Reeditan "La pieza oscura", de Enrique Lihn:
Años
de formación
Por
Felipe Cussen
Artes y Letras de El Mercurio, Domingo
10 de julio 2005
Gracias a esta tercera edición de "La
pieza oscura", bajo Ediciones Universidad Diego Portales, podemos
comprobar que estos poemas dedicados a sus padres siguen aleteando
su ahogo con la misma fuerza.
Tres años después de la primera edición
de La pieza oscura (publicado por Editorial Universitaria,
1963), Enrique Lihn relataba a Ariel Dorfman los efectos de
su lectura pública en una universidad católica: el rector
le había reprochado que, a pesar de los méritos estéticos,
desgraciadamente se traslucía
lo que llamó "el depravado mundo de las costumbres sexuales
infantiles".
Esta opinión no le sorprendía al poeta, pues precisamente
su intención había sido mostrar una mirada poco complaciente
a los años de formación, que lejos de representar un
paraíso perdido se ofrecían como una época de
resistencia frente a restricciones e incomprensiones. El treintañero
que era entonces veía en su propia infancia el inicio de una
incomodidad que, sabemos, se tornaría definitiva. Gracias a
esta tercera edición bajo Ediciones Universidad Diego Portales
(la segunda apareció en 1984 en Madrid, con prólogo
de Waldo Rojas), podemos comprobar que estos poemas dedicados a sus
padres siguen aleteando su ahogo con la misma fuerza.
Sintaxis
barroca
Además de la perturbadora fotografía de portada en
que Lihn se asoma a una ventana para mirar directamente al lector,
esta nueva versión incluye como novedad un prólogo del
poeta Kurt Folch, quien comienza por evaluar la desproporción
entre el escaso eco crítico tras su aparición y la influencia
decisiva que este libro ha tenido en las décadas posteriores.
En efecto, para muchos (incluido el propio autor), éste es
en rigor su primer libro. Tras las recopilaciones más bien
irregulares de Nada se escurre y Poemas de este tiempo y
otro, es aquí donde comienza a perfilar su voz y se atreve
a pisar con decisión el fangoso territorio de la memoria y
el deseo para intentar establecer, en palabras de Folch, "una
línea de resistencia a favor de la lucidez". Ésta
es la voluntad que se perpetuará en otros volúmenes
dedicados a explorar con valentía las fracturas de la identidad
ante el viaje, el amor y la muerte, aún a riesgo de que su
dictado se enrede en su característica sintaxis barroca. Jorge
Elliott, en el prólogo original también incluido en
esta reedición, recalcaba que lo que podría parecer
imprecisión denotativa no era más que la consecuencia
de un proceso de adecuación expresiva: "se crea un combate
dialéctico de imagen y sentir".
Repeticiones
Dicho proceso es expuesto a los ojos del lector, ya que el poeta
cuestiona obsesivamente las cualidades del lenguaje mediante la repetición,
como si de ese modo pudiera desactivar ciertas construcciones fosilizadas:
"No hay alegría que te alegre tanto"; "ya no
puedes luchar / a muerte con
la muerte"; "vives de lo que ganas, ganas lo que mereces,
mereces lo que vives".
Éstas y otras reiteraciones (que recuerdan los versos iniciales
del póstumo Diario de muerte: "Nada tiene que ver
el dolor con el dolor") le permiten abrir una brecha entre los
dobles o triples significados que muchas veces se asumen idénticos
y alejarse de la obviedad de las frases hechas que su formación
antipoética ya le había enseñado a trastocar.
Por eso, cuando en un contexto tan cargado de sospechas se admite
la inclusión de sentencias inocentes y prosaicas como: "No
hay nada más difícil que olvidar", éstas
cobran una rara novedad y fomentan la inestabilidad de una arquitectura
que rehúye las reflexiones lineales y que sólo pareciera
resolverse en contradicciones: "En esta lucha la perdedora es
la vida, la triunfadora es la vida".
