Espíritu en el hombre.
El Examen (primer movimiento de la Confesión) representa
tal objetivación. Es ya un acto espiritual, pues consiste,
no solamente en recordar ciertos actos, sino en concienciarlos como
bajos, y como voluntariamente bajos, esto es, como pecados; como intencionalmente
opuestos a esta altura que los está mirando y juzgando. El
Examen es un reconocimiento que hace el hombre de su acto de objetivarse
a sí mismo. En el Dolor (2º movimiento), la parte
baja sufre por no ser alta. El alma, al sufrir por esta no altura,
al sufrir por su bajeza, está asumiendo ya un papel espiritual,
se está viendo bajo, tal como hace un momento sólo la
altura podía verla. O sea, la parte baja de nuestro ser, la
parte que pecó, por el solo dolor de sentirse baja, se estira
con angustia infinita, asciende, se hace alta, se espiritualiza en
cierta medida. En el Propósito (3er movimiento), se
resuelve aplicarse en lo sucesivo a proceder siempre según
la altura, según el Espíritu. En la Confesión
(4º movimiento), o relato de los pecados, ¡se vierte toda
esta materia pecaminosa, que ya ninguna savia (ni vital ni espiritual)
quiere mantener vigente, se vierte en oídos del Otro (el Señor,
representado por el sacerdote), para que la absuelva. Todo lo poco
de bueno que hubo en cada pecado (porque la tendencia a un bien menor,
por pequeño y efímero que sea, también es un
bien; no olvidemos que el Mal absoluto no existe), de algún
modo será rescatado y engrandecido, redimido pero no perdido,
completado y ennoblecido para la Resurrección de los Muertos,
cuando
Verdad y Vida nos sean concedidas plenamente. La Penitencia
(5º y ultimo movimiento): el cuerpo, la zona sensible, la zona
del puro placer, se duele también de su traición al
Espíritu, de su traición a la Verdad. Para ello, hace
renuncia de toda voluptuosidad, de todo placer; se castiga en la Penitencia,
Ya no se duele por comparación con la altura (como fue en el
Dolor, en que el alma se tiñe de Espíritu al comparar
la altura a que está llamada y la bajeza a que consintió
libremente), sino que se conduele el cuerpo como cuerpo, negándose
en su propia verdad corporal voluptuosa (esta negación en su
propia ley, la parte corporal no podía ejercerla por sí
misma, sino gracias al elemento extraño -como en todos los
otros movimientos de la Confesión-, gracias al Espíritu).
Nuestra situación privilegiada -el poder objetivarnos y juzgarnos-
es, pues, consecuencia del Paraíso, consecuencia de nuestro
fin último, sobrenatural. Y, también, consecuencia de
nuestra escisión: del hecho de que no somos una unidad, sino
una dualidad. De aquí nuestra intranquilidad, nuestra angustia
y nuestra tensión. De aquí nuestra posibilidad -siempre
abonada en la vida de los individuos y de los pueblos- de salto,
de innovación, de creación. Y esto no puede explicarse
por el progreso, más o menos mecánico y fatal, que se
observa en todos los seres vivos; ya lo hemos visto.
Sólo el hombre disfruta de esa privilegiada y dramática
situación que le permite ver y criticar su propia condición
desmedrada. Pero lo igual no critica a lo igual. Lo cual nos prueba
claramente la
naturaleza de la potencia que le socorre: algo que le asiste pero
no le pertenece: algo extraño a él superior y que lo
trasciende: el soplo de lo Absoluto; en una palabra: el Espíritu,
tal y como se le describe en las Sagradas Escrituras.
Quisiera ahora examinar estancias mías en el Paraíso;
aquellos momentos de mi vida en que me ha parecido estar más
cerca de la felicidad, de mi bien, de lo que busco. En otros pasajes
mostraré el
reverso: la ausencia de algo que nunca se me ha dado plenamente y
que añoro.
Entre las primeras imágenes hablaré de mi infancia,
de ciertas condensaciones de Tiempo. Entre las segundas: lloraré
porque mis amigos mueren, porque mis seres queridos me son arrebatados.
Entre las primeras, hablaré de la Caridad de la comunión
humana; nombraré a la música. Entre las segundas, citaré
al Amor (Eros).
Presencia y ausencia, ser y no ser, plenitud y hueco. Paraíso
y expulsión: imágenes híbridas todas: unas causando
la presencia, otras la ausencia; porque Paraíso y exilio se
dan simultáneamente, aunque no siempre en igual proporción.
El centauro es variable: cuando se agranda el jinete, disminuye el
caballo. Y vice-versa.
Escuchando a Mozart, mis hijos dialogan:
-¿Qué te da cuando oyes música?
-Me da no sé qué. Me dan ganas de morirme, de morirme
para estar con Dios. Y a tí, ¿qué te da?
-Me da pena-gusto.
Se aprecia la belleza sólo en la medida en que también
somos bellos.
Se ama la belleza en la medida en que no somos bellos.
¿O vice-versa?
He aquí mi más antigua experiencia, tan antigua que
este calificativo me parece inapropiado, pues la verdad es que no
puedo situarla en el tiempo. La experiencia está registrada
y anotada mucho después; al cumplir yo veinte años,
cuando la imagen había vuelto e insistido ya muchas veces en
mi conciencia. En mi libro Inseguridad del Hombre (1934-37)
intenté expresarla con todo su ingenuo y simple deleite:
"Y es muy atrás, y es nunca, y es cuando. Podría
probar de volverme a la edad en que no vivía, cuando aún
yo era solamente como un brazo flotante en el deseo de mi madre. Pero
sucedió alguna vez, nunca o siempre. Siesta sin lluvia. Un
patio. Parece que en casa de mis tíos. Entraba a una pieza
de siesta (el calor, los frutales) solo, y ¡cómo en la
guarda del papel floreado algo orquestal corría y daba vueltas
por la cima de las paredes, como un río de sangre, como uvas
de música! Subían abejas por las franjas del papel,
y allí arriba iban a aportar música o miel que viajaba
en murmullo; nada más, solamente el verano y mis ojos de todo
el cuerpo diluyendo esta impresión total del mundo estival
en una pieza fresca pero de roncos sonidos".
Hay otra imagen de inefable dulzura también. Me parece tratarse
de una estampa de esas que los organilleros suelen repartir en sus
andanzas tras el sustento; a lo mejor, una estampa entre muchas, pero
la única que registro con emoción perdurable. (Nada
explicaríamos diciendo que se trata de imágenes de infancia,
indelebles sólo por provenir de esa edad. No son cualesquiera
esas imágenes. No todas constituyen para mí condensaciones
de felicidad. Quiero examinar por qué algunas y no otras me
son significativas -estén o no situadas en un acontecer real-.
Y si bien mi infancia me provee de muchas imágenes felices,
la adultez también me ha presentado brillantes prefiguraciones
del Paraíso). Un juglar o trovador aparecía en ella
con vestidos radiantes, el jubón verde ornado de pedrerías,
la gola en un verdeoscuro y cruzada de rejas rojas y malva -como un
abridor de guantes de mi madre, cuya fascinante presencia quisiera
volver a tener ante mí-, el bonete con un cascabel dorado colgando
locamente tras la nuca del trovero. Sobre el personaje se abría
una ventana ojival de vitrales luminosos y multicolores: descendía
la luz gozosa, con amorosa serenidad. El fulgor del sol era oro, esplendor
de la vida, plenitud del día, diseminado e impalpable como
la dicha de existir. La ojiva se reproducía prodigiosamente
en las manos del juglar, tomando la forma de una mandolina, que pulsaba
el trovador en actitud estática pero increiblemente viva. ¿Repasaba
algún faisán en el alféizar? No lo recuerdo;
como tampoco creo que hubiera alusión alguna en el grabado
a la ciudad donde esto pudiera ocurrir. Lo que sí sé
es que el aire hablaba de una ciudad tan íntima como el interior
de una casa: calles techadas, cuyos edificios se tocaban casi en las
buhardillas superiores; las calzadas podían ser de madera;
podría haber en un balcón un burgomaestre mirando.
