LECCIÓN DE
COSAS
En este ensayo, el autor analiza los profundos cambios
que ha experimentado la generación literaria a la que él
pertenece. Variaciones reflejadas en la perspectiva narrativa,
en sus fuentes y finalidades, indican que los escritores de su
generación han dejado de lado la novela criollista y
regionalista, cuyos representantes, además de otras
peculiaridades, denotaban cierta disociación entre experiencia
personal y el estilo de sus obras. Esta nueva generación, en
cambio, ha elegido el surrealismo articulado, en desmedro del
realismo social. Ha preferido un lenguaje más propio y
creativo. Héroes caídos en desgracia o antihéroes pueblan
ahora esta narrativa que, con una actitud nostálgica casi
utópica, diferenciando espacios geográficos y dislocando
tiempos históricos, aspira a convertirse en parábola, y no
ser, simplemente, mero reflejo del intolerable presente.
|
..... Cuando comencé a escribir en
mi adolescencia, a fines de la década del cuarenta, el mundo literario
oficial estaba dominado en Chile por la llamada novela criollista. Casi
todos sus autores, en forma escalonada y sin excesivos tropiezos, habían
obtenido el Premio Nacional de Literatura. Sus principales textos se
habían incorporado a las antologías y a los programas estatales de
enseñanza. En las tertulias, y hasta en el paisaje urbano, uno tropezaba
con las figuras características de un Luis Durand, un Mariano Latorre o
un Eduardo Barrios. Augusto D´Halmar y Joaquín Edwards Bello, que habían
ensayado formas narrativas algo diferentes, ya sólo escribían artículos
para los periódicos. Uno los veía pasar por la calle en calidad de
reliquias, de leyendas vivientes. El Manuel Rojas de entonces, el de
Lanchas en la bahía y El vaso de leche, anterior a Hijo
de ladrón, daba la impresión de un epígono un poco
modernizado. ..... Nicomedes Guzmán y Juan
Godoy, los novelistas de la generación del 38, que cultivaban una mezcla
curiosa de populismo e imaginismo, habían conseguido ocupar un espacio
marginal, conocido por minorías. No se podía ignorar a los grandes
poetas, pero su obra era objeto de una recepción más bien dividida,
irritada, burlona. Cuando Vicente Huidobro, en años anteriores, publicó
su revista Ombligo, Alone habló en El Mercurio del autor de una
publicación tan invisible y tan insignificante como la parte del cuerpo
que designaba con su nombre. ..... Desde
mi perspectiva de esos años, la obra de los criollistas o regionalistas,
que leí más que nada por obligación escolar, planteaba una dicotomía
curiosa, un fenómeno semejante a una esquizofrenia. Había una evidente
disociación entre la experiencia personal de estos novelistas y su
escritura. Todo lo contrario de lo que uno encontraba en las páginas de
un Proust, de un Faulkner, de un James Joyce. Esa "cualidad de la
experiencia", de que hablaba Joyce, brillaba en las páginas de nuestros
regionalistas por su ausencia casi completa. Eran profesores
universitarios, funcionarios públicos, sumergidos en la vida y en los
problemas de la clase media urbana, que salían de fin de semana al
campo, armados de un cuaderno de apuntes y dedicados a cumplir con un
trabajoso programa. En sus narraciones aparecería un minucioso
inventario de nuestras costumbres campesinas, nuestras formas populares
de hablar, nuestros paisajes, nuestra flora y nuestra fauna. Eran textos
lentos y opacos, como lo son, inevitablemente, todos los inventarios,
pero se pensaba que cumplían una función social y se les otorgaba el
reconocimiento público adecuado. Siempre sospeché que había en todo esto