Su extremada autoconciencia le permite igualmente mofarse de la figuración
literaria, y él mismo va dando algunas claves de lectura ("la
vieja rueda -símbolo de la vida") que pronto revierte
("la vida - símbolo de la rueda"). La desconfianza,
fuerza motriz que alimentará la mayoría de sus versos,
es la llave oxidada con la cual intenta acceder a los secretos de
los vocablos, que traicionan a sus tristes dueños tanto como
lo hace el propio silencio:
"Las palabras que callo cambiarán de sentido".
Poema
inicial
Es posible ligar la ilusión y frustración de estos
tanteos lingüísticos con los quiebres producidos por el
temprano aprendizaje sexual que espantaba al mentado rector, pues
en ambos casos se trata de un proceso mediante el cual se conocen
los límites y los efectos de su voluntaria o involuntaria vulneración.
El poema inicial, que titula el libro (y en torno al cual se aglutinan
la mayoría de las demás composiciones) es el más
claro ejemplo. Mediante una excelente trabazón de las imágenes
y un ritmo cada vez más vertiginoso, el inocente juego de la
pieza oscura da paso a a una lucha entre primos y primas que sonrojados
descubren las reglas de un nuevo juego y vislumbran por un segundo
sus rostros futuros ("como si hubiera envejecido de golpe")
hasta que un adulto prende la luz. Aunque la escena retoma su mueca
de normalidad, el sabor persiste en los recuerdos del hablante que
sigue siendo en parte ese niño "que cae de rodillas /
dulcemente abrumado de imposibles presagios". La sensación
de desamparo frente a lo desconocido reaparece en "Invernadero",
donde el miedo a ser abandonado se mezcla con la angustia adulta:
"¿qué será de nosotros ahora?". La
fusión de tiempos es, como se observa, una constante en este
libro, fruto de una conciencia a la deriva que continuamente establece
retrospecciones y proyecciones del curso vital. Un buen ejemplo es
el "Monólogo del padre con su hijo de meses", cuyo
recorrido se duplica inversamente en el "Monólogo del
viejo con la muerte". La conclusión, sin embargo, es igualmente
desoladora en ambos casos, pues la dimensión temporal no pasaría
de ser una ilusión de la postergación de la muerte:
"tenemos / todo el tiempo del tiempo por delante / para ser el
vacío que somos en el fondo". A ese precipicio también
se asoma en las elegías dedicadas a Gabriela Mistral y Carlos
de Rokha, pero justo cuando recuerda a su amigo es que surge la reivindicación
de la escritura poética, aunque sea a modo de ilusión:
"Si la vida no es más que una locura / lo que importa
son los sueños y aun el delirio, la mentira piadosa de las
palabras en libertad arrojadas / al millar de los vientos nocturnos".
Reconocemos aquí al autor de "Porque escribí",
que en sus entrevistas con Pedro Lastra defendía la posibilidad
de la poesía "como un modo de enmendar la existencia,
produciéndola en otro plano". Al operar de igual modo
que la memoria, necesita paradójicamente al tiempo como la
justificación de su sentido: la imposibilidad de reconstruir
el pasado le otorga, como coincide Folch, la precaria esperanza de
"una revelación tardía, tan decisiva como irrecuperable,
sólo visible a través del lenguaje".
Lihn escribió guiado por la convicción de que para
poder dar cuenta de la fugacidad, primero era necesario conocer cada
una de las palabras de las que está hecha. Y cumplió
su tarea asumiendo las obligaciones de un oficio reconocidamente mínimo:
"No hemos nacido para el canto sino para el acopio / de las palabras
en el rechinar de los dientes". Sin aspavientos, en estos poemas
apenas emite, como bien dice Elliott, un murmullo subterráneo,
"un sobresalto como el rumor que anuncia un temblor y que pasa
sin destruir nada". Y quizás es cierto que la poesía
de Lihn no ha destruido nada. Pero también es cierto que sus
réplicas continúan sintiéndose, en especial desde
La pieza oscura, que el poeta insistía en colocar al
centro de las discusiones sobre su obra. Desde los recuerdos de una
edad en la que todo pareciera definirse sin apelación, estos
poemas siguen, entonces, estremeciéndonos e invitándonos
a perder una vez más la inocencia.
Enrique Lihn
La pieza oscura.
Santiago, 2005.
Ediciones Universidad Diego Portales.
68 páginas.