Debo recapitular. Quiero abstraer los elementos de estas imágenes
para mí tan queridas.
En la del papel floreado -tan repetida en mi vida con la ensoñación
que suelen provocarme géneros estampados, cretonas, algodones
ordinarios, percalas con estridentes combinaciones de colores, alfombras
como aquella del salón de mi casa de provincia-, en esa imagen
descrita en Inseguridad del Hombre, tan primaria y simple en
su impresión, se me hace extraordinariamente difícil
aislar elementos. La naturaleza (siesta, calor, frutales) penetra
realmente en el espacio interior; en el papel de la habitación,
y allí viven en el tiempo, sensorialmente móviles, música,
uvas, abejas, miel, incorporándose simultáneamente a
mis sentidos con impresiones térmicas, visuales, auditivas,
gustativas y haciéndome a mí también incorporarme
estrechamente (el elemento sangre en una parte de mí mismo,
el aporte sensible de mi vida) a esta nupcia entre mundo exterior
y mundo interior. La guarda del papel, flores de sólo dos dimensiones,
toma relieve y en ella, como en un cauce, viajan esta música,
esas uvas, ese murmullo, ese calor, esa sangre del verano.
¿Me será preciso insistir sobre el sentido de la imagen
del juglar medioeval? El elemento Tiempo juega el papel principal.
El retardo de su consumación, su casi inmortalidad, parece
ser el motivo de mi felicidad. En la estampa del trovador la escena
tiene vivos colores. Hay una correspondencia, un diálogo, entre
la forma del ventanal gótico y la mandolina que pulsa el personaje,
un parentesco entre el sol y el dorado de los vestidos, entre el verde
brillante de su atuendo y los prados que aguardan junto a la canción,
hay intimidad en el espacio cerrado, cielo luminoso pero enmarcado
como el aire altísimo y secreto de los claustros. Y hay alegría,
armonía con la creación, cuando arbustos y faisán
riman su verde con el color de la indumentaria del juglar. ¿Hay
más que explicar?
La inmovilidad casi absoluta del tiempo, que he alcanzado unas veces
casualmente, concitando las condiciones en otras, ha constituido para
mí una preocupación constante desde hace muchos años.
En una disertación sobre Poesía y Tiempo, describí
una técnica sensorial que denominé "morrongueo"
-por afinidad con el duermevela de los gatos-. En dicho estado uno
se coloca en un ángulo contemplativo, de tal manera que la
sensación de "paso de tiempo" sea mínima,
y, por tanto, la impresión de "durar" que obtenemos
se agrande lo más posible. ¿Cómo lograr ese estado?
Dejando a un lado aquellas condiciones del cuerpo -el semi-sueño,
la convalescencia, estados patológicos, etc.-, en que puede
alcanzarse ese ángulo naturalmente, refirámonos a la
técnica artificial del morrongueo. Aclaremos, primero
algunos conceptos sobre el tiempo. El vulgo cree, por ejemplo, que
a una persona que ejecuta muchos actos en un lapso dado -la jornada
diaria, v.gr.-, "el día se le hace corto". Digamos
que, sin dejar de reconocer el hecho superficial de que si esa persona
desarrolla tantos actos es porque, evidentemente, tiene muchos otros
más que llevar a cabo, y, por tanto, con toda seguridad, de
todos modos le faltará tiempo para todos ellos; aun reconociendo
ese hecho, discutiremos el aserto popular. Para quien realiza muchos
actos, el tiempo es más grande, de la misma manera que un espacio
cerrado es mayor -aunque parezca más estrecho- mientras más
objetos contiene. Un espacio sin objeto alguno es imposible de medir
por cuanto los sentidos no tienen punto de referencia alguna para
percibir su extensión: equivale a la nada espacial. Quienes
hayan tenido ocasión de observar una casa cuando recién
se está haciendo el trazado en el suelo, habrán advertido
lo pequeña que aparece cada habitación, y lo grande
que se hace una vez amoblada. Es posible que, en el instante mismo,
el día afanoso de aquella persona de que hablábamos
aparezca breve; pero, al ser recordado después, entre un conjunto
de días semejantes (un mes, por ejemplo), henchido de actos
y de hechos, parecerá a la memoria mucho más grande
que un mes normal. Tal es el premio divino al humilde y afanoso trabajo
del hombre que debe laborar de sol a sol. En un anuncio comercial
que se publicaba en las radioemisoras santiaguinas, confirmé
el error popular. Se comenzaba hablando de los felices que serían
nuestras horas en ese balneario termal, y, para rematar con una conclusión
decisiva, se agregaba: "Sus horas serán minutos".
Pues bien: yo no pagaría un centavo por acortar mi vida, por
sentirla más breve, aunque ese instante se me anuncie como
extraordinariamente dichoso y placentero.
(Debo abrir un paréntesis a propósito de una consulta
que se me ha hecho con respecto al tiempo. Se me ha preguntado por
qué el tiempo de la infancia (un día, un invierno, las
vacaciones veraniegas) nos parecía tan largo, y por qué,
contrariamente, a medida que envejecemos, "pasa más rápido"
y vemos con horror que comienza a correr con vertiginosa velocidad.
Respondo ahora en forma definitiva y, espero, exacta. Se debe a la
proporción de la experiencia total del tiempo del individuo
con respecto a la unidad de tiempo observado. Un año, para
un niño de 5 años, es muy grande, porque corresponde
a la quinta parte de toda su experiencia témporal. En cambio,
para un hombre de 50 años, un año es apenas una quincuagésima
parte de toda la duración de su existencia. Si fuera posible
establecer cálculos exactos -lo que, por supuesto, no es posible
en estos planos emocionales, tan variables de un individuo a otro
o en la misma persona de una época a otra y frente a sucesos
de diversa significación-, diríamos que un año
es tan largo para el infante de 5 años de edad como lo son
diez años para el hombre de cincuenta).
Siguiendo el curso de nuestro análisis, tenemos, pues, los
siguientes elementos fundamentales de nuestra sensación de
tiempo: hechos o actos, intención de reposo o de premura, goce
o dolor. Tomando en cuenta estos ingredientes mentales y sensoriales
es como he desarrollado la técnica del morrongueo. Un
ejemplo.
Heme en un rincón del huerto de mi casa. Primavera. Siesta.
Las gentes de casa duermen. El sol, verdoso y apenas tibio, cae perezosamente
sobre el rellano de una escalera que conduce a un altillo. Nada que
sea afán hay próximo aquí. Apenas el ruido isócrono
de la garlopa de un carpintero asoma lejano, esfumado a través
del baño de sosiego a que lo someten las huertas que nos separan.
Para mayor quietud, el carpintero silba, una melodía abandonada,
sin ánimo de llegar a ningún desenlace, una melodía
sin comienzo ni fin, que vuelve sobre sus notas iniciales. El carpintero
se interrumpe en su silbar. Su labor también hace un alto.