una advertencia implícita dirigida al joven aspirante: no es lo mismo
ser escritor que ser escritor chileno. Si la descripción de la aldea, en
lugar de conducimos a la universalidad, nos convertía en notables de la
aldea, estaba bien y teníamos que resignarnos. Con la salvedad de que el
programa, la norma, nos obligaba a salir de nuestra verdadera aldea, que
era, en realidad, un barrio de la ciudad de Santiago. ..... Desde los comienzos, por reacción contra ese
ambiente, renegamos de los novelistas chilenos mayores, proclamamos
nuestra perfecta indiferencia frente a ellos, y seguimos una línea de
lecturas personales, heterogéneas, más o menos excéntricas: Rimbaud y
James Joyce, Aloysius Bertrand y Jules Laforgue, Kafka y Jorge Luis
Borges; la poesía de Residencia en la tierra, la de
Ecuatorial y Altazor; parte de la obra de Gabriela
Mistral, sobre todo los poemas iniciales de Tala; algunos textos
de nuestros escritores de vanguardia, y las novelas de una ausente
notable, María Luisa Bombal. Ahora, en la reflexión retrospectiva, llego
a la conclusión de que algunos escenarios de la poesía del joven Neruda,
escenarios ligados, de algún modo, al surrealismo, determinaron nuestra
actitud, nos marcaron, y nos marcaron porque nos parecían reconocibles,
mucho más reconocibles que los espacios despoblados de la novela
criollista. No nos interesaba especialmente la desembocadura del río
Maule, pero nos decían algo, tenían un significado para nosotros, esas
peluquerías y esos cines de Walking around, ese "terrible comedor
abandonado, /con las alcuzas rotas/ y el vinagre corriendo debajo de las
sillas", de Melancolía en la familia. Si el poeta nos hablaba de
"waterclosets blancos despertando/ con ojos de madera, como palomas
tuertas", nos situábamos de inmediato en el centro más sensible y más
familiar de nuestro mundo, cerca del encuentro de una cómoda Luis XV con
un molde de dulce de membrillo en forma de elefante, de un comedor
normando con un patio trasero, donde llegaba un viejo a vender limones,
donde colgaba ropa una niña del sur, donde había gallinas y hasta
conejos. ..... Vivíamos en caserones en
penumbra, entre objetos más o menos apolillados, rodeados de personas
discretamente extravagantes, y la visión del deterioro de las cosas,
oscuramente profética en el Neruda de Residencia, nostálgica en Gabriela
Mistral, francamente apocalíptica en el Huidobro de Ecuatorial, fue
determinante en nuestros años de formación. No es sorprendente que los
escenarios de nuestros primeros relatos no hayan sido campestres y
naturales sino urbanos y, en cierto modo, artificiales. El artificio
ingresó, entonces, a nuestra narrativa y se desarrolló más tarde, no
como un rechazo total del realismo, sino más bien como una perversión
suya: máquinas inverosímiles, figuras de cera, autómatas, personajes que
dejan tras de sí una estela inconfundible de azufre. Sospecho, ahora,
que el paso en Neruda de Residencia a Canto General puede interpretarse,
por lo menos en algún nivel, como una huida del artificio, una huida
experimentada con angustia, y una búsqueda de la naturaleza. Aunque
parezca extraño, ese realismo social y épico fue una especie de
culminación aislada, que no tuvo seguidores importantes en
Chile. ..... Los autores de la generación
siguiente intentaron, por el contrario, consolidar la vanguardia. En la
narrativa, tendieron a practicar aquello que se ha denominado
"surrealismo articulado", dejando de lado el dictado automático y
construyendo espacios fantásticos y a la vez racionales, intentando unir
