Definición
de un poeta
Por Enrique Lihn
Anales de la Universidad de Chile, Enero- Marzo de 1966
La última vez que visité al poeta Eduardo Anguita, lo
encontré abatido, al parecer definitivamente, por una neurosis
que, reforzando su sentido del humor, no le ha quitado para nada su
apetito metafísico.
—He dejado que la palabra se estagnara en mí —reflexionó
con repentina solemnidad. Uno no cuenta. Lo siento por la palabra.
Su maestro había dicho en 1916, desde el punto de vista de
un "San Juan de la Cruz al revés"(1):
"El poeta es un pequeño dios"(2),
presunción difícil de confirmar en la mayoría
de los casos, pero que, en suma, no hace más que abreviar,
y bien, antiguas concepciones del fenómeno poético,
antiguas ya en el siglo xviii cuando Shaftesbury, por ejemplo, escribía:
"La oposición entre Dios y el hombre desaparece si pensamos
al hombre, no sólo por su existencia de criatura sino por la
fuerza íntima, radical y formadora que le es propia, si le
estudiamos como creador"(3).
"El segundo creador bajo Júpiter". Supongo que un
católico ferviente,
al admitir entre sus creencias la del "poder de las palabras",
debe luchar, en el desierto, contra la tentación de codearse
con Dios e incurrir así en una identidad mental, falacia de
heresiarcas. Si se admite la enormidad de que en el principio fue
el verbo, el correctivo de la sensatez estará en la humildad
instrumental: sentirse un vehículo de la palabra dejado
de la mano de Dios en un lecho de enfermo a vez real e imaginario.
Hay otro modo de ignorar el modesto pero profundo interés
que ofrece la poesía que me resulta aún más irritante
que el trascendentalismo de quienes sitúan dicho interés
en las abisales profundidades pascalianas. Pseudojóvenes que
quisieran parecerse exactamente a Los Beatles, se declaran
contra los peligros de una oscuridad presunta, y desearían
que todo fuera tan claro en poesía como para cantarlo con acompañamiento
de guitarra. Sea usted claro y sencillo, fue alguna vez la fórmula
de la poesía partidista. Ahora se trataría, además,
de caerle simpático al auditorio, y, si es posible, de hacerlo
bailar palabras para canciones, casi tangos, pseudocuecas, semiboleros.
Obvio es decir que siempre ha habido una falsa oscuridad poética,
la que mi amigo Nicanor Parra llama "retórica de monaguillos"
y contra la cual sus "poetas de la claridad", él
en una palabra, han levantado la antipoesía, es decir, una
poesía genuina que, cuanto tal, ciertamente, suele ser "más
retorcida que una óreja", necesariamente oscura, difícil
de penetrar(4). Así,
los mallanmes chilenos de cuarta categoría se han quedado
con las máscaras en las manos y el expendio de "metaforones"
clausurado per sécula. Otro tanto les ocurrirá a los
Aznavour o a los que no cuenten a Francois Villon entre sus ancestros,
ni tengan pasta de trovadores legítimos. Desde hace algunos
años prende la opinión entre los poetas menores que
juegan a ser distintos de nuestros "poetas de grandes dimensiones",
como llamó alguien (5)
a De Rokha, la Mistral, Neruda y Huidobro, de que la poesía
—pequeño mundo mágico— tendría que ser, a juzgar
por sus producciones, una historia narrada por un idiota, pero convenientemente
despojada del sonido y la furia. Así se han escrito muchos
libros inútiles: diarios de vida de colegiales aficionados
a la cerveza, recuerdos de provincia, poemas para álbumes,
conversaciones con amables fantasmas que, demasiado habituados a la
vida de ultratumba, no tienen, finalmente, nada que decir.
El número de los "poetas de grandes dimensiones"
aumenta, con todo, por encima de los nuevos "perláticos"
(6).
La generación del año treinta y ocho, para presentar
un solo corte transversal de la poesía chilena, ha puesto sobre
la mesa sus cartas definitivas. Repito el nombre de Nicanor Parra,
y están Gonzalo Rojas, Braulio Arenas, Eduardo Anguita. Todos
ellos —y otros que habría que situar en el panorama— han tenido,
incluso, el valor de sus equivocaciones, y no se han propuesto, al
escribir poesía, dírigir, en los estribillos, un coro
de lectores en vacaciones.
En el mismo orden de observaciones, creo que la idea de salvar
a la poesía, idea bien intencionada, de misionero evangélico;
que, por lo demás, suele exponerse de modo brillante y convincente
(7)
tiene algo que repugna al espíritu de la poesía o lo
perturba como una mala conciencia.
El supuesto de esta "operación salvataje" está
en que -lo probaría la indiferencia pública, la escasez
de la demanda— se trata de un producto manufacturado, de uso excéntrico,
en suma, falta de utilidad.
Esta anciana decrépita que alguna vez enardeció secretamente
a una corte de lúcidos alquimistas verbales, o que tuvo por
partenaire a un adolescente genial cuya superioridad consistió
en no tener corazón, tendría que trepar ahora, so pena
de caer en el olvido universal, no sólo ya al púlpito
o al estrado, sino al primer escenario que se le ponga por delante.
Y ello previas odiosas operaciones de cirugía estética.
El ocaso de una vida o Qué será de baby Jane.
Sustitución de la muerte propia, angélica, heroica o
poética, por un lacrimógeno final, en la enervante acepción
de la palabra, y triste hasta la náusea.
Pero, ¿no serán viejos de nacimiento quienes, por el
contrario, confunden la juventud con el éxito y el éxito
con el consumo multitudinario?
En cincuenta años el mundo ha avanzado mil y retrocedido por
una parte otros tantos por la otra. Hay quienes, frente a los progresos
de la cibernética o de la astronáutica —fuentes, por
lo demás, para ellos, de una inspiración melancólica—,
neorrománticos de chaleco, intimistas y fantasistas,
prefieren el refugio de la aldea; en la medida, no obstante, en que
creen estar garantizados, por obra de una encubierta erudición
literaria lo suficientemente exquisita y gracias a una publicidad
adecuada, contra el peligro de integrar la cohorte de sus protegidos:
los poetas olvidados, vale decir, genuinamente provincianos.
Este falso provincianismo de intención supralocal, desprovisto
de una ingenuidad que lo justifique históricamente, quiere
reivindicar una poesía que naturalmente no tiene ya
nada que decir, en nombre de otra, artificiosa, cuyo supuesto y cuya
falacia estriban en que, ante un mundo moderno de una complejidad
creciente, desmesurado en todos sentidos y en tan grande medida peligroso,
la actitud poética razonable estaría en restituirse
a la Arcadia perdida, pasando, en un amable silencio, escéptico,
minimizador, los motivos inquietantes de toda índole que acosan
al escritor actual abierto al mundo y oponiéndole a éste
un pequeño mundo encantatorio, falso de falsedad absoluta,
con sus gallinas, sus gansos y sus hortalizas.
Paradójicamente, quienes propician este tipo de escapismo
juvenilista, peste de cristal de la poesía joven (incomparable,
desde luego, con la fuga del surrealismo criollo de las convenciones
de lo real), en lugar de rehusarse a pactar con el mundo de los adultos,
pretenden halagarlo y adquirir en él una buena reputación,
socializando la poesía al nivel de un espectáculo para
mayores y menores de quince años.
Suponer que la poesía está en el trance de morir de
inanición porque el poeta no encuentra, inmediatamente, un
buen número de lectores a su disposición, no sólo
constituye una falacia respecto de la poesía moderna desde
Baudelaire a nuestros días, es también un pobre
y triste desafío a la memoria de las figuras genuinas y literariamente
incuestionables que dominan ese panorama, por encima de promociones
ulteriores y de personajes secundarios, algunos de los cuales alcanzaron
a gozar, ellos sí, del favor público.