No hay premura: sopla una brisa liviana. Me conviene este escenario
-me digo. Me siento al sol en un escaño junto a la escalera.
Fresca, la sombra de un olivo me llena de verde los pulmones. El sol,
pálido, líquido, también se remansa en este estanque
de tiempo. Comería una naranja; de esas que crecen bajo la
helada, en los patios de naranjos. Voy lento al comedor, con temor
a despertar a mis hermanos. La elijo con morosidad entre un grupo
de la frutera. Desde el primer vistazo, sé cuál escogeré.
Sin embargo, demoro la elección, examinando innecesariamente
las otras. Luego tomo la que primero distinguí. Vuelto al huerto,
comienzo a mondarla con lentitud. Para ello he abierto un cortaplumas
de mi hermano mayor. Es posible aún que me entretenga desenmoheciendo
la hoja de algunas manchas de óxido. Esto me lleva todavía
un tiempo. No olvido, pero conciencio apenas, el alrededor: huerta,
olivo, brisa, el silbar del artesano, la alberca donde el tiempo se
estanca. El olor delicioso de la naranja, agria y fría, no
deja de manar para este ocioso del escaño. No pienso en nada.
Apenas contemplo. Sólo sentir.
Me abandono a una especie de percepción líquida. Luego,
la temperatura del aire se hace más densa- Verano. Zumba un
abejorro. Recorre en el aire una vena invisible de espacio. Zumbido,
sangre del verano. Quiero oír una cigarra, su chirrido seco
de gavilla que se quiebra. El nombre científico de la chicharra
de las viñas: Ephippigera vitius. Cielo puro. Una nube
se inunda de oro en el poniente. Mi ciudad termina sobre el parque
de los García de la Huerta. El cielo sobredorado vibra justo
encima del Renacimiento: allí próximo a la calle Urmeneta.
Volantines. Viento hermoso. La fucsia. Primer herbario. ¡Qué
bella es la vida!
Si examinamos mi experiencia, lo que la hace deliciosa, se convendrá
en que lo fundamental es el mayor rendimiento del tiempo, pero -esto
es muy importante- se trata de un rendimiento gratuito, lo opuesto
al tiempo utilitario, lo contrario al tiempo como continente del mayor
número de actos o hechos. Se trata de un tiempo puro, incoloro,
sin otro contenido que mi solo existir. Esto nos hace recordar que,
también, es imprescindible la soledad. Para aquellos que no
soporten la soledad física completa, les recomiendo procurarse
una soledad relativa, que surge del contraste de un hombre ensimismado
en medio de una muchedumbre extrovertida. Yo he morrongueado rodeado
de mucha gente. Donde Torres (Alameda de las Delicias esquina de Dieciocho)
he logrado, puesto al mesón del bar, convertir 1 /4 de hora
en 2 inmensas horas, sólo con un vaso de rústico vino
tinto y un sandwich... y gente desconocida alrededor casi rozándome
los codos, pero lejanísimos de mí en el tiempo. Con
Lucho Edwards (¡que gran morrongueador!), hemos morrongueado,
de paso a su casa, en plena siesta estival. El lugar lo hacía
todo: primera cuadra de la calle Carrera. Higueras que muestran por
sobre las tapias agrietadas el espacio virgen de las últimas
huertas que quedan en Santiago; calle empedrada; sombra verde orillando
las cunetas; y, una vez que pasábamos, más atentos que
nunca a la magia temporal de la calle, un muchacho montado en su triciclo
de reparto, detenido, casi detenido, casi detenido junto a la acera,
bajo una acacia, accionando el pedal para que el vehículo montara
una piedra, pero cuando ya la tenía casi franqueada dejaba
de accionar, de manera que el vehículo, por su propio peso,
volvía a su posición anterior: y en ese vaivén,
de atrás adelante, de adelante atrás, estaba retardando,
espesando, dándole punta al tiempo.
Aparte del elemento duración, tan importante en mis exigencias
de felicidad, hay algunas antinomias que yo quiero ver resueltas.
Por una parte. Yo, aquí; el No-Yo, allá. Lo subjetivo,
mi voluntad soberana y libre; y lo objetivo, aquello que se me resiste,
que existe independientemente, y ante lo cual no me cabe sino sometimiento.
¿Por qué? ¿Recuerdan Uds. aquella protesta del
hombre subterráneo de Dostoiewski ante la necesariedad horrorosa
del 2 más 2 igual 4? Es el individuo opuesto al hombre pleno,
al que anhelamos, al que prevemos, por ejemplo, en el Arte. Si algo
echo de menos en mi existencia actual, si algo añoro en esas
imágenes que he traído, un poco al azar,
es la unidad, la armonía objetivo-subjetiva, donde sería
imposible hacer distinción alguna entre mi querer y mi obedecer.
Obediencia libre, reconocimiento inteligente de la verdad, y voluptuosidad
vivaz al incorporarme yo, con mi "interés personal",
a esa verdad- Libre voluntad, sin caer en la negativa oposición
del rebelde ante la creación. ¿No es esa maravillosa
armonía, esa maravillosa unidad, esa alianza, lo que se logra
-cosa excepcionalísima en toda la existencia humana- en el
arte? Pensemos en cualquier gran artista, Leonardo. ¡De cuanto
sometimiento a leyes y verdades que él no ha creado, no está
hecha la magnificencia de su pintura! ¡Y, también, de
cuánta
personal participación, de cuánta libertad volitiva!
¿Es que no ha hecho valer, en cierto modo, su "interés
personal infinítainente apasionado"? Porque su ejercicio
no es, como en la constatación científica, un mero reconocer
verdades ajenas. Su ejercicio es un dúo entre su Yo y el No-Yo;
entre lo que él quiere y lo que no depende de su voluntad.
En esta forma especial de obedecer, que es el Arte, el hombre impone
su querer. De otra manera, esa Verdad lo humillaría y anonadaría
-como a un vulgar hombre subterráneo. Pero en el Arte, ella
se conjuga con nuestra propia voluntad, tal la curva de un torso esculpido,
cuya belleza se debe tanto a la presencia del volumen que puso Dios
como a la porción que el escultor le ha robado para verlo (al
volumen), haciendo penetrar el espacio en el volumen, y éste
en aquel, en un juego amoroso, pleno de voluptuosidad, semejante a
las mutuas condescendencias de amado y amada.
(Al hombre le habría bastado obedecer. La desobediencia provocó
la Caída. Es evidente que, hecho a semejanza de Dios, la conciencia
del primer hombre creaba, en cierto sentido, el mundo. (Los
objetos existen porque son percibidos; la conciencia existe porque
percibe. El sujeto es activo; el objeto es pasivo). Adán quiso
conocer cómo era su contribuición en la creación:
Soberbia. Y para conocerla, la retiró. Se hizo, ¡comoDios!,
un autor, pero sólo un autor negativo, que disiente
y se niega a participar. Así, retiró su amor a la creación
y, desde luego, a su Creador. Disoció la unidad de Voluntad
y Obediencia, de Amor y Conocimiento. Y fue desautorizado ante
la creación entera: los animales no le respetaron más,
la naturaleza se le tornó hostíl. De autor, que
era, se convirtió en espectador. Literalemnte, se quedó
fuera. Desde entonces Verdad y Belleza se le aparecerían como
ajenas; aun más, como implacablemente enemigas. Expulsado así
del Paraíso, su primer intento fue el de volver a imponer su
voluntad, pero a la manera primaria y odiosa del rapaz expulsado de
la vida, que, ante una pared recién pintada, no reacciona de
otro modo que afeándola con una horrorosa, tortuosa raya, o
con una disonante palabrota obscena. Tened compasión de estos
hombres subterráneos. Están sintiendo terriblemente
la expulsión. A su manera -y mientras no les enseñéis
a amar-, quieren, otra vez, participar. Y tened, también
compasión de aquellos que creen semejarse a Dios, o merecer
su Reino, sólo por la mera tarea de inteligir. Sin amor, ¿a
dónde lleva la inteligencia? (La Bomba Atómica, obra
de la inteligencia científica, ¿no es, también
una disociación?) La actitud crítica de
Adán -si así podemos llamarla- fue, esencialemnte, disociadora.
