Los
grandes poetas chilenos:
¿Brujos
secretos?
Por
Enrique Lafourcade
El
Mercurio, Domingo 25 de febrero de 2007
Los
poetas envejecen. Son brujos secretos. En el Teatro Moderno siempre aparece un
coro de inesperados demonios. Suelen formarlo ciertos poetas moribundos. Vagamente
sabios. Luis Oyarzún, el sin olvido, escribe en sus interminables "Memorias"
que "Nada más seco que la erudición sobre el arte. Un poeta
maldito se transforma rápidamente en tesis doctoral, como
los cerdos en embutidos...". Pocos escritos más sabrosos, si la palabra
es indispensable, que las notas de viaje de Oyarzún. En eso se pasó
buena porción de su vida. Viajando, escribiendo. Capturaba los instantes
tales: "Un cura viejo de abrigo azul marino apolillado, olía con fruición
una enorme y gorda langosta de Juan Fernández, de precio inalcanzable,
en el Mercado Central". Para el poeta, esto era un cuadro misterioso, tal
vez, como más de una vez lo insinúa "un antipoema de locura".
¡Qué
Amigo! ¡Qué Poeta! ¡Qué Viajero! Todo lo que ve, lo
guarda. Y lo escribe, lo reescribe, lo lleva a un tono de fermentación
mágica. Le va a servir. El hondo sueño del poeta se alimenta de
detritus.
Saborea hasta el éxtasis párrafos escogidos del
discurso de Alejandro Solzhenitsyn amenazado por sus hermanos soviéticos
y por el Premio Nobel de 1970.
Más de una vez he usado esta predicción
sobre el país de Nunca Jamás, que dice y reza: "Los demonios
de Dostoievsky están serpenteando a través del mundo entero y ante
nuestros propios ojos, infectando países que no soñaban...".
¿Cómo
estamos? Oyarzún habla del pánico que siente cada mañana,
al ver la televisión, al oír la radio, al leer los periódicos,
todos estos medios exhibiendo unas "bandejas de horrores".
Oyarzún
se duele por el estado del mundo, y de esta tierra en sus innumerables "Diarios",
muchos de ellos extraviados. Dice en uno, de 1951, "¡Qué desamparada
esta América! Esta es la confusión, el caos, el humus larvario.
¡Me explico el predominio del hombre titanesco entre nosotros!".
Al
poeta que veía bajo el agua y los interiores de las fugaces nubes, le entusiasmaban
los diagnósticos apocalípticos, especialmente los emanados de los
nuevos escritores como, en su momento, Enrique Lihn. A pesar de que lo califica
de "un sofista resentido que escribe por la herida". Lihn odia su infancia
y acrecienta sus egolatrías, como la mistraliana, a la que identifica con
los mitos. Lihn recoge de los sucios muros de la gran ciudad los detritus de los
desesperados, ciertos aspectos de lo que Oyarzún llama "el cacareo
de los ángeles". Lihn recupera cosas que le llegan directamente de
Babilonia como "noticias". Aquí va una de las predicciones Lihnescas:
"Dios
es amor, reparto a domicilio/ Alguien tenía que resucitarlo.
Vino
al mundo con flores a María/ En un decir Asís y vamos todos".
En
todo este asunto entre Oyarzún y Lihn, se interpone una inocente admiración
del primero por los vuelos del segundo, ante versos que están en su poema
"Porque escribí" y que explican: "La especie de locura con
que vuela un anciano/ Detrás de las palomas imitándolas/ Me fue
dada en lugar de servir para algo". Lihn, con su hermetismo a la alemana,
intenta explicar la nada. Oyarzún estimó que éstos eran "versos
cómicos". Tal vez. Aunque Lihn siempre fue solemnemente fúnebre.
¿Debe la poesía interesarse tanto en la muerte?
Todo este
asunto es, a ratos, feroz. Jorge Teillier emerge del corazón mismo de la
melancolía con versos tales: "Cae, lluvia pulverizada, sobre huérfanos
extraviados de su paraíso". Perfeccionando el gemido: "Debo regresar
solo. Se sale y se entra a solas"/ ¿En la vida? ¿En la muerte?
¿Ambas cosas? Teillier trae nítidas imágenes tales: "Veo
sin temor/ la canoa negra esperando en la orilla". Su río infantil
ha cambiado de color.
Se dispersan tantas palabras escritas, orales, dichas
en ataques de furias o de éxtasis. El Supremo Oyarzún escribe el
15 de junio de 1971, en Valdivia, en su "Diario": "Perdí
un guante en el paseo Costanera, esta mañana de niebla cerrada, y cuando
lo encontré, parecía mi propia mano haciéndome reproches,
clamantis in desertum".
El guante del adiós flotando en las
aguas del río, prólogo de la muerte. Esta última ya le había
advertido al guante eso de "calle, calle". Se iba moviendo hacia el
mar, escoltado por bellos cisnes wagnerianos. Todo, prematuro. Eran tiempos en
los que Vicente Huidobro, el gran "señorito" de nuestra poesía,
declaraba por la prensa contra Pablo Neruda, calificándolo de "calugoso"
y agregando "lo gelatinoso. Yo no tengo alma de sobrina de jefe de estación".
Y añadiendo, con su ira popular: "Es una poesía fácil,
bobalicona, al alcance de cualquier plumífero. Es, como dice un amigo mío,
la poesía especial para todas las tontas de América".
Huidobro,
escoltado por Eduardo Anguita y Braulio Arenas. Neruda, por su bien amado Partido
Comunista. Pablo de Rokha, nadando contra todas las corrientes. De Rokha, unas
poderosas mandíbulas tragando realidades y fantasías. "Un buceador,
un buscador, un rompedor", según lo califica Gonzalo Rojas. Eran tiempos
de severas diferencias. La poesía, así lo creían entonces,
necesitaba un jefe, el presidente de estos Colo-Colos errantes buscando perfeccionar
la palabra justa, imbatibles a la horas de los goles. Nuestra lírica estaba
espesa de poetas que se consideraban los number one. Cuando De Rokha se mata de
un balazo, Neruda estaba en Brasil. No lograron crear una amistad. Neruda en "Confieso
que he vivido" lo llama Perico de Palothes, filósofo nietzscheano
y grafómano irredimible. Tal era su matonismo intelectual y físico.
Ejerció de perdonavidas en la vida literaria de Chile.
¿Y
cómo estamos hoy? ¿Con los aproximadamente dos mil poetas y poetisas
en plena y acaso peligrosa producción?