A pesar suyo Baudelaire, conscientemente Mallarmé, Rimbaud
con furor suicida, tuvieron el orgullo, la pasión o la desesperación
de osarlo todo en poesía, desarrollando sus investigaciones
en esta materia, hasta las que fueron, para ellos, consecuencias extremas.
Si en lugar de esto hubiesen ensayado fórmulas de conciliación
entre el poeta y el público, es bien probable que la poesía
fuera hoy en día un género verdaderamente muerto, algo
menos aun que un "cadáver exquisito", no mutante,
incapaz de responder a los impulsos vitales de diversificación
ilimitada que esos creadores le imprimieron. También para ellos,
y por el mismo motivo, la poesía podía estar amenazada
de muerte: la primera edición de Las Flores del Mal
no agotó sus mil ejemplares, y —me lo aseguró un poeta
italiano— hasta no hace mucho era posible encontrar, en las "librerías
de viejo" europeas, primeras ediciones de Mallarmé. Este
último, junto con Rimbaud —escribe Hugo Friedich— "no
han llegado a ser asimilados por un vasto público, ni siquiera
hoy que tanto se escribe sobre ellos". Y agrega de un modo a
la par cuestionable y atendible: "Esa calidad de no asimilables
es una característica de los autores más modernos"(8).
Cierto es que Whitman recorrió los pueblos estadounidenses
a la búsqueda de escurridizos lectores: pero su verdad,
la que juzgaba imperioso inculcarles en calidad de predicador viajero,
no era de orden literario sino humanístico-religiosa, y su
poesía representaba para él un órgano de expresión
de dicha verdad.
El surrealismo hizo lo suyo en el orden de una impopularidad feroz,
premeditada, cuyos motivos sociohistórico-culturales no necesitan
ya de nuevas aclaraciones, sino que exigen, por el contrario, así
ocurre en el plano mundial, una comprensión desde adentro,
en un sentido distinto, creadora, lúcida. "Es una aberración
monstruosa —debía afirmar André Bretón—
hacer creer a los hombres que el lenguaje ha nacido para facilitar
sus relaciones mutuas". Pues la poesía de "la subjetividad
inmediata" que de tal modo repugna a Georg Lukacs, el magistral
e imperturbable teórico de la literatura "como reflejo
artístico de la realidad objetiva", antes que una "ideología
burguesa de la decadencia" coludida con "la locura antisocial",
fue acaso la única respuesta posible, semejante a la descarga
de un organismo enfermo, a la locura antisocial burguesa encubierta
por el lenguaje o el sistema de valores del filisteísmo, que
desencadenó la primera guerra mundial y preparó la segunda.
Literatura de exorcismo, pero también exigencia de una nueva
objetividad de la que fueron brújulas orientadoras el marxismo
y el psicoanálisis, de una moral nueva.
Bajo un signo histórico que sutil, conflictiva o brutalmente
se perpetúa, no puede afirmarse drásticamente que haya
caducado la desconfianza de lo real, y, desde este punto de
vista, "el valor de una obra —como quería Reverdy— sigue
estando en razón del contacto patético del poeta con
su destino", en el entendido de la indisociabilidad entre el
destino individual y social. Pues está bien claro ya para todos
que, aun por debajo de la "subjetividad inmediata", al nivel
de la sicología abisal o de la sicopatología, un solo
"Aullido", producto poético o no de "un largo,
paciente y razonado desarreglo de todos los sentidos", o expresión,
simplemente, de la asfixia, viene a denunciar una falla de la organización
entera. Y quizá uno de los roles sustanciales de la poesía
como disciplina o técnica de la expresión sea el de
tomarse la libertad de dar forma a esos dolores —ofensivos o incomprensibles
para las medianías— que una sociedad nueva debe extirpar
de su seno, so pena de aparentar una salud íntimamente comprometida.
Del simbolismo, pasando por el surrealismo, hasta una aproximación
de lo que podría ser la auténtica poesía actual...
está claro que no tengo la descabellada idea de historiar la
poesía moderna. Señalo, únicamente, ciertos hitos
que me interesan, por encima de grandes lagunas, y entre los cuales,
tomada consideración de sus divergencias como, asimismo, de
sus correspondencias, me parece posible establecer una relación
dialéctica. Dialéctica de la libertad.
La autosuficiencia del fenómeno poético que se rehusa
a toda familiaridad con la escritura conceptual para constituirse
en "un instrumento irregular de conocimiento metafísico"
del simbolismo, pudo desinteresar al surrealismo, pero Rimbaud, desde
luego, antiliterato, que llegó a destruir el lenguaje para
arrancarle un grito de rebeldía incondicionada se adelantó,
no sólo con su silencio, sino con todo el peso de su presencia
verbal a la libertad surrealista; impugnación de un determinado
orden del mundo, depredador, para oponerle contra cada concepto de
lo conocido una imagen de lo desconocido. Sea como fuere, en ambos
casos, la poesía fue el vehículo —bien conducido o lanzado
a una carrera desbocada— de una liberación.
De la negativa del surrealismo que no se detiene en ella, desde el
momento en que se ve enfrentado a la necesidad —aceptada por unos,
rechazada por otros—, de socializar o politizar el movimiento, procede,
en gran medida, el conflicto en que se ve envuelta la poesía
moderna. Parecería que la negación de la negación
no es cosa fácil. Quienes entienden el conflicto entre literatura
y política —que alguna vez señaló Antonio Gramcsi
en otro círculo de observaciones— saben bien a que me refiero(9).
La poesía ha transformado, pero no ha perdido, como arte o
medio de expresión separado, la vocación de su
especialidad. Existe gracias a su propio lenguaje, intuitivo e imaginativo,
de modo tal que toda subsunción bajo otras especies de escritura
significa para ella, automáticamente, o una sensible pérdida
de su libertad operacional o, simplemente, el suicidio. Esto es lo
que más de alguien llamaría erróneamente el derecho
a la libertad o a la libre experimentación formal, puesto que
forma y contenido son en poesía una y la misma cosa; o, más
bien, la pareja antitética que se resuelve en un tercer término:
la síntesis o, en otras palabras, la poesía misma. Desde
este punto de vista, ciertos llamados a la claridad, a la sencillez
o al coloquio sentimental pueden, si se los escucha, cómo los
cantos de sirena, frustrar el retorno de Ulises y convertir a éste,
a su vez, en un cantante espumoso y desafortunado. Pero el peligro
más grande que corre el poeta al abrazar una buena causa haciéndose
el fiel misionero de su evangelio, está en que —como debió
reconocerlo melancólicamente un Voltaire en sus días—
no vivimos en el mejor de los mundos posibles. Se debe esperar que
el mundo cambie y los mejores colaboran en ello de una manera activa,
a través de las múltiples actividades, particularmente
científico-técnicas, desde el momento en que ya no hay
razones con que alimentar un humanismo antirrevolucionario ni desde
que se puede echar leña al fuego del irracionalismo del que
quedan enormes extensiones de cenizas criminales para un imposible
retorno de los brujos. El Imperio del Mal, al derrumbarse, se ha dividido
y subdividido en reinos que, si no reconocen fronteras, no luchan
por extenderlas sin ponerlas en flagrante evidencia. Yo no quiero
hablar del temor de que, después del caos, éste vuelva,
con todo, a rebrotar bajo un signo apocalíptico, el de la catástrofe
total.
Conforme: buena parte de la humanidad enfila por el buen camino en
una "marcha gloriosa". Que se adopten en los países
bien encaminados todas las medidas conducentes a suprimir todas
las formas de la alienación, del sufrimiento humano, sin exclusión
de aquellas que, como suele decirse, se ha visto en la necesidad de
descuidar provisionalmente el marxismo, relativas a los problemas
de la "subjetividad inmediata". Honradamente esto sigue
siendo el proyecto de algunos marxistas, su caballo de batalla, y
un deseo que no es compartido por las medianías.