el delirio y la lógica. Pienso aquí, sobre todo, en la obra narrativa de
Braulio Arenas. Los cuentos de juventud de Eduardo Anguita eran más
oníricos, menos construidos. ..... Ahora
bien, el cambio de escenario en la prosa, el abandono de los inventarios
naturales y populares del criollismo, la relativa indiferencia frente a
la vertiente épica de Neruda, implicaron un cambio decisivo frente al
lenguaje. Es un cambio que se produjo, antes o después, en diferentes
contextos y con diferentes matices, en el conjunto de la narración
latinoamericana, y que abrió la posibilidad de que esta literatura
saliera de las fronteras. Abrió la posibilidad de que utilizara un
lenguaje propio, autónomo, creativo. Lo que sucedía, como ya se ha dicho
a menudo, es que en la novela regionalista o criollista, en Chile y en
el resto de América, se daban dos niveles diferentes y mal unificados de
escritura: el lenguaje de la voz narrativa, que supuestamente
correspondía al castellano de Castilla y de la Academia, y el de los
personajes populares, huasos, afuerinos, pirquineros, gauchos,
determinado por la diferencia latinoamericana, influido por voces y
hasta por ritmos indígenas. Quizás Don Segundo Sombra, del
argentino Ricardo Güiraldes, es la novela que más se acercó en ese
período a una cierta unidad verbal, pero estropeada por resabios de la
prosa adornada que nos legó el modernismo. Lo que dominaba, era sin
embargo, una yuxtaposición mal avenida, un sincretismo donde no existía
ni el asomo de una síntesis y donde ambos extremos se caracterizaban por
su rigidez, por su tono impostado, ajeno. Por ejemplo, abro una página
cualquiera de Cuentos del Maule, de Mariano Latorre:
La voz desganada
y monótona del muchacho volvió a preguntar: – Par´onde iría don
Lillo, oña Juana?
..... El
narrador omnisciente, el que utilizaba el castellano correcto de la
frase introductoria, reproducía desde su escritorio, con una sonrisa
paternal, la lengua mestiza de sus personajes. ..... Para superar ese academismo doblado de
populismo, muchos autores de mi generación o un poco anteriores, en
diversos puntos de América, con mayor o menor conciencia del problema,
intentaron incorporar a la prosa la escritura más original, más
creativa, que se hacía entre nosotros, y que no era, sobre todo en el
caso de Chile, la de los novelistas, sino la de los poetas en su fase
más experimental e innovadora, desde Ramón López Velarde hasta César
Vallejo, Huidobro y Neruda. Para citar un ejemplo personal, mis
descripciones de la sordidez burocrática, en El peso de la noche,
llevaron, desde luego, alguna huella de Kafka, como las de Jaime Laso en
El cepo, pero también arrastraron elementos que se podían
encontrar en los versos de Walking around y Desespediente,
dos poemas centrales de Residencia en la tierra. Para ese
lenguaje narrativo, imágenes como "la sombra de las administraciones",
el "delicado color pálido de los jefes", o esos "túneles profundos como
calendarios" de Desespediente, esa paloma manchada por "secantes más
blancos que un cadáver, y tintas asustadas de su color siniestro",
tenían un sentido perfectamente vigente y aprovechable. Nuestra
experiencia inicial de cosas deterioradas, de muros resquebrajados, de
caserones en penumbra, podía relacionarse con un antecedente poético muy
cercano. Asimilar ese mundo verbal en la prosa narrativa era una forma
de insertarse en la modernidad, en el concepto de que el lenguaje de la
novela exige una autonomía, una coherencia interna, un ritmo, que lo