Y eso es lo contrario del Amor, que es en todos los órdenes
divinos y humanos, integrador).
He escrito: Yo, No-Yo; Voluntad, Necesariedad; Interés Personal,
Verdad Objetiva. Antinomias que veo resolverse, relativamente, en
el Arte, y que me prefiguran por ello el Paraíso.
Agrego: Gozo y Dolor; Belleza y Fealdad. Meditemos en dos sencillos
ejemplos. Un hombre destripado: dolor, fealdad. Coge el tema Goya,
v.gr, y al incorporarlo a un cuadro lo trasfigura en Gozo y Belleza.
Del mismo modo, ¿no se justifica y, aún más,
se transfigura en una síntesis superior todo el dolor por el
que debe atravesar el hombre para alcanzar la Gloria y la plenitud?
El propio Jesucristo, Hijo de Dios, padeció como Hombre, y
aquel dolor y aquella fealdad por los que tuvo que cruzar en expiación
de nuestros pecados, lejos de rebajarlo, lo elevaron, de nuevo, al
seno del Padre. En la liturgia de la Misa se lee: "La dichosa
Pasión y Muerte de N.S.J.C." Tal es la síntesis
que puede lograr el hombre más allá del placer y del
dolor.
Transcribo pasajes de un artículo mío publicado el
4 de agosto de 1951 en Estanquero, de esta ciudad.
"¿Qué es el Bien? No es posible definirlo sin
referirse a lo más elemental para el hombre: el Yo. El Bien
es lo que me salva (Julien Benda pone en boca de uno de sus
contendores -¿Bergson, Le Roy, Blondel, Barrés, Peguy
o Claudel?-esta definición: "La posesión de la
"duración" es algo esencialmente personal").
La subjetividad entra aquí con todos sus fueros. Si la Verdad
no se refiere al Bien, es gratuito su culto, su búsqueda y
todo lo demás. Una Verdad que mata ya no es Verdad. Nadie podría
haber respondido mejor que lo que lo hizo Cristo cuando Pilatos le
preguntó: "¿Qué es la Verdad?", El
Hijo del Hombre le respondió: "Yo soy el Camino, la Verdad
y la Vida". El sabía que una verdad que no es al mismo
tiempo la Vida, no puede reclamar amor. (Muchos pensarán en
Sócrates: en su vida y en su muerte. Para mí me resulta
más allá de toda comprensión). Una verdad que
no nos tiende los lazos del amor y no nos promete disfrutar de su
plenitud, se confunde con la Nada, con lo Demoníaco. Esto,
en el caso de que ocupe el lugar sagrado que sólo Dios debe
ocupar. De otro modo, es una vulgar ilusión.
"La Belleza objetiva -si es que la podemos concebir- también
rechaza y espanta, Yo lo he intuido, a veces. A veces, bajo la superficie
amable y brillante de Mozart, he visto su rostro hermoso e impasible,
fulgurando por encima de nuestras pequeñas voluntades humanas,
y en el cual no hay sonrisa para el hombre. "La Belleza es el
primer grado de lo Terrible" -escribe Rilke. ¿Y qué
es lo terrible? Aquello que nos excluye. Y que, siendo eterno e infinito,
al excluirnos nos condena a la nada.
"La melancolía sublime y excelsa de ciertas obras de
Mozart nos abruma hasta la angustia. Su blancura enceguecedora nos
arroja a un lado, humillados, con la inexorable crueldad de las leyes
increpadas, pero con una feroz seducción que balbuce una posible
salvación" (...) "Los hombres -escribe Kierkegaard-
se han hecho demasiado objetivos para lograr la bienaventuranza eterna,
pues la bienaventuranza eterna consiste justamente en un interés
personal infinitamente apasionado". (...)
"Resumiendo: Los grandes crímenes contra la persona humana
derivan de la filosofía especulativa. Creyendo en una objetividad
que está por sobre toda voluntad de felicidad y salvación,
han reducido al hombre mismo a un papel meramente espectador y pasivo
frente a sí mismo y a sus semejantes, que pasan, así,
a ser meros objetos. ¡Cuán fuertemente les responde una
sencilla oración católica , cuando en uno de sus pasajes
me hace exclamar: "¡No quiero perderme, quiero salvarme!".
"Y es en este anhelo cuando la música de Mozart se hace
inefablemente atractiva. Es, por ejemplo, ese Concierto en Si bemol
para Piano y Orquesta, K. 595, cuando en el rostro impasible y
objetivo de la Belleza se insinúa la posibilidad de una alianza.
Avanza el instrumento solista en definida melodía hacia la
felicidad, insinuante, dulce y temblante como un arroyo, o como un
hombre que remontara el curso del tiempo; tras él, de entre
los bosques, surgen gimiendo los cornos a lo lejos con melancólica
ternura: animales expiatorios, naturaleza herida, siempre presente
en la historia del hombre desde el Jardín del Edén,
piden reingresar con él al Paraíso perdido.
"Entonces, como un fulgurante friso moviente, cálido
y gozoso, todos entran, con el Rey exilado a la cabeza, triunfantes
por la gran Puerta de Oro!".
Traigo a la memoria la casa de infancia, la barrera de bambúes
separando el jardín de la huerta, la vieja cocinera, como una
sombra en la sombra, y las chispas mágicas, con algo de terror
y algo de encanto, brotando del carbón furiosamente avivado
por la anciana. Las estrellas, paralizadas sobre el jazmín,
sobre el perfume tenso de los alhelíes. Y cómo olvidar
el colegio. Cómo olvidar la primera caída, esa casa
atroz, esa dureza enemiga en los pómulos, esa extrañeza
del dolor en el rostro, la primera sangre vertida, esa humillación
horrorosa del golpe atroz en la cara. La primera fiebre, aún
inconsciente, mucho después concienciada, junto con la imagen
táctil de los bancos helados, duros, extraños, infinitamente
lejanos. Horas de prisión, humillaciones, órdenes, imposiciones
de alumnos mayores, vejámenes de condiscípulos brutales,
la disciplina, la hostilidad de los maestros, la burla. Mucho después,
la adolescencia. Ni feliz ni desgraciada. Inquieto. Vivo. Impetuoso.
Un vivir, híbrido, irresistiblemente atractivo. Locas escapadas
de juventud. ¿El mal? Noches de alcohol, de despreocupado vivir,
de arrogante desprecio por las conveniencias. Yo quería vivir
según normas propias. Vivir a otras horas. Levantarse a las
8 de la noche. Acostarse a las 10 de la mañana. Y las mujeres
clandestinas. Todo era encantador. Cómo lo añoro. Todos
éramos jóvenes, sin bien ni mal. Escenas que en otros
ojos, en otros cuerpos, en otras almas, habrían sido monstruosas;
en
mí, en nosotros, bella poesía. Libertad, libertad. Noches
con whisky, con drogas, con prostitutas recién prostituidas,
y nunca terminadas de prostituir, aún frescas, aún animales,
aún bellas, aún dóciles. Ellas y nosotros, desnudos.