Una ética que, en lugar de convenciones coactivas, de extracción
burguesa, erróneamente útiles, practique, con el así
llamado pansexualismo, un reconocimiento científico de lo humano
en el hombre. Una estética que socialice los éxitos
de un Fischer o Lukacs, en contraposición a las opiniones corrientes,
definitivamente caducas del realismo socialista. Un arte que deje
la propaganda partidista o la ilustración histórica
de hechos ejemplares —si ha ser necesario persistir en todo esto—
en manos de los propagandistas e ilustradores, para galvanizar en
su propio medio todas las fuerzas de la imaginación creadora
en una polifonía desencadenada en la que bien puede escucharse,
llegado el caso, el solo de un tambor de hojalata; arte para el cual
no quepa la opción entre lo que es y lo que ha de ser, entre
la realidad y la marcha de lo real; cuyo laboratorio central bien
podría instalarse tan cerca de un centro de investigaciones
físico-atómicas como del Instituto de Investigaciones
parapsicológicas; estableciéndose entre unas y otras
esferas de trabajo, o, mejor aún, entre todas las disciplinas
del espíritu y sus correspondientes facultades una suerte de
originaria interrelación natural comparable a la que mantiene
integrado en un cuerpo vivo a los distintos órganos, no importa
el grado de diferenciación de sus respectivas funciones.
Aspiraciones como ésta, sobre cada una de las cuales habría
que extenderse por separado, sólo vienen a cuento en este contexto
para significar la posición que le es dada asumir a un poeta
consciente de que su papel —no siempre dramático, pero nunca,
ojalá, acomodaticio— está en impedir que se nivelen
y mixturen los hábitos de las medianías con los
instintos creadores que igual proceden de la colectividad o del individuo,
empleados estos términos en el supuesto de que el cese de su
oposición, más o menos cerrada, constituye nuestra
tarea esencial.
Puede ser que deformado profesionalmente, compense la típica
devaluación del propio oficio con una simpatía poco
franca en su favor. Lo cierto es que siempre he tendido a pensar en
la poesía —por encima, incluso, de su valor propio y de sus
aciertos intransferibles— como un campo de cultivo, de ejercitación
de esos instintos creadores ya aludidos, cuyo embotamiento dañaría
al hombre entero en cada uno de sus órganos de expresión
o de conocimiento.
La ciencia —de la que sólo sé que nada sé— me
inspira una confianza cuasisupersticiosa, pero la entiendo, aunque
increíblemente "imaginativa", demasiado parcelada
para que un solo hombre pueda vivenciar, en ella, bajo la ley de una
especie de contraste simultáneo, su sorprendida insignificancia
a la vez que su inmensa disponibilidad, zonas que se iluminan mutuamente,
y lección de vivacidad, catártica, humanizadora. Todo
esto en el entendido de que el arte se entiende con la emoción
y los sentimientos, directamente, mano a mano; en tanto que las ciencias,
por antroplógicas o sociales que sean, reducen —aunque se admita
con Eliot una poesía despersonalizada y antisentimental— el
papel del experimentador, manteniéndolo en lo posible, al margen
del experimento(10).
¿Qué sentido real tiene la idea de la superioridad de
la ciencia sobre el arte, expresada últimamente en El Retorno
de los brujos?: "es la falta de curiosidad y de conocimiento
lo que nos ha hecho tomar la experiencia poética, después
de Rimbaud, por el hecho capital de la revolución intelectual
del mundo moderno".
¿Se resolvería el problema, si se ubicara a la poesía
como una antesala de "la verdadera revolución del mundo
moderno", sala de clases de la curiosidad, premonición
del conocimiento?
Ciertos sabios parecen ingenuos cuando descubren lo que otros viven:
La psicología abisal, por ejemplo, o los resortes de la locura.
La aclaración de lo irracional en este siglo de las luces
al revés, y la desrealización científico-tecnológica
de la realidad tradicional demorarán, con todo, bastante, en
drenar al hombre de todo oscurantismo e irracionalismo, en implantar
una tecnocracia interplanetaria de cerebros electrónicos. En
el intertanto, este mundo está lo suficientemente cargado de
torpezas y de brutalidad como para saltar, en cualquier momento, en
mil pedazos devorándose a sí mismo. Preferible sería
que sollozara románticamente, aun cuando, según parece,
no ganó nada con ello. Yo admiro la inteligencia de los fenómenos
humanos que están en la base de la brutalidad y la torpeza,
inteligencia que prescinde de una presunta futuridad antiséptica
para engolfarse en la curación de los males inmediatos del
alma y del cuerpo, caras ambas de una misma medalla.
¿Qué puede hacer la poesía en comparación
con el humanismo científico? Preservar como inalienable su
derecho a la libre autoexpresión —autosuficiencia del fenómeno
estético, se llama a esto-. He aquí un punto en que
no hay razón suficiente para eximir a la poesía de ser
lo que es, lo que va siendo en el tiempo, de su existencia misma,
forzándola a servir de intérprete de otros sistemas
de lenguaje que alienen el suyo propio.
Se ha arriesgado, más arriba, la hipótesis de que incluso
el valor del arte —arte del silencio o de la palabra— puede estribar
en su condición paradigmática.
En el centro de este círculo de tiza, sin duda el primero
que trazó el hombre para señalar su situación
en el mundo, bajo el impacto de una primera ampliación de la
conciencia de sí mismo y de las cosas, hasta el más
exquisito e intelectualizado visitante de salones —como llama míster
Cohen a míster Eliot— tiene algo de indefiniblemente arcaico.
Sólo del "pensamiento poético", intuitivo
e imaginativo, puede esperarse, asi lo creo, las iluminaciones de
un idioma común que a diferencia de un imposible esperanto,
y en contraposición a las falacias de la divulgación
técnica-filosófica, más o menos ineludibles cancele,
en mayor medida y en el terreno apropiado, la confusión de
las lenguas en la Babel moderna donde, en virtud de la diversificación
y complejidad crecientes de las especialidades, se acentúa
entre ellas, el problema de la incomunicabilidad, desentendimiento
mutuo qué afecta al edificio entero. El carácter suprahumano
del, o mejor dicho, de los proyectos babélicos en cuya realización
operan, por debajo de las vastas rivalidades ideológicas, una
misma tendencia a la disgregación, bien puede proceder de la
pluralidad de los puntos de vista —excluyentes los unos con respecto
de los otros— a partir de los cuales se movilizan arquitectos, constructores
y obreros, en todas direcciones, como las piezas de un juego que obedeciera
a reglas tan distintas que si el caos lo dominara repentinamente,
el horror tomaría a muy pocos de sorpresa.
Lo que las medianías se han habituado a pensar como
factores impersonales que todo lo rebañan, llevándolas
a pastar o reservándose la fatalidad de una hecatombe, representan
otras tantas claudicaciones del hombre total que el artista se esfuerza,
una y otra vez, por restituir en sí mismo, mientras conserva
un resto de esa aspiración a la plenitud siempre latente en
él, la misma por la cual, bajo el signo de la contrariedad,
puede negativizarse desmesuradamente.
Sartre tuvo algún motivo para afirmar que "el poeta está
seguro del fracaso total de la empresa humana y se dispone a fracasar
en su vida a fin de testimoniar, con su aporte particular, la derrota
humana en general".