acercan al del poema en prosa. Ya estábamos cerca de Flaubert, el gran
precursor, y de su familia literaria, con William Faulkner, con James
Joyce, con tantos otros. ..... Cuando
hablamos de superar una dicotomía, de pasar de un sincretismo a una
síntesis, entramos en la médula de los problemas literarios de mi
generación. Creo que aquí encontramos los puntos de mayor convergencia y
coincidencia de la narrativa latinoamericana reciente. La búsqueda de un
lenguaje y de su unidad es necesariamente la búsqueda de algo más, de
una unidad más amplia. Se habló, por lo menos en el caso de mi
generación chilena, de una "literatura de la decrepitud", pero ya vemos
que ese concepto, por definición, es un concepto "impuro", que invade
terrenos ajenos a la pura forma verbal y estética. Implica un juicio de
valor, una perspectiva histórica, una posición frente al pasado. Pues
bien, era perfectamente posible hablar de "literatura de la decrepitud"
a propósito de la poesía de Residencia en la tierra, de Neruda, o de
Ecuatorial, de Vicente Huidobro, poema del americano que mira con ojos
ingenuos y espantados el espectáculo de la destrucción del mundo después
de la primera guerra europea. Eran ojos ingenuos que contemplaban el
Apocalipsis. No estábamos tan lejos, después de todo, de la inspiración
de un Kafka o de los pintores expresionistas alemanes. Esa famosa
noción, entonces, de la degradación de las cosas, de la decrepitud como
tema obsesivo, aludía a un fenómeno más antiguo, más profundo y más
universal de lo que parecía a primera vista. La crítica, poco
imaginativa en general, preocupada de la diferencia y del exotismo, no
comprendió el sentido del deterioro en América Latina, de lo nuevo
prematuramente envejecido, cosa que captó, en cambio, con gran agudeza,
un hombre que venía de otras disciplinas intelectuales, como es el caso
de Claude Lévi-Strauss en Tristes trópicos. Además, ese concepto
de la degradación de las cosas, paradójicamente fundamental en la
literatura del Nuevo Mundo, remitía, por el hecho de referirse al final
de un proceso, a una acción de carácter corrosivo verificada en el
tiempo, a la idea de un estado anterior, de un orden anterior y de su
ruptura. Es decir, implicaba la idea mítica de un orden y de una caída,
la noción del Paraíso Perdido y la de Adán, el héroe trágico por
excelencia en toda nuestra cultura de origen cristiano. ..... Los héroes o los antihéroes de nuestra
narrativa, niños encandilados, ancianos a la deriva, mujeres suavemente
excéntricas, hombres que no saben ingresar bien a la edad de la razón,
tienden a ser Adanes más o menos extraviados, confusos, nostálgicos de
una edad paradisíaca que ya no recuerdan muy bien, que quizás no saben
si en verdad existió alguna vez. Tenemos Adanes Buenos Aires, Adanes de
Santiago del Nuevo Extremo y de Lima la Horrible, de las tierras
calientes colombianas y de la región más transparente del aire. La
actitud adánica, fundacional, iniciadora de la historia y del tiempo
histórico, puesto que nuestra noción del tiempo como degradación de las
cosas es necesariamente consecuencia de la noción de la caída original,
se repite, en realidad, con extraordinaria insistencia, en la poesía y
en la novela de América. Esta actitud supone, junto a la inevitable
nostalgia, el rechazo del presente y la tentación, el vértigo, incluso,
de la Utopía. La nostalgia del Paraíso Perdido se convierte en
imaginación y aspiración a un Paraíso futuro. Lo intolerable es el
presente y la antesala del futuro es necesariamente apocalíptica.