Hay que ser muy inocentes, o muy depravados, para poder hacerlo. Deambulábamos
desnudos. Copulábamos todos a la vista de todos. Sin remordimientos.
Y siempre dispuestos al goce, a la experiencia, al contacto, sin sombra
de compromiso, sin sombra de residuo. El instante nos llevaba del
hocico. Y mi hocico era virgen, lo juro. Buscaba la vida (el goce,
el dolor, lo que fuera) como quien busca un alimento. Y alimentarme
asi sensualmente fue para mí el primer fenómeno espiritual.
No miento. No hago el cínico. Creedme. Hablo del año
36 y siguientes. Luego, el primer Movimiento DAVID -muy diverso a
éste. Se propugnaba el mal como primer rapto hacia la purificación.
En fin: es otro asunto.
Colocado con la imaginación en aquellos años, una cruel
nostalgia me invade. Veo a mi esposa futura, a mis hijos futuros,
a mis amigos y amigas futuras: y un dolor indefinible, intolerable,
dulce
y punzante, me sitúa frente al porvenir como antes lo estuve
ante el pasado: Nostalgia. Ay, no quiero perder mi pasado ni futuro.
Hoy, 1953, siento dolor por aquellas imágenes pasadas. Y siento
dolor porque entonces, 1936, no tenia yo a estos seres que ahora amo.
Nada quiero perder. Nada quiero alejar. Cuando yo me diga, antes de
morir: "Dejo el mundo, pierdo el mundo", ¿no sois
vosotros lo que pierdo? Cuando tú te despidas y juzgues qué
era para ti el mundo, amiga mía, ¿no soy yo, este yo
de ahora, lo que era para ti el mundo? Sí: el mundo son unas
pocas personas, y,
sobre todo, momentos, momentos. (Consúltese mi poema El
Verdadero Momento). Un paisaje que quedó grabado en nuestros
ojos. Una escena de una noche, allá. Una sonrisa. Una palabra
de amor.
Un beso en la obscuridad junto a un aroma de primavera. Y si perder
el mundo es perder todo eso, ¿cuánto más no lo
será perder la propia alma?
No encuentro a esos amigos, a esos compañeros y amigos de
juventud, de súbitas, improvisadas idas a la costa, donde es
"el mar color del vino" (Homero), tardes de alcohol, la
luz extrarreal que
mana de un potrero de alfalfa recorrido velozmente en automóvil,
y el alcohol enciende el aire, enciende el mar, el mar cabrillea ardiente
y suave, violento y frío; no hay un solo intersticio del aire
que no participe del gozo, las mujeres se dan como frutas, todo es
fácil, ligero, sin residuos. Amigos, hoy nada de eso es posible.
Cuesta decidir cualquier movimiento, la espontaneidad está
marchita, como si el viento se hubiera convertido en tosca, rígida
mortaja. Todos teneís residuos. Sin embargo, cuánto
habéis ganado. Ahora poseéis dones, maneras, experiencia,
madurez, sabor, forma, profundidad. ¿Cómo amaros? ¿Cuándo
quereros?
Completos os quiero, sin pérdidas ni computaciones. Pantemporales
os quiero.
El amor, el eros. No se me ha dado jamás en la forma plena
que yo quisiera, sino en un instante privilegiado, siempre anterior
al juego amoroso. Cuando quise tocarlo, se hizo niebla. Una noche
conocí a una muchacha. Tenía la mirada de la pureza,
de la impaciencia, de la juventud. Yo estaba recién confesado
para comulgar al día siguiente. Partimos, con otro amigo, en
automóvil. Era septiembre. La noche glacial sostenía
una luna helada, la luna olor a gin, olor a boca joven, a fruta en
el ramaje. Era impaciente y apasionada. Era bella. Y habíamos
bebido gin. El frío íntimo de ese alcohol nervioso me
trasminaba las manos. Ella me miraba fascinada. De pronto comencé
a recitarle mis versos del Infierno. Como una joven musa en seguimiento
de Apolo, se levantó de su asiento en dirección a un
rincón del invernadero, y con noble turbación me interpeló,
alarmada: "¿Qué han hecho esos infelices para que
así los condenes?". Me conmovió su indignación.
Cuando el personaje central del poema les pregunta: "¿Qué
habeís hecho?", ellos, anodadados, absortos en un dolor
que no comprenden, nada pueden recordar. Recordar sus pecados, ¡oh,
eso sería un consuelo!
"Ved a los condenados los tristes que quedaron
Tan miserables como son ellos también necesitan
De un pequeñito sitio para vivir.
Sólo el fuego del ser los está devorando.
Mas la luz del estar allí no alumbra.
Por eso la pena no termina
Por eso sólo fluye en medio como un río inacabable
Al cual asoman sus rostros sin ver ni verse
La silenciosa Risa-obscuridad!
Ved a los pobrecitos
Que sufren y no están
Queriendo arrepentirse y no pudiendo
Ni sus pecados recordar!".
Y más adelante, el mismo personaje del poema dice:
"Vedlos, pegados unos a otros como dibujos;
Entonces tan soberbios y ahora tan menguados.
¡Oídlos!... ¡Qué son ahora!
(Instrumentos de percusión en ritmo monótono)
¡¡Cuchicheos!!".
"(Dándose vuelta al público):
"Nunca creí que en una llama hubiera
Tantas imágenes arrojando una sombra.!".
Y así, en masa informe, agolpados como una ola de ciénaga,
tantos en cada trozo de espacio, mezclados, liquidos, espesos, cada
condenado quisiera recomponer su rostro (aunque fuera su rostro pecador),
pero, ay, mientras más pechan mayor es la confusión,
mayor el caos, más difícil el recuerdo. Sus pecados,
olvidados, pero no perdonados; perdidos, ¡pero no redimidos!
Todos, sin un solo "verdadero momento", existiendo apenas
en su Yo escueto, un punto en el espacio, el punto del yo, lo suficientemente
intenso como para sentir el despojo, pero con un sufrimiento sin imágenes,
ad eternum confundidos; ad eterntun materia sin forma:
sólo el yo, un punto para concienciar y sufrir el horrible
menoscabo. Arlequín (que es el personaje principal del poema),
en el lado izquierdo del escenario, con la mirada dirigida hacia abajo,
recita:
"A nadie puedo distinguir,
En un tumulto de agua ciega
Mudos conjuntos invisibles
Chapotean;
Y cada onda no trae de ellos sino
espesura indiferente.
Rabiosa, ardiente, pero rostros
líquidos,
En donde cuando un rasgo puede
comenzar a insinuarse
Vienen los otros y pechando en la ciénaga
Todo se deshacía
(Hacia el público):
"Retiré la mirada, porque mi propio llanto aún
más los anegaba. Y así les impedía decirme
lo que quieren.
Comprendí su terrible condena.
Y comprendí que, comprendiéndola, mi dolor la
acrecía.
¡Qué puede mi piedad, sino agravar su estado!
Mis lágrimas cayendo, aún más los confundía.
Todo el amor del mundo hacia los condenados
Coopera a la sentencia y agudiza la pena.
Amor es viento que reaviva la hoguera.