Esto que empalma, a Qué es la literatura, con una teoría
inaceptable del ser de la poesía, tiene el valor de significar
la desmesura propia de una primitividad, no por cierto la del feliz
salvaje dieciochesco. Lo mismo la seguridad en el éxito total
de la empresa humana se ha correspondido, más de una vez, con
la vocación de abrazar esa seguridad a toda vida, poéticamente;
bien que resulte difícil encontrar en la historia de la literatura
el registro de un completo éxito en profundidad que supere
al éxito mundano, coincidiendo con este último o no;
pues, si por razones de temperamento y dada una coyuntura sociológica
favorable, determinadas personalidades poéticas han podido
irradiar un optimismo sin reservas, la misma indefensión de
una naturaleza artística genuina, incapaz de acorazarse, ni
en lo individual ni en lo social contra la verdad viviente de las
cosas hasta ahora y para siempre nunca plenamente aceptable, esa condición
humana del artista ha trocado, las más de las veces, su entusiasmo
"militante" en la rumia de una decepción —bloqueo
expresivo u oratoria— o en la condicionalidad de quien no sacrifica
a una causa la libertad de reprocharle que sus incongruencias o sus
defecciones, de recordarle su voluntad de integrar al hombre en el
curso de un proceso ilimitado de liberación de energía
creadora en que aquél no se estagne en ninguna fase de su humanización.
"La tarea de Whitman —escribe Lewis Munford- consistió
en comparar las esperanzas y ambiciones que en su juventud abrigara
para Estados Unidos con los logros de la madurez. No rehuyó
esta tarea. Las "Perspectivas democráticas" aparecieron
en uno de los momentos más sombríos de la vida del país,
y nadie ha presentado una imagen tan escalofriante de su corrupción
y miseria insondables como la que traza Whitman en esas páginas"(11).
Y, el Estado mejor organizado, ¿podrá responder al desafío
de la infelicidad, de modo tal que no se vea, nuevamente, en la triste
necesidad de identificar su instinto vital y su voluntad de poder
constructivo, con el canto de un suicida?
Sentadas las diferencias más tajantes, no hay sociedad ninguna
en los tiempos modernos que esté vacunada contra el virus de
la insurrección, y el creador genuino, el poeta, que se mantiene
fiel a un modelo muy antiguo del hombre, como en una infancia milenariamente
prolongada, pariente cercano del primer lingüista, del mago remoto,
del creador de mitos y religiones, del filósofo precientífico;
sí, este individuo que no ha dejado de abordar la realidad
desde los ángulos más inesperados, dejándose
sorprender indefinida, ilimitadamente por ella, parece menos resistente
que las otras piezas -del mecanismo social, pero es, más
bien, el órgano —extirpable según algunos— cuya perturbación
bien podría delatar, a pesar de una apariencia saludable, una
enfermedad de todo el cuerpo.
El rechazo del yo subjetivo supone acaso un desconocimiento
de los límites cada vez más amplios de la objetividad,
o un rechazo premeditado de esa ilimitación por motivos de
orden práctico, siempre los más dudosos.
El artista no ha logrado, felizmente, apartarse de una concepción
antropocéntrica en que el hombre es la medida de todas las
cosas, y la personalidad es el modo, cada vez distinto, de
asumir al hombre plural; el correlato del sesgo, siempre más
o menos inesperado, que adoptan, al manifestarse, las energías
creadoras.
El artista "negativo" es un síntoma, no una causa
de enfermedad, como en el caso de un Franz Kafka que prefiguró
"el tiempo de los asesinos", la orgía nazi como bien
lo observa Nathalie Sarraute. Su negatividad es la desesperación
del exorcista. El valor de su obra prueba, en el caso citado, la existencia
de un módulo común a la imaginación y a la realidad,
y estaría en el patético anticiparse, no ya sólo
de la intuición al concepto, de la imagen a la idea(12),
sino concretamente, en la medida de la historia, de un trágico
destino "interior" a una catástrofe colectiva. Antes
de que ésta se declare en la superficie de la "realidad
objetiva" estallando en ella con la virulencia de una enfermedad
total, la personalidad desacorazada de un vidente ha puesto
en su propio cuerpo el dedo en una llaga invisible. Difícilmente
convencerá a los demás de que no es el suyo un caso
aislado, y de que se anticipa a la generalización de una peste
colectiva como la primera de sus víctimas. Puesto que en un
mundo de tuertos ocupados cada cual en lo propio diligentemente —ojo
polifacetado en que cada faceta captara sólo un fragmento de
la inasible imagen entera, habiéndose perdido en él
el sentido de la incongruencia— el artísta es verdaderamente
un caso aislado, tanto más cuanto que no opone a esa supuesta
incongruencia —en Kafka sigo pensando— una incongruencia que venga
a cancelarla.
No está tan claro que la presentación del caos sea
un anticipo del orden. Al menos no es ésta la impresión,
bajo la que vivirá un autor cuya obra se alimente de la pesadilla
que lo perturba o lo destruye vitalmente; ni la impresión que
recibirá al leerlo la generalidad de sus contemporáneos.
Confieso que imagino un Kafka extrabiográfico, paradigmático
y, sin duda, menos interesante que el escritor en cuestión
(desde luego, un poeta), personaje curioso, desoído, ligeramente
intolerable, cuya inofensiva manía consistiría en ser
puesto, una y otra vez, en la puerta de los tribunales. Los crímenes
que se esmeró en denunciar, fueron cometidos después
de su muerte, ¿dónde estaban las pruebas? O bien, se
trataba de arrancarle a la ley misma la confesión de su absurdidad,
en un tribunal necesariamente imaginario en que el señor K
fuese emplazado, sin motivo alguno, por aquella envuelto en un proceso
infinito súbitamente interrumpido en cualesquiera de sus etapas,
etapa del mismo por una arbitraria ejecución.
Quien sufre de un insomnio demasiado profundo que le impide compartir
el sueño de la razón, estará en situación
de imaginar los monstruos que engendrará ese sueño,
padeciéndolos por adelantado pero no de prevenir a los demás
de un mal del que sólo él parece afectado ni mucho menos
de curarlo de una enfermedad desconocida de la que él mismo
—es lo más probable— no tiene una noción objetiva, experimental:
el diagnóstico; a la que sólo se ha visto entre los
primeros, expuesto, por la indefensión, receptividad, delicadeza
e integridad de su organización vital.
El dominio estético coincide con la génesis de una criatura
inanimada, virtualmente incorruptible que, no obstante, absorba esa
oscuridad que le ha dado a luz y la refracte en toda su vivacidad;
se concentra en el estudio instintivo de los recursos de la expresión,
ya sea para refinarlos o restituirles su fuerza elemental, diversificandolos
siempre. Quiero decir que a la "investigación" artístico-creadora,
puede desviarla la generalidad científica, de su propio rumbo.
Kafka fue lo bastante lejos para expresar o aun cuasianalizar en Carta
a mi padre, literariamente su caso literario, en un contexto sicoanalítico.
Bajo su amor reverencial, anonadante, por la figura del padre, se
vislumbra el odio parricida de un complejo de Edipo positivo que le
dictara la carta misma, insinuándole, finalmente, la idea abrumadora
de abrumar a la arbitraria autoridad todopoderosa, con la acusación
de haberlo mutilado, provocándole una enfermedad mortal en
su misma existencia biológica. Se puede inferir de las reiteradas
rupturas de noviazgos, la imposibilidad de hacer una buena transferencia
que lo liberara de su fijación infantil, actualizando, en la
relación sadomasoquista con el progenitor, una rivalidad continuamente
frustrada. El autoanalista conciencia una relación, seguramente
correcta, de su oralidad infantil —yo me sentía dueño
sólo de lo que podía llevarme a la boca— con la desvalía
y el despojamiento que le significaba la existencia paterna. Pero
el "universo de Kafka" se ofrece a interpretaciones más
avanzadas que las que puede haberle inspirado Freud, o al menos distintas,
y no presupone ninguna que le sirva de base. Por esto en el reino
de la inconclusión, la fábula sin moraleja, una pura
conciencia sin ciencia que arranca directamente, sin la mediación
del pensamiento discursivo ni de la observación empírica,
del foco mismo de la imaginación creadora, como en un alumbramiento
abisal y deslumbrante.