Encontramos una mera confirmación de este sentimiento en la visión de
Cristóbal Colón que nos entrega la última novela de Abel Posse, Los
perros del Paraíso. ..... El
antihéroe, o más bien, el héroe caído en desgracia, puede salir de un
mundo ordenado y tradicional, asumir una máscara de agresión, de furia
ciega, caer a la cárcel y experimentar en ese subsuelo, en esa visita al
infierno, una conversión fulminante. Después de haber cumplido condena
por un delito esencialmente clasista, saldrá a la superficie
transformado en una especie de santón revolucionario, algo así como un
comunista primitivo, comunista en comunión con la naturaleza y con los
seres que antes miraba desde su reducto de clase: pescadores,
campesinos, dirigentes obreros. Hasta que llegue la verdadera
Revolución, o por lo menos una situación prerrevolucionaria, y el
personaje se ponga sus atuendos tradicionales, su cuello y corbata, para
ocupar un cargo en un organismo de la Reforma Agraria, es decir, para
colectivizar las tierras de sus antepasados, para cerrar, junto con su
ciclo personal, el ciclo histórico de la encomienda de indios. Pero el
nudo de la novela, con la derrota de la Revolución, tendrá que presentar
otra vuelta de tuerca, otra crisis del personaje, que ahora será
definitiva y que revelará, por eso, su dimensión trágica, la peripecia
transformada en destino. ..... Me he
permitido utilizar la línea estructural de una de las historias de mi
novela Los convidados de piedra, pero este periplo, este ciclo,
con su partida, su crisis primera, su descenso a los infiernos, su
regreso, repetición de otra manera, en otro paisaje y otra historia, de
los periplos clásicos de la literatura occidental, se encuentra en
muchísimos textos narrativos latinoamericanos. Si el escritor, como ha
dicho Roland Barthes, es un experimentador público, que varía lo que
recomienza y que sólo conoce un arte, el del tema y sus variaciones, lo
mismo puede afirmarse del conjunto de la literatura latinoamericana,
que, a su vez, es una variación, a menudo sorprendente, inesperada, de
los temas centrales de la literatura europea. ..... Recomenzamos la literatura europea en
América, pero variamos lo que recomenzamos, y somos, con respecto al
orden de Europa, experimentadores públicos y reincidentes, en buena
medida transgresores. La diferencia de los espacios geográficos se
complica y se profundiza con la superposición de diferentes tiempos
históricos. La guerra del tiempo, para emplear una frase y un título de
Alejo Carpentier, se reanuda en todos nuestros textos. El tiempo de la
Colonia, de la Tradición estancada, de la Restauración, se aísla, se
encierra en su cápsula, sometido a la amenaza vertiginosa del tiempo de
la Revolución. Oscilamos entre la intemporalidad edénica y el tiempo
histórico, que entre nosotros nunca es normal, que es demasiado lento o
demasiado acelerado, ya que responde a la voluntad de restaurar el
pasado o de forzar el futuro: un pasado que para la imaginación, para
las ilusiones, suele ser paradisíaco, y un futuro que también aspira a
serlo, pero por razones inversas. .....
Nos apoyamos en los modelos de nuestra vanguardia poética, que no
es tan nueva como solemos pensar, que incluye, por ejemplo, esa visión
de pampas y de grandes estuarios que alteraba la prosodia francesa de
Isidore Ducasse, el Conde de Lautréamont, para encontrar la unidad
creativa de nuestro lenguaje, pero al utilizar ese lenguaje ingresamos,
inevitablemente, en terrenos de dualidad y de conflicto. Civilización y
barbarie, dijo Sarmiento. La idea de la guerra del tiempo, complementada
por la noción de la vastedad primigenia de nuestros espacios ("Antes de
la peluca y la casaca /fueron los ríos, ríos arteriales..."), es más
sutil y más justa, ya que no sabemos con exactitud dónde están los
bárbaros, o más bien sospechamos, demasiado a menudo, que no están
precisamente donde se supone que están, en el Mundo Nuevo. ..... La dualidad implica constantes conversiones y
juegos de espejos. Frente a esas antípodas que nos obsesionan, pasado y
futuro, se alza un presente siempre insatisfactorio y a menudo
devastador, terrible. Es por eso que la novela, en América Latina, nunca
puede reducirse a ese papel de espejo que le asignaba el realismo
decimonónico. No es ni puede ser inventario, como pensaban nuestros
regionalistas. Aspira, en cambio, a convertirse en parábola
(¿espejismo?) y a exorcizar los demonios del intolerable presente, esos
demonios que están dentro de nosotros y que también están disimulados e
incrustados en las cosas que nos rodean, al acecho, como en las viejas
mitologías.
Texto basado en las notas leídas por Jorge Edwards en el
Simposio Internacional sobre el Papel Dinámico de las
Literaturas de América Latina y el Caribe en la Creación
Literaria Universal. El encuentro, patrocinado por la UNESCO y
por el gobierno de Brasil, tuvo lugar en Brasilia, en abril de
1988.
en Estudios Públicos,Nº 31 (invierno
1988).
|
|