Amor es agua que alimenta al lodo.
No llores tú por ellos, porque si lloras, haces
Como el amor del Padre, que al llorar los condena".
Así se explica, aclaré a la muchacha, que el amor -único
caso-, en lugar de mitigar el sufrimiento, coopera a la justicia del
Padre aumentando el dolor del condenado. Ella se levantó, repito,
y protestó. En el mágico invernadero, aún bebimos
más gin.
Hubo un momento, un breve instante todavía, que traté
de prolongar, en que tomé su mano húmeda de ginebra.
El automóvil corría a gran veocidad bajo la luna de
ginebra. Un momento breve, alcancé a disfrutar de su mano,
de su piel, de sus ojos, de su cuello, sin erir mi alma por ningún
pensamiento o deseo puramente físico.Prolongué ese momento,
queriendo gozar aún del contacto puro, libre y pleno, como
me imagino que podía hacerlo el primer hombre. Me enamoré
en ese instante de ese objeto puro de mi amor, que mi amor manchaba.
Luego, caí. Deseé. Sufrí. Me dabatí en
lo que ya para el hombre no es posible: ver el objeto puro
(amarlo), sin mancharlo ni con la más leve sombra de anhelo.
(En poesía, Paul Eluard lo intenta y lo logra: tal es el milagro
de su obra. Por ejemplo, escribe: "No es preciso ver la realidad
tal como yo soy". Simone Wiel, desde el otro extremo, cristiano,
dice: "Ver un paisaje tal como es cuando yo no estoy allí...".
Y agrega: "Cuando yo estoy en alguna parte, ensucio el silencio
del cielo y de la tierra con mi respiración y el latir de mi
corazón". Y Eluard, a su vez: "Lo que ha sido comprendido
no existe más"). Perdí la Comunión del día
siguiente; y, me temo, que la perdí por mucho tiempo.
No es preciso que me explaye más en lo que fue para mí
un dolor metafísico de intolerable crueldad. Identifiqué
a esa muchacha con el objeto puro, con ese Mozart bellísimo
al cual yo no podía acceder sin desvirtuar, sin manchar: la
Belleza objetiva, inasible, sobrehumana. Alcancé a escribir
sobre esa mujer: "Tú eres la Primera Vez. Siempre primera
vez". Pero, más tarde, apliqué el verso a la única
creatura humana de quien pueda predicarse esa virtud: la Virgen María:
"Siempre primera vez María".
Libertad, dije. Amor, dije. Tiempo, dije. Y en éste, todo
se reúne. Porque yo quisiera juntar todos mis millones de Verdaderos
Momentos -felices v dolorosos, infancia mágica y colegio amargo,
amistad y amor- en un abanico de mil imágenes, pudiendo yo
vivir en cada una de ellas tan presente como estoy ahora, aquí,
en esta tarea de escribir. No perder nada, nada. Y en una noche solitaria,
frente al litoral húmedo y salino de Chile, escuchar una canción,
una mágica canción que me hiciera vivir largamente,
y sin fin, toda mi vida; y tener junto a mí, sin perder una
soledad que en cierto modo
siempre quiero conservar, tener junto a mí a esa muchacha de
la noche de gin, a la otra, y a la otra, y a mi esposa y a mis hijas
queridas... Y que todo fuera posible, todo permitido -como a los niños-
y que lo que hoy es mal, no lo fuera más, y que toda unión
no dejara ese regusto atroz de que algo terminó indefectiblemente
y de que hemos muerto una vez más en el contacto. Sin embargo,
es
como si ese hombrecillo del litoral, ese pobre errante que quiere
juntar en una sola canción todo su pasado, su presente y su
porvenir, es como si de repente yo lo viera -yo, que soy él-
borrarse por la
niebla que sale del océano, y soplar un vendaval, no de viento
sino de tiempo, y aventar al caminante, aventarlo una vez -una vez,
¿para qué más?- y sobreponer a él otro
hombre, y otro y otro, en una interminable operación de aventar.
¿Quién podría llorar por ese hombre, que soy
yo repetido una y millones de veces, que eres tú, repetido
una y millones de veces, quién podría llorar por él,
si todos, todos, correrán la misma desamparada suerte? ¿Quién
puede defendernos del vendaval, conjurar la furia y la consumación
del tiempo que todo lo lleva, y poner fin, por fin, a tan silencioso
y poderoso perecer del tiempo?
Vendaval del olvido. ¡Qué importaría el olvido,
qué me importa que el mundo me olvide! Pero cuando el olvido
es todo, cuando yo mismo me haya olvidado -muerto-, y todos y todo
me hayan olvidado absolutamente, y el paisaje, y esta habitación,
y las calles por las que pasé un millón de veces, y
los objetos que entibié durante toda mi vida no guarden ya
de mí ni un vestigio, ni una arruga, ni un pliegue, cuando
realmente sobre mí y sobre ti y sobre aquellos que he conocido
en mi vida, prestándonos unos a otros la conciencia y la memoria,
cuando ni la palabra Olvido sea recordada, y haya una sola niebla,
una niebla sin nombre sobre innombrables olvidados... ay, no logro
contener las lágrimas! Cuántas veces, creyendo defenderme
u ocultarme del olvido, no he abierto un ojo feroz y desconfiado sobre
el vientre de la mujer, y en el vientre de la tierra en el vientre
de la madre, en el vientre de la extensa soledad, he maldecido por
querer huir así del olvido y echarme en brazos de la soledad
de la especie, la muerte en la mujer, la entrega de mi yo a una estafeta
solitaria, desamparada e interminable en el vacío atroz de
los millares de años por venir, sombras de la nada,arrebatándonos
todo, mi partícula amada, mi yo pequeño desamparado
y poderoso. Oh, ilusión. Te dicen: Perpetúate, sobrevive
en tus hijos y en tus obras. Mira, ya tu hija muestra los rasgos de
tus ojos. Contempla ese rictus de sus labios, el gesto de su mano,
esa posición que adopta en el dormir, su carácter, sus
inclinaciones. Y tú crees un instante en que eso es bueno.
Sonríes, con tanto candor como un niño a quien convencen
de que el muñeco de trapo le hará compañía.
Pero no es nada espiritual. Pura continuidad metafísica, mera
repetición somática. ¿Que hasta tus movimientos
se repetirán en tus nietos, tataranietos y los tataranietos
de tus tataranietos? ¡Inercia! ¡Materia atroz! Yo no vivo
en ellos. Yo no me siento ser en ellos. Cuando yo moría en
la anestesia, mis hijos jugaban sin saber ni sentir mi agonía.
Cuando ellos jugaban, yo no me sentía jugar con ellos. Mi vida
y mi inmortalidad son demasiado pequeñas, tal vez -me diréis-;
por eso mismo, no tienen fronteras comunes con nadie ni con nada.
Entre un punto y otro, radio cero, no hay ninguna diferencia, ya lo
sé, pero si hay una gran distancia. La diferencia y la distancia
en que entre uno y otro punto, éste es otro. Yo y tú
somos iguales, en esto: en que cada uno siente la existencia en y
desde su yo. Pero somos diferentes porque somos otros. Es como
un misterio de lugar. Un yo no puede ocupar el mismo sitio que otro.
Despojados aun como estarían de todo atributo, de toda dimensión,
de toda singularidad, serían un punto y otro punto; uno y otro.