Ese universo, símbolo o agrupación de símbolos
plurivalentes (alineaciones, círculos de unos menhires perfectos
como rascacielos) presenta las propiedades que de algún modo
son comunes, en el lenguaje existencialista, a la pintura, a la poesía,
a la música y a la... existencia. Opacidad, densidad, impenetrabilidad.
¿Objetivismo inhumano? Por cierto que no: esa poética
está penetrada de un llamamiento tan hondo a la humanidad que
se confunde con "el clamor del silencio".
La internalización del mundo exterior y la externalización
del mundo interior —función en que, como bien explica L. Munford(13)
se organiza la capacidad para el simbolismo artístico—
se ha operado aquí en el campo de una tensión total
en virtud del cual se tocan los extremos más distantes: un
objeto —un mundo exterior—, particularmente social, que se ha vaciado
de todo sentido bajo el signo de un totalitarismo sin designio comprensible
ni autoridad identificable, minuciosamente hostil y azaroso; donde
la benignidad misma funciona como una piececilla más de una
máquina de la que no se sabe ni por qué ni cómo
ni para qué funciona. Un sujeto —un mundo interior— bloqueado
y demasiado sumergido en sí mismo como para exteriorizarse
en un acto de afirmación vital, otorgándose sentido
y otorgándoselo a la realidad objetiva. El tercer término,
en que la antítesis se resuelve, me parece descriptible como
lo que se entiende por la impresión que deja el total de una
obra, una aprehensión sintética de la misma. La de un
extrañamiento total del hombre en el mundo, que despliega una
inagotable actividad para anularse a sí mismo, para neutralizarse
consumándose en la alienación.
Como el autor al condenarse al silencio, lo que ocupa al señor
K es encontrar ese desperfecto en el mecanismo administrativo gracias
al cual —según observaba cómicamente Valéry—
le es dado a los poetas sobrevivir. Sólo que su propósito
es autodestructivo; igualarse a los otros convirtiéndose en
una piececilla más, y ajustarse en tal condición al
mecanismo, identificarse mínimamente con éste para no
padecerlo en su maximidad.
Es lo que ocurre, para siempre, en El Castillo y —criatura
inanimada, virtualmente eterna pero vivísima— mientras en la
vida del autor de El Castillo se contaba con una muerte de
rigor, más o menos propia, que pudiera jugar el papel de un
desenlace, allí donde nada de lo que ocurre conduce a nada,
todo se mantiene en el desasosiego de un eterno suspenso.
Consulto, de pronto, a un autor —Ramón Fernández—
quien, a propósito de Moliere se pregunta: "¿no
es lo cómico la denuncia de una incompatibilidad fundamental
entre lo que el hombre quiere y lo que el hombre puede?
Supongo que esta proposición, con seguridad válida
en relación a la comedia clásica (en el mismo sentido
en que lo es la idea de que ésta, en una sociedad organizada,
en un mundo social coherente, actúa sobre las excentricidades
de éste como un correctivo), puede homologarse con la concepción
bersogniana de La Risa, puesto que la mecanización del individuo
entrampado en la fijeza de su carácter, se interpone entre
su querer y su poder.
En Los Tiempos Modernos especializados en los chistes crueles
en que se espejea la psicología abisal o el absurdo por el
absurdo mismo, no ha dejado de transformar el sentido del humor conforme
a la ley de la complejidad creciente y a una dialéctica en
que repercuten o con la que se corresponden los cambios operados en
los distintos planos de lo real.
En "la naturaleza" como en "el espíritu"
nada se pierde, con todo, al menos en situaciones relativamente normales.
Carlitos Chaplin —otro poeta— dramatizó en su época
ese chiste de Valéry sobre el sentido de la oportunidad con
que el hombrecito, representante solitario, desvalido e ingenioso
de la humanidad entera, se acomoda a cada uno de los desperfectos
del aparato social, estableciendo en esos huecos un mundo precario,
amenazado de inmediata ruina por todos sus costados, pero en que el
hombre vuelve a dar la medida de las cosas al tender un remiendo de
mantel sobre la mesa, dividir su pan con el boxer melancólico
o —a la espera de la visita del gran momento que termina por llegar
alguna vez— al hacer prodigios por alhajar un nido que se sabe entretejido
para el amor, la empolladura y el canto de los pajaritos.
Mientras el señor K cae sobre un cuerpo que lo arrastra, debajo
de un mesón, agitándose sobre Frieda con la frialdad
de un insecto, progresivamente anestesiado por la obsesión
de hacerse oír por esa autoridad que se distancia en la medida
en que aumenta el número infinito de sus mediadores, Carlitos,
el libertario, cae sin duda en las debilidades de la novela rosa,
pero, a no dudar, sabe lo que quiere; y el resorte de su comicidad
y de su éxito estriba en poder lo que quiere, en la compatibilidad
inesperada de lo que quiere y lo puede.
Un "Deus ex machina" de pequeños azares favorables
corre desenlazando los vertiginosos nudos de la trama, para gratificar
al héroe con un happy end convencional. David vence a Goliat
por dos medios antitéticos que saltan el uno por encima del
otro o se integran formando distintas figurillas cuadrúpedas.
Por una parte el hombrecillo contrapone a la pesantez caótica
de sus adversarios que funcionan automáticamente, la "gracia",
el cálculo espontáneo, realista, de sus posibilidades
de acción ofensiva o defensiva, una inteligencia de las situaciones
nuevas. En seguida, la infalibilidad del inocente, del soñador,
lo sonambuliza de modo que atraviese la cuerda floja como si fuera
el dueño de la calle. Irresistible con las mujeres que mima
al cortejarlas, entre ellas y él se establece —en el espacio
cada vez más corto de esos restos del cine mudo— la hermandad
amorosa de la emoción y del sentimiento, ahogada en la brutalidad
ambiente.
Lo que el autor-protagonista de esa poética vio fue una última
pero definitiva posibilidad de hacer reír a Los Tiempos
Modernos presentándoles la caricatura y la contrapartida
de sus mitos.
Se anunciaba, con el culto a la máquina, una civilización
centrada en la tecnología. El capitalismo de "los años
locos", imperialismo hoy en día bien organizado para el
despojo hipócrita y sistemático anárquico y turbulento
en ese entonces, se entregaba al saqueo, en su propia casa, del hombre
por el hombre, minorizando a los millonarios de opereta, mayorizando
al pobrerío folletinesco, y aliénándolos a unos
y otros bajo los mismos signos de la devaluación de la cultura:
cuantificación, standardización, reducción de
la personalidad a una tipología de fragmentos humanos, de hombres-medios,
piezas de un mecanismo autodevorante que iba a crecer monstruosamente,
sin embargo, más y más en todas direcciones. Depresiones
económicas, cesantías, lumpen proletariado, y la mirada
de los emigrantes puestas en la estatua nuevecita de la libertad que
podía ofrecérseles a todos libertad para los Al Capone
o para los muertos de hambre. Cada cual a rascarse con sus propias
uñas.
El poeta debía y podía sobrevivir, minimizado pero
entero, en medio de todo eso. Este era el punto de vista de Chaplin,
luego, en El Gran Dictador humanista expreso, discursivo.
El presentimiento de Kafka, vuelto hacia el nacional socialismo —para
retomar la idea de la Sarraute— configuró un mundo en que "todo
sentimiento desaparece, también el menosprecio y la cólera",
"donde no resta sino un inmenso estupor vacío, un no comprender
definitivo y total"(14);
aunque subyace a ese mundo suprarreal, vinculado pero no intercalado
a la historia, una protesta que Auchwitz redujo a cenizas, protesta
que improntara al creador y a sus criaturas de un "humor negro",
increíble comicidad reñida con la risa que los jerarcas
nazis no expresarían, ciertamente, en sus concepciones como
el Ghetto de Varsovia.
