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El Museo de
Cera (1981) (texto
escogido)
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..... "Me siento insatisfecho", dijo el Marqués, y estiró el labio
inferior, cruzando las manos gruesas, surcadas de manchas de color
tabaco, sobre la empuñadura de plata del bastón. Ella observó que se
le habían caído los mofletes, que la piel de la cara se le había
puesto algo fláccida, y que su mirada, que en el pasado había estado
cargada de fuego, cruzada por toda clase de intenciones, se había
vuelto opaca, tristona. Ella, por lo demás, tampoco era la misma de
antes, y el olor a comida que invadía el salón estrecho, la necesidad
de levantarse a cada rato para vigilar la olla, le producían un
escozor difuso en la sangre, una sensación de rabia contenida,
acompañada de ráfagas de rubor. A pesar de eso, se mantenía derecha,
con el hermoso busto erguido, y su piel, con la excepción de las
ojeras profundas y de unas arrugas imperceptibles que habían aparecido
en la región de los ojos, continuaba intacta, incólume. ..... "Dirigí los trabajos en
persona, sin dejar que me pasaran gato por liebre, y gasté como loco,
ordenando, por ejemplo, que hicieran y deshicieran la escalera cuatro
veces, hasta dar con el parecido, que volvieran a confeccionar las
cortinas del segundo piso, porque la luz en la que te habías paseado,
de noche, no tenía nada que ver con ésa, pero no conseguí que la casa
quedara idéntica, tal como me lo había propuesto... Hemos entrado de
lleno en la era del plástico, de las casas prefabricadas. ¡Imagínate
tú! ..... El Marqués movió la cabeza,
desengañado, y se miró, por encima del bastón, que trazaba la
bisectriz de sus piernas, la punta de los botines. ..... "Encargué los muebles a Europa. Pero lo que
pasa", suspiró, "es que esos muebles ya no se consiguen ni en Europa.
¡Es inútil!" ..... Bebió un poco de
agua, y se dijo para su capote que incluso el agua, entre aquellas
paredes malolientes, adquiría un sabor dudoso. ..... "Pues bien", continuó, "fui a la casa de la
ciudad, a la verdadera, y estuve recorriendo los salones, palpando las
cortinas, mirando..." No se atrevió a decirle que había contemplado
largamente su réplica en cera, y que había acariciado, también, sus
muslos fríos, por encima de las manos huesudas del pianista, en el
silencio sepulcral de la sala de música, un silencio que había
tragado, hacía un tiempo, las notas de un aria de Verdi, y que había
devorado, además, su repentina interrupción, y los suspiros, las
palabras entrecortadas, el roce de los dedos, hasta que el leve
crujido de la puerta, la sensación imperceptible de una corriente de
aire, les había advertido. Le confesó, en cambio, que después de
recorrer aquellos escenarios, había caminado sin rumbo alguno, por
callejuelas de casas chatas, pintadas de verde y de naranja, donde
había niños que jugaban con pelotas de trapo, música de organillos, y
putarracas gordas, de jamones al aire, sentadas en las veredas en
sillas de paja, con ánimo de escapar de la eterna tertulia del Club, y
observando, con sorpresa, pero ahora, curiosamente, sin la menor
alarma, con perfecta indiferencia, cómo cundían en los muros ls
proclamas y las consignas de los partidos revolucionarios, y en ese
momento, sumido en esas cavilaciones, la había encontrado cuando
regresaba, cargada de bolsas de comida, de las compras. ..... "¿Cómo se llama?",
preguntó, señalando la niña flacuchenta, de ojos enormes, que se
retorcía junto a las rodillas de su madre, como si el caballero
desconocido le produjera una mezcla de fascinación y pánico. ..... "Giuletta", dijo ella,
mirando al Marqués con aire pensativo. .....
"Ven, Giuletta!", dijo el Marqués, e hizo el ademán,
ligeramente inclinado hacia adelante, de llamar a un gato. Pero la
niña, signo de los años que habían transcurrido, veloces, continuó
restregándose contra las rodillas de su madre y mirando fijamente al
Marqués, deslumbrada por su voluminosa y exótica presencia.
Jorge Edwards nos propone en El museo de
cera una lúcida parábola del pensamiento reaccionario en
forma de sátira implacable. Su protagonista, el supuesto
marqués de Villa-Rica, exponente del sector más
tradicional de la sociedad chilena, es un afrancesado que,
en un mundo de televisores y helicópteros, vive anclado en
el pasado : sale de su palacio en carroza, se viste
con levita, usa bastón con empuñadura de plata y parece
tan alejado de la electrónica japonesa como de las
chinganas y picanterías coloniales de la ribera del río.
Como las figuras que en un museo de cera comparten
anacrónicamente el mismo espacio, en esta novela conviven
tres mundos que se entrelazan en un conjunto delirante y
de gran comicidad.
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