Yo podría ser completamente diferente a como soy, pero siempre
sería yo. Y éste es el misterio mayor. El hecho de ser
yo no es ser diferente: es ser Otro. De aquí hay que desprender
un posible amor al prójimo. ¿Cómo amar a ese
semejante otro que yo? Respuesta única: "Ámalo
como a ti mismo".
...Y el tiempo pasa, el tiempo está aquí, el tiempo
llega. El mismo tiempo delante, detrás, alrededor, persiguiéndonos,
ausentándonos, bloqueándonos, amontonándonos,
dispersándonos. Oh, amargura del tiempo. Y el tiempo está
nuevamente aquí, nuevamente aquí. Para aventarnos, para
bloquearnos, para arrastrarnos, para reunirnos, para dispersarnos;
otra vez, otra vez, otra vez.
Soledad. Olvido. ¿Quién velará por mí,
quién mantendrá despierta la llama de la conciencia
para que me alumbre y yo siga existiendo? ¿Quién, oh,
cielos, que a su vez nunca duerma ni pueda
a su vez caer en el olvido?
Yo he relatado este episodio, tan decisivo para mí: María
mi abuela, mi abuela adorada e íntima, tierra de mi sangre,
madre de mi madre, mi abuela, que era como una excepción al
vendaval,
como un milagro del "abanico", trayéndome el pasado
y viviendo en el presente. Cuando vi que las dos últimas lágrimas
caían de sus ojos ya no transparentes, grite dentro de mí
con profundo arrebato: "No puede morir. No. No debe morir. No
ha muerto. No. El hombre no muere. No quiero que muera. ¡El
hombre es inmortal!". Me aferré a ese grito, como a una
tabla de salvación; como si en el vacío, por el solo
hecho de crisparse, el hombre pudiera detener la caída. Como
si la velocidad pasional con que un hombre se interna en el mar operara
el milagro de sostenerlo sobre las aguas sin hundirse. Grité,
me rebelé en el fondo de mí. Y fundé, junto al
lecho de muerte de mi abuela, lo que alguien, a quien yo aún
no conocía, Kíerkegaard, había fundado hacía
ya muchos años; el Existencialismo; tal como Job con "sus
gritos inútiles". Mis gritos fundan valores -me dije
con profunda convicción. Y agregué, puestos ya esos
primeros cimientos: "¿Por qué has de dudar de lo
que quieres, y creer en lo que no quieres?" (Recordé,
luego, el Argumento moral de la existencia
de Dios: "El hombre anhela una Felicidad sin límites.
Es así que no la tiene en su vida. Luego, debe haber (hay)
una Felicidad Infinita, que es Dios"). Si el hombre quiere la
Felicidad, y la Inmortalidad, y el Bien, y la Belleza, y el Amor sin
fin, es porque existen. ¡No conozco ningún animal que
tenga hambre de un alimento que no existe!
Yo no puedo renunciar a querer ver de nuevo, y para siempre, a mi
abuelita adorada. Ya no podría vivir tranquilo, sin saber que
veré otra vez a mi amigo querido, el poeta Vicente Huidobro.
No puedo renunciar a juntarme con mi mujer, con mis hijas, con mis
amigas y amigos queridos, y de una vez para siempre. Los amo. Los
he amado anteayer, ayer, hoy, imperfectos aún, proyectos de
sí mismos, bosquejos, anunciaciones, posibilidades. ¡Cuánto
no espero amarlos después, completos, reunidos en todos y en
cada uno de sus Verdaderos Momentos, cuando sean plenamente ellos
mismos, cuando esta niebla de existencia que vivimos se haga plenamente
real, íntegra, sin menoscabo ni residuo! ¡Quiero verlos
de nuevos Comprendedme: No tengo el derecho de amputarme ese grito,
este anhelo fundamental.
Me resulta muy sospechoso un animal que no quiera comer. El hombre
moderno tienen una falla de la voluntad: es incapaz de querer "con
un interés infinitamente apasionado". ¿Cómo
puedo ser cristiano, como tanto voluntarismo? -se me pregunta. Respondo
que, precisamente, porque no le veo solución inmanente a esta
hambre y esta sed; y, por otra parte, no quiero que terminen jamás
el hambre y la sed. Quiero tenerlas siempre, acrecentadas al infinito,
para poder comer y beber con gozo tambén infinito. (Poca hambre,
poca sed: enfermedad del hombre moderno. En terapeútica existen
estimulantes. En mística, la Virgen María, según
el versículo, aumenta hambre y sed: "Quien me beba, siempre
tendrá más sed". En otro plano, el Arte. No es
un camino de salvación, no es un sacramento; es sólo
una prefiguración, y en cierta manera, un estimulante espiritual
y sensorial para anhelar comer el Panis Angelicus que nos alimentará
en cuerpo y alma, según la promesa final de la Resurrección
de los Muertos).
Si vivo, quiero seguir viviendo. ¡Si soy ahora, quiero seguir
siendo siempre!
(Inhibición). El pecado Original: No creer que lo existente
se ha dado gratuitamente, por voluntad de un Creador. Creer que la
Creación debió -debe-sujetarse a principios de razón:
con lo cual se duda de un Dios absolutamente creador y omnipotente.
El primer hombre come del fruto prohibido con la intención
de conocer (Árbol de la Ciencia del Bien y del
Mal) esos principios de razón. Ipso facto el mundo se
convierte en un mundo explicado, valioso sólo por referencias
a verdades exteriores e independientes del Creador y, por tanto del
hombre, que es su imagen. Éste pierde el contacto directo,
puro y voluptuoso, con la creación. En lugar del beso de la
amada, una explicación del beso. Pero al hombre no le basta.
Para emplear una metáfora geométrica: como si después
de gozar de la fruición deliciosa de una curva (de la circunferencia),
se la quisiera reconstruir con un infinito número de rectas.
La curva, pues, se quebró. Todo se dualizó. Antinomias.
Desde entonces: Bien y Mal, efímero y eterno, permitido y prohibido,
lo que gusta por efímero y lo que gusta por eterno, lo que
duele por efímero y lo que duele por falta de voluptuosidad...
¡Nos arruinaron!
(Segunda inhibición). Lo bello me daña. Lo perfecto
me da náuseas. Veo en ello la terrible Necesariedad. Mientras
más amable me parece a la inteligencia pura, más me
agobia, más me espanta, pues veo que eso debía
ser así, y no podía serlo de otro modo. ¡Y no
podía serlo de otro modo! Lo terrible es la perfección,
me digo espantado. Dejadme con cosas vulgares. Quiero vivir entre
feos, entre enfermos, entre esforzados. No me mostréis a Dios,
Su sola Verdad me aplasta,
Me ata. Oigo a Mozart y me da náuseas, (Enero 1952: literalmente,
debo ir al inodoro a vomitar), La música, ¿es igual
a si misma? ¡Qué horror! Decir que Dios está allí,
en todas partes, consigo mismo, desde siempre y que no podía
ser de otro modo... pero, ¿es que no comprendéis lo
horroroso que es eso? ¿Que no podía ser lo Nada
de ninguna manera? ¿Que la moneda no tiene sino una sola cara...
y el otro lado, nunca, nunca se alcanza, porque no existe, porque
no es posible?
(Contacto).... Soñaba con volver al Huerto. Afuera
yo habría tallado un trozo de madera con un cortaplumas. Silbaría,
entonces, una melodía sin término, sin comienzo ovalada.
Sentiría el peso múltiple de los pájaros, detenidos
sus cantos, racimos potenciaies de dulzura en el vasto ámbito.