Ese humor es el signo del humanismo kafkiano, el gesto de una libertad
soterrada, esbozado apenas, su aura de exorcisador. Aquí el
individuo no puede ni quiere nada, en realidad; trata, únicamente,
de calcarizarse como una hormiga que corriera sobre un huevo, bajo
la amenaza de un dedo: está penetrado, hasta los tuétanos,
del "inmenso estupor vacío" que subyace al mundo
interior y al mundo exterior; al creador literario, "segundo
creador bajo Júpiter", y, valga la personalización,
a Júpiter mismo: una suerte de idiota completo que hace girar
el huevo entre los dedos, a la manera de la medida de todo.
En El Proceso, el último hombre normal —un enfermo,
ciertamente—, distorsionada hasta la exhaustividad por el esoterismo
de una ley monstruosa, teme que la vergüenza pueda sobrevivirlo
cuando esa ley le corta una cabeza finalmente vacía de toda
comprensión y le paraliza, en lugar del corazón, un
pequeño bloque de hielo perplejo. El hombre ha sido alienado
allí en su existencia biologica misma...
En El Castillo, el señor K hace lo imposible por ocupar
el lugar de nadie en la tierra de nadie.
Ya se sabe en qué terminó la única aventura
históricamente comparable a la que registró la imaginación
creadora de Kafka, detector —espejo múltiple de realidades
ocultas. El antihéroe, el héroe absurdo tipo Malón
no ha superado acaso en eficacia al señor K, que se rehusa
a la truculencia para encarnar una situación insostenible del
hombre en el mundo. La "invención" poética
del Oscarcito Günter Grass —un Carlitos Chaplin monstruoso, con
algo y mucho de la anestesia kafkiana— supongo que tiene que pasar,
todavía, por una serie de pruebas de laboratorio. No olvidarse,
por cierto, de míster Prufrok. Y en Chile tenemos, en lugar
del "refinado visitante de salones", a un profesor secundario
con "la cabeza llena de tiza", autor-intérprete de
los antipoemas, antiguo lector de Freud y admirador de Kafka; con
el cual me ha cabido el alto honor de trabajar, de consuno, en la
verificación de El galán de la pata de palo y
La Venus de Milo.
El tipo de poética que encarna Kafka, infra, su y suprarreal
o realista en el sentido integral de la palabra representa
el modo "anormal" de expresión artística,
que tiende a "normalizarse" hoy en día, captando
nuevos y nuevos adherentes al libre juego de la imaginación
creadora.
El surrealismo —aun si hubiese sido, únicamente, la expresión
de la "subjetividad inmediata" (Lukacs) o la autoimpugnación
frustrada de la literatura como negatividad absoluta (Sartre), al
margen de discusiones estético-ideológicas, habría
desembocado en el Rhin o en el Amazonas de la literatura moderna;
pues un sorbo del gran río también sabe a Mandrágoras,
a hierbas mágicas, y trae partículas en suspensión
de la alquimia del verbo. Mientras que siempre hubo afluentes destinados
a empantanarse, al cierre de sus desembocaduras, distanciándose
de ellas por consunción.
Uno de estos pantanos es cualquiera clase de realismo, de derecha
o izquierda, consagrado a sustituir el proceso vivo de lo real, creador
de valores, un orbe de intocables valores preestablecidos de una sola
vez y para siempre, para mayor gloria de dios o de quien sea.
"Lo que hay de positivo en todo esto —me decía un marxista
refiriéndose al caos (aparente para él) del mundo ultramoderno,
que se puede identificar como una peligrosa dinámica desgobernada
o como un volcán de acción o creación— es que
ya nadie puede acomodarse a los esquemas que hace quince o veinte
años servían para explicar la realidad, sin tomarse
el trabajo de examinar los hechos ni permitirse dudar de las explicaciones
rutinarias".
Que la poesía haya contribuido a la congelación del
espíritu, es algo que, sin duda, no puede perdonarse a sí
misma, y por lo cual, en los períodos de deshielo cuando "las
condiciones están dadas", que permiten cierto "lujo"
imaginativo, el poeta es de los primeros que recae en la primera infancia
del hombre, dando curso a su curiosidad, a su perplejidad, a su entusiasmo
—sedes insaciadas— o a su "sistema sombrío"(15)
de comunicaciones con la angustia y la muerte, haciéndose acreedor
del castigo vergonzante de un tirón de orejas por alborotador.
Mientras la poesía sabe que su vocación presupone esas
condiciones —estén o no dadas según el criterio socio-político,
extraartístico— como asimismo el impulso de darlas, todas a
la vez, en cada etapa de su desarrollo, a diferencia de las escrituras
estratégicas que, en el mejor de los casos, impondrían
una idea paso a paso, previo cálculo de sus probabilidades
de inculcársela a las medianías.
Ese marxista al que me referí más arriba sabe que el
realismo socialista tradicional —defendido aun desde lo alto no hace
tres años por un crítico de arte "bastante poderoso
como para oficiar", en su momento, de omnisciente— es letra muerta.
Adhiere a lo que se entiende, más o menos claramente, por un
"realismo sin fronteras"(16).
Comprende "el derecho a la existencia del experimento en literatura"
del que hablara Ilya Eremburg en su intervención en el Forum
de Escritores Europeos, en Leningrado, no sólo, así
lo creo, como el derecho formal de experimentar con las formas (libertad
para vaciar el vino viejo en odres nuevos), que implicaría
únicamente poner el acento sobre el aspecto formal de la literatura,
asumir, de otra manera, el mismo formalismo literario que se aspira
a impugnar, sino como la necesidad natural que siente una conciencia
artística liberada de obligaciones o compromisos sociopolíticos,
de trabajar a su modo (autosuficiencia del fenómeno
estético) y en su propio laboratorio, por aprehender la realidad
operando sobre ella en el dominio de lo particular o de lo singular,
según venga al caso, descubriendo, acaso, nuevas partículas
de lo real inencontrables desde el punto de vista de los viejos contenidos,
las cuales, al emerger a la superficie adquieren, por sí mismas,
formas que seguramente resultará imposible componer partiendo
de las formas precedentes o plasmando en el lenguaje esas informidades
de lo que en el fondo carece de forma, con las cuales —pensaba Reverdy—
el poeta debe entenderse.
Absorber todo el pasado de la poesía, de modo sistemático
o por vía de la intuición histórico-artística,
antes de dormirse sobre la ilusión de haberlo revolucionado,
manteniéndose alerta frente a no importa qué tradición
viva capaz de sorprender al futuro, esto es lo que el marxista del
que hablo considerará una tarea oportuna en la que se puede
comulgar con el más pintado de los conservadores, particularmente
si se trata de uno que, como Eliot, haya revolucionado la poesía:
"Sobre lo que conviene insistir es que el poeta debe desarrollar
la conciencia del pasado, y que está obligado a continuar desarrollando
esta conciencia durante toda su carrera".
Pero, por encima de todo, un punto de vista que por flexible y abierto
a la observación y a la reflexión es intrínseca
y genuinamente marxista, aceptará, hasta en sus extremas
consecuencias, lo que implica la exploración de la subjetividad,
tarea que le ha propuesto a sus intelectuales y artistas el partido
comunista de mi país(17)
en el entendido de que el marxismo, ocupado en la obra gruesa de la
teoría dejó consciente y expresamente en herencia el
encargo de las terminaciones (valga el símil que no pretende
identificar la obra de revolución permanente implícita
en el marxismo genuino con la construcción de una casa). Pues
el yo subjetivo no es ni un pozo, ni un rincón ni un callejón
sin salida del que, simplemente, se trata de extraer algunos monstruos
para exponerlos a la conciencia purificadora y derretirlos en ella.
Comunica con la realidad social-objetiva, por mucho que se
distancien, mutuamente, en determinadas coyunturas, las bocas de esta
especie de túnel laberíntico. Las causas sociales
de los trastornos individuales, y, al cerrarse del círculo
—no importa cuál sea la extensión de su diámetro—
los factores individuales enfermizos que, a su vez, actúan
sobre el cuerpo social, bajo la apariencia de factores impersonales,
sistemas de creencias, mitos colectivos o, sencillamente, como la
última palabra de una autoridad máxima en los períodos
del culto a la personalidad... he aquí el material que cae
en manos del excavador nocturno, a su paso por el laberinto siempre
cambiante —cristalización inestable de distinto proyectos—,
terreno en que el agrimensor, con su linterna de bolsillo, debe iluminar
en profundidad, en extensión y en complejidad los focos de
convergencia en que virtualmente se tocan las dos caras de una misma
moneda: el yo subjetivo individual y el yo objetivo social.
El psicópata no es un caso aislado. La psicopatología
social puede explicarlo como el producto de una civilización
errada o de una moral colectiva científicamente imposible de
fundamentar, pero que se perpetúa gracias a las fuerzas mismas
que la hacen vulnerable al análisis y a la controversia, en
virtud de su irracionalidad.
Cuando la conciencia crítica de esa interrelación entre
lo individual y lo social no se constituye expresamente, como en tantas
obras, en el tema poético-literario "la capacidad para
el simbolismo" del artista presenta el caso absolutamente único
—como en La Metamorfosis o El tambor de hojalata—, pero
que, en cuanto producto auténtico de la imaginación
se distancia de la "realidad" en la misma medida en que
aumenta su capacidad para vivenciarla, de establecer con ella el contacto
más libre y más vivo, de un modo ciertamente inconsulto
en el ideario de la literatura comprometida, atenta a proponer "una
liberación concreta a partir de una enajenación particular";
aunque entrañe —ese contacto— otra suerte de compromiso. Por
ejemplo, el de impugnar formas de vida de un ecumenismo discordante,
sin barreras ideológicas, como la devaluación de la
individualidad, la moral sexual tradicional de origen hebraico, represiva
"instrumento esencial —escribe Luigi De Marchi inspirado en Wilhelm
Reich— para la formación de la personalidad sadomasoquista
en el nivel sexual y autoritario gregarística en el nivel social;
y político".
La obsesión productivística de los países económicamente
superdesarrollados, el revanchismo latente de unos, la violencia de
otros, la carrera armamentística de todos, factores que lo
mismo pueden impedir o desencadenar una guerra total y que el autor
citado juzga concomitantes a la represión sexual generalizada,
"peste sicológica" - dice Reich— que no reconoce
fronteras.
Se debe esperar que una poética absolutamente subjetiva, lejos
de agotarse en un departamento estanco de lo humano, recoja en las
profundidades, a la manera de los óceonautas en El mundo
sin sol, monstruosos especímenes de especies inesperadas
—el señor... y Oscarcito— que permitan esclarecer los orígenes
y la estructura de la "objetividad". Así el derecho
a la existencia del experimento en literatura se llena, en esa ejercitación,
de un contenido concreto y la libertad de la que es un corolario,
al imprentarse de una finalidad, correlaciona a ese "derecho"
con un "deber".
He hablado hasta aquí de la obvia necesidad de abandonar el
realismo socialista, en el entendido de que existe un realismo de
derecha cuyo destino no me interesa para nada o que me interesa en
un sentido puramente negativo, de modo tal que no me siento llamado
a enjuiciarlo desde un punto de vista crítico, pues entiendo
la crítica como una actividad, en última instancia constructiva.
Llamémoslo de otra manera: una apologética de los valores
que se pretenden exclusivos y excluyentes, de la llamada "civilización
cristiana y occidental" convertida, a la fuerza, en poesía
o literatura o en arte "positivos".
Como la historia de la llamada civilización cristiana y occidental
es la más larga de las que se contraponen sustancialmente y
con eficacia, al esfuerzo por completar el marxismo desde adentro,
a través de un nuevo humanismo de perspectiva ilimitada, sería
ocioso desenmascarar aquí, por ejemplo, ideas como la de un
"Congreso por la libertad de cultura", demagogia y terrorismo
psicológico para esas medianías culturalmente depauperizadas
que justifican y alimentan la "ingenuidad norteamericana"
barbarie, en realidad que puede confundirse con la idiotez, pero nunca
con un propósito bien intencionado.
La dirección política de la cultura, particularmente
del arte y de la literatura prevalecientes en la Unión Soviética,
tendría que haber recorrido con veinte siglos de desventaja,
a una velocidad suprasupersónica uniformemente acelerada para
ponerse a la par de Occidente en materia de fiscalizaciones, y ello
según métodos históricamente irrepetibles, como,
por ejemplo, la hoguera de las vanidades o la quema de humanistas
recalcitrantes.
La situación debe cambiar en todo el orbe socialista de modo
que se sustituya enteramente a una dirección política
de la cultura coactiva y simplificadora, una genuina dirección
cultural, de la que no se exceptúe ninguno de los países
por A, B o C razones.
Entretanto los libertarios de mala fe, cuyo nombre es legión
seguirán viendo la viga en el ojo ajeno y no así el
bosque en el propio. Se les ha vuelto a ofrecer una espléndida
oportunidad para ello en la Unión Soviética, al condenar
a dos escritores hasta el día de hoy desconocidos — Syniaski
y Daniel— a cuatro y siete años respectivamente, como traidores
comunes a una patria que bien podría reírse de los peces
de colores, pasar por alto o salir al encuentro, con una mirada lúcida,
de las barrabasadas de los niños detrás de las cuales
se ocultan, por regla general, atendibles motivaciones. Y abrirse,
en último término, a ese estado de "insurrección
permanente", como lo llama Mario Vargas Llosa, en que no sólo
la literatura, el total de una cultura libre y responsable tiende
a instaurar cuando opera en sus más altos niveles, al trabajar
— diría Rossana Rossanda— por la liberación del hombre
de sí mismo, etapa inalcanzable por el socialismo, el cual
"no libera al hombre de sí mismo. Lo libera de todo lo
que lo niega, y con ello, por el contrario, abre sin cendales ya,
todo el abanico de una reconstrucción de valores que no puede
ignorar el contar tras sí la experiencia europea de la crisis".
En esta cruzada que en el contexto existencialista al nombre de "llamamiento
a una libertad permanente", bien puede el poeta jugar un rol
de importancia y no sólo —como yo mismo lo he insinuado en
parte— el de símbolo de la libre creatividad o algo así
como el mascota del regimiento.
A la figura del explorador del cosmos que conjuga la voluntad de dominio
sobre la naturaleza con su desinteresado afán de conocimiento
—matrimonio del arte y de la ciencia— es preciso, sin duda, oponer,
en el orden de una contradicción no antagónica, la figura
del explorador del hombre mismo, que traiga a la superficie continuamente
nuevos elementos, identidades o relaciones de lo real —recreación
o creación de valores—, suerte, en el mejor de los casos, de
catalizadores respecto del conocimiento antropológico.
Creo inútil hilar con una finura digna de cada una de las causas
por separado en lo que se refiere a la relación arte-ciencia.
En esta materia, como en toda otra, "todo punto de vista es falso"
(Valéry) . o lo es, bien pensado, todo punto de vista excluyente.
Conforme: la experiencia poética no es "el hecho capital
de la revolución intelectual del mundo moderno".. Pero
interesa a dicha revolución que no es únicamente de
orden intelectual y que se
realiza en todos los planos, estableciéndose entre éstos
un sistema de coordenadas, una relación de correspondencias.
De más está oponer a la devaluación del "fenómeno
estético" la tesis de que el arte como "instrumento
esencial en el desarrollo de la conciencia humana" (Herbert Read)
o "función primaria en la evolución de todas las
facultades superiores que constituyen la cultura humana" podría
incluso reclamar para sí un puesto de avanzada permanente en
el dominio de lo desconocido.