Pero el tiempo era tan cerrado, tan sensible y tan íntimo,
y tan grande sin embargo, que entre el silbo de un pájaro y
la respuesta del otro -cuya cabeza era delicioso acechar entre las
capas vecinas-, había una larga pausa, una larga tibieza, un
largo silencio. Semejaba una sinfonía cuyo océano de
notas no supusiera inmóvil, callado por amor, y que fueran
tocándose sucesivamente, una aquí y la otra allá,
otra más lejos, pudiendo, si querían, no responder,
pero tan libremente dóciles a la incitación de las notas
vecinas, tan amorosamente condescendientes, que toda la música
del huerto podría haber sido otra, otra completamente distinta
y, ya lo creo, así lo soñaba, de otro cualquier modo
tan dulcemente deleitosa. Con fresca morosidad, oculta mi cabeza como
la de un ave entre las capas, habría yo tallado allí
una madera, atisbado la roja granada, silbado mi canción, esperado
la respuesta de otra ave feliz en la liviana, clara y sombría
alberca del follaje.
(Fragmento de expulsión) ...internados en esas pequeñas
ensenadas ocultas, donde parece que hubiéramos venido a interrumpir
un silencio, una existencia o una inexistencia eterna. Apenas pájaros
marinos, gritos agudos silenciados por la resaca, rocas, olas, espuma,
ensimismados, extraños, como si recién hubieran nacido.
Es hermoso y horrible ver como parece que nacieron en ese instante,
al contacto de nuestra mirada, como también es hermoso, y de
otro modo horrible, sorprender que todo eso existió, existía,
¡Dios mío! sin necesidad de mí, fuera de mí
y desde mucho antes y después que yo existiera! Entonces sentimos
que eso es lo que tiene realidad, que eso es lo que existe, y nosotros,
en la más plena soledad, allí frente a ellos, insolublemente
lejos, frente a esas olas, a esos grupos rocosos, a esa arena virgen
y esos pájaros que vuelan libremente, somos injustamente pequeños,
condenadamente innecesarios: irreales antes, irreales ahora, irreales
después. Me recosté, tratando de no hacer ruido, de
no sobresalir en la vasta extensión solitaria. Una luz extrarreal,
que rezumaba de lo más íntimo del espacio, se adosó,
beso a beso, con la arena. Luz y arena se fundieron y mezclaron tan
finamente, que, de nuevo -oh tormentosa y delicada impresión-,
sentí que no tenía yo derecho, que yo dificultaba en
cierto modo la unión íntima de dos materias eternas
que se quería consumar. ¡Oh, ilusión! Profundamente
olvidado, atónito y temeroso, quise yo también absorberme
en el silencio, igual que una poza de agua en el color. Bastaría
un instante, y la vasta, la antigua y poderosa soledad del litoral
me disolvería sin un esfuerzo, sin un estertor, como la noche
inmensa acalla a los guijarros. De súbito, sobre la cresta
de las olas, una raya refulgió, ardió y se hizo verde
y ópalo y córnea visual. Rasando el lomo de las aguas,
un pájaro antiquísmo me echó una rápida
mirada de desprecio con su ojo rojo. Poderoso y antiguo, me desestimó
con su ojo rojo, eterno y rojo, rojo y eterno como el basalto.
(Fragmento de Paraíso). ¿Adónde ir? -me
preguntaba yo, acongojado. Había perdido a mi amada, la había
perdido sin vuelta. ¿Sabes tú cómo se siente
la ausencia? Se siente dentro de uno, y uno como que la busca fuera
de uno; uno deambula, y mira aquí y allá, entra aquí
y allá, sin descanso, como buscando el hueco que nos han hecho,
como queriendo encontrar, por fin, definido, preciso, el terrible
hueco. Caí en esos días en el Hospicio de Santiago.
Fui a visitar a mi amigo, el psiquiatra Dr. Armando Roa. Pasaba yo
con él las tardes, con mi mirada ausente, buscando aquel hueco
que yo bien me sabía, la terrible ausencia causada como con
un sacabocados. Así, a medias, con la mitad de mi alma aquí,
frente a esos patios melancólicos por donde vagaban los alienados,
por esos corredores miserables de vigas corroídas por el tiempo,
la humedad y el orín, en esas salas desoladas, y con mi otra
mitad del alma en una zona inestable y ausente, fue como comencé
a sentir, casi sin advertirlo, casi sin querer ser mitigado en mi
dolor, que una gran dulzura comenzaba a inundarme. ¿De dónde
podía surgir esa paz, esa especie de felicidad y sosiego? ¡No
era posible que naciera de tanta miseria y tanto dolor! Un idiota
vagaba sin descanso por los caminillos
bordeados de boj; de pronto, bajo un palto verde-profundo, se detenía
y parecía comprender. Yo esperaba, entonces, un ademán,
una mirada, un movimiento de su mano, una sonrisa, un rictus. El idiota
tocaba apenas con el índice la hoja colgante y, luego, con
la mirada perdida, continuaba su paseo intranquilo, su búsqueda
incansable, su deambular sin fin, Ah, idiota mió, hermano:
tú, tal vez, me rescataste a la vida, me recobraste de la soledad.
Tú sufrías. Yo, acá, también sufría.
Sin
hablarnos, pero como si alguien hubiera colocado espejos invisibles
entre uno y otro, vi que nuestras vidas corrían paralelas:
el idiota buscando no sabe qué; yo corriendo en pos de la ausencia:
ambos
esperando una explicación a tan indefinible dolor.
Jamás antes había yo sentido la comunión humana.
Ese será el sosiego, ésa la paz. Nunca lo hubiera imaginado.
Sólo en la común miseria me fue dado. ¿Y por
qué no osar decirlo? Sólo allí sentí la
posibilidad y la dulzura del amor. Dulzura, comunión, amor:
entre harapos, hediondez, locura, crueldad y congoja inexplicable.
Una última palabra. Amo la Verdad y amo la Vida. Amo la Verdad
y la Vida; ¿son irreconciliables? Rimbaud, al final de su Estación
en el Infierno clama por "...poseer la verdad en un alma
y un cuerpo". ¡Imbécil! ¿No te lo había
dicho San Juan: "Y el Logos se hizo carne?" Y el propio
Hijo de Dios, ¿no habló así: "Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida?" Logos y Vida: he ahí el
Paraíso.
En nuestros años un gran consuelo se nos ha dado. La Asunción
de la Virgen María en cuerpo y alma ha sido declarada dogma
de fe. Un gran consuelo. Estamos ciertos de que una creatura humana,
la primera, vive en estos instantes la gloria de Dios en cuerpo y
alma. Sabemos con toda certeza que ella -aunque sublimemente pura,
semejante a nosotros- goza de la visión de la Gloria. Y de
la duración, y de la armonía, y de la música,
y de la Comunión, y del Amor. ¡Alabado sea mi Señor
por permitirnos ver en nuestro tiempo el anuncio esplendoroso y el
primer cumplimiento de la promesa divina de la Resurrección
de los Muertos!
La Resurrección de la Carne: el agua que sólo previmos,
el vino que sólo intuimos, el beso que sólo añoramos,
la felicidad que sólo soñamos... y a veces y apenas
y llorando: allí, por fin, plenos. La Resurrección de
la Carne, La gran armonía. El silencio, la soledad: La música,
el amor. Mozart, Mozart, K. 595. ¡Alabado sea Dios!
Publicado en la Revista
"David" Nº1, Santiago de Chile, Cuarto Trimestre de
1953