Por otra parte, la contradicción antagónica, beligerante,
entre arte y técnica, no se libra, como bien lo ha pensado
Munford, entre la ciencia y el arte, sino entre una ciencia aplicada
—la tecnología— que despersonaliza y objetiviza al hombre en
el contexto de la "revolución de la máquina"
y "la capacidad para el simbolismo" que lo preserva en sus
rasgos personales e individuales, abriendo permanentemente un proceso
en que el grado más alto de individuación "produce
el grado más alto de universalidad, y lo mantiene ligado al
mundo del sentimiento, el deseo y la compasión".
Esto es ya una crítica —por desgracia ampliamente valida- al
divorcio tantas veces observado entre cultura y civilización,
pero no se extiende expresamente ni a las ciencias que integran la
cultura, ni a una posible, correcta orientación de la técnica,
según la cual ésta volvería a servir al hombre
en lugar de servirse de él. Con Lukacs, el marxismo hace una
distinción extraordinariamente eficaz y clara entre el reflejo
científico y el artístico de la realidad objetiva. Se
puede esperar, con todo, en mi modesta opinión, una noción
de objetividad que no excluya, como material de desecho, la "subjetividad
inmediata", no sólo justificable en ciertas coyunturas
históricas como la que vivió el surrealismo, sino fuente
permanente de investigación poética de lo real, comoquiera
que aquí es donde se trata de "liberar al hombre de sí
mismo" antes o después o por encima del problema social.
"El poeta es una pequeña república". Y esta
definición antipoética de Nicanor Parra es válida
en el contexto de una libertad personal para algo que sobrepase y
a un tiempo proyecte al individuo, preservándolo, al "rango
más amplio de universalidad", un modo simplemente de galvanizar
el lenguaje, de dar en el clavo de lo que atormenta al hombre individual,
particular y general por partes intercambiables, desde que no se trata
aquí de esencialidades, sino de distintos aspectos de un mismo
proceso.
Llamamiento continuo a la libertad total de la que la poesía
quiere ser un signo, una imagen plurivalente y proteiforme; desde
que, en el dominio restrictivo de la literatura poética, esa
libertad que muy a menudo suelen confundir los poetas mismos con las
arbitrariedades de un yo subjetivo deliberadamente adoptado como una
pose, es la atmósfera misma que se inhala y se exhala al hacer
uso de la poesía de la que puede esperarse que siempre dé
la medida de lo humano.
(1) Definición con lo
que el católico Anguita rindiera, alguna vez, homenaje a su
maestro ateo Vicente Huidobro.
(2) "Vicente Huidobro,
"Arte Poética", de "Espejo de Agua", 1916.
(3) "Esto no lo escribía
Shaftesbury, sino Ernst Cassirer, al estudiar en la "Filosofía
de la ilustración", los "problemas fundamentales
de la estética de aquél. Shaftesbury —escribe el autor
del que yo creía haber tomado la cita, R. B. Bret ("La
filosofía de Shaftesbury y la estética literaria del
siglo xviii")—, adopta el principio de una fuerza plástica
(la imaginación creadora) que anima el mundo natural y que
aspira a sacar de la materia formas y figuras que se aproximan cada
vez más a las ideas divinas (ello dentro de la tradición
neoplatónica). Cree que el poder formativo es parte de la
actividad divina; pero no quiere decir que lo identifique con Dios;
es más bien, como él dice, uno de los aspectos, no el
conjunto, de la naturaleza de Dios".
Conservo la cita errónea para curarme de nuevas veleidades
eruditas, y, también, por utilidad, provisionalmente. La interpretación
de Cassirer puede ser la correcta al recargar el acento donde lo pusiera
Shaftesbury: en el poder de la imaginación creadora.
(4) Título de la ponencia
de Nicanor Parra para el Primer Encuentro de Escritores Chilenos,
celebrado en la Universidad de Concepción, 20-25 de enero de
1958. El texto de Parra, en el que se declara, en plural, "paladines
de la claridad y la naturalidad de los medios expresivos", "un
tipo de poetas espontáneos, naturales, al alcance del grueso
público" está plagado, a mi juicio, de falacias,
algunas de las cuales ofician, de buenos sentimientos de camaradería
respecto de sus compañeros de ruta. No me parece que los Antipoemas,
a pesar del lenguaje coloquial, de los lugares comunes, etc., sean,
por otra parte, un dechado de claridad "al alcance del grueso
público", es decir, del número máximo de
lectores nacionales, poco numerosos en cualquier caso, que respondieron
a la eficacia del libro poniéndolo por las nubes de un merecido
éxito.
(5) Hugo Montes y Julio Orlandi,
en uno de los peores textos de estudio que se hayan publicado en Chile:
"Historia y Antología de la Literatura Chilena".
(6) Domingo Faustino Sarmiento
empleó esta expresión para arrojársela, como
un balde de agua fría, a los jóvenes poetas chilenos
que formaban, en 1842, el ala derecha del bellismo (segunda contestación
a un Quidam —Andrés Bello—, Mercurio del 2 de mayo de 1842).
Perlático= que padece de perlesía (parálisis).
(7) "El hombre tiene inesperados
recursos y, en el seno destructor de su propia cultura de masas, ha
surgido en el siglo xx un nuevo arte que puede salvar a la poesía
de su contemporáneo proceso de autocrítica llevado hasta
el suicidio. Se trata del cine..." (César Fernández
Moreno, "Introducción a la poesía").
(8) "Hugo Friedich, "Estructura
de la lírica moderna".
(9) "Por otro lado, en
lo concerniente a la relación entre literatura y política,
es preciso tener presente este criterio: el literato debe tener necesariamente
perspectivas menos precisas y definidas que el político, debe
ser menos "sectario", si así puede decirse, pero
de una manera "contradictoria". Para el político
toda imagen fijada a priori es reacciónaria; el político
considera todo el movimiento en su devenir. El artista, en cambio,
debe tener imágenes "fijadas" y solidificadas en
forma definitiva". (Antonio Gramsci, "Literatura y vida
nacional")
(10) "La poesía
no es dar rienda suelta a la emoción, sino un escape de la
emoción; no es la expresión de la personalidad, sino
un escape de la personalidad. Pero, naturalmente, sólo aquellos
que tienen personalidad y emociones saben lo que es desear liberarse
de estas cosas" (T. S. Eliot, "Los poetas metafísicos")
.
(11) En "Las décadas
oscuras".
(12) Alusión a "Imagen
e Idea", de Herbert Read.
(13) Lewis Munford, "Arte
y técnica".
(14) "Nathalie Sarraute,
"L'ére du soupcon".
(15) Así se titula un
poema de Pablo Neruda en "Residencia en la Tierra".
(16) "Por ello reclamo
un realismo abierto, un realismo no académico, no fijado, susceptible
de evolución, que se ocupe de los hechos nuevos y no se contente
con aquellos que han sido largamente descortezados, pulimentados y
digeridos, que se modifique al ir avanzando, para encontrarse apto
para el estudio de las realidades excepcionales, que no se contente
con reducir las dificultades a un común denominador, que no
esté ahí para hacer entrar el acontecimiento en el orden
preestablecido, sino que sepa tomar la cabeza del acontecimiento,
un realismo que ayude a cambiar el mundo, un realismo no para tranquilizarnos
sino para despertarnos, y que, a veces, por eso mismo nos molesta.
Un realismo semejante no puede existir más que por una perpetua
confrontación de la teoría y la práctica, se
alimenta de la novedad, es un pionero de la realidad y no su registrador
automático, después que a ésta se le ha sacudido
bien el polvo" (Louis Aragón. Discurso de Praga).
(17) Rossana Rossanda, "El
Debate cultural en la Unión Soviética y las funciones
del partido". Traducido de la revista italiana Rinascita, N'
13, 23 de marzo de 1963, por Luis Bocaz para la revista Aurora.