Ha llevado
sus versos en mapudungun a Medellín, Estocolmo, Europa entera.
Da cátedra en universidades. Gana premios. Está por publicar un
libro-arte ilustrado por el fallecido Santos Chávez. Y todavía
no se convence de su éxito. Prefiere refugiarse en sus tierras,
en la precordillera de Temuco, como cualquier mapuche apegado a
sus raíces. Aferrándose al silencio.
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por Marcela
Escobar
El
espíritu de Elicura Chihuailaf tiene un color definido. Es de un azul
profundo, el mismo que luce la casa de sus padres. El mismo que viste
con un ligero brillo sus cabellos negrísimos. El espíritu de Elicura es
azul porque sus antepasados le enseñaron que el alma mapuche provenía de
ese color. Que desde el Oriente había viajado para instalarse en el
corazón mapuche. Y que cuando muera, esa energía azulada abandonará su
cuerpo para viajar, primero al poniente, donde está el país de los
recientemente fallecidos, y luego de regreso al punto de partida.
Completando el ciclo.
Relatos
como este llenaron la infancia de Elicura Chihuailaf, el más prolífico y
vigente de los escritores mapuches. Un poeta sin otra opción que hablar
de su tierra, de sus árboles, del fogón al que se arrimaba en su
infancia junto a sus cuatro hermanos y sus padres, en la comunidad
mapuche e Quechurehue. "Cinco lugares de la pureza", así se llaman estas
tierras ubicadas en la precordillera de la IX Región, más allá del
pueblo de Cunco, que tiene a Elicura como hijo ilustre y al padre de
este, un ex regidor de la zona, en el nombre de una de sus calles
principales.
Todo un
prócer para la cultura indígena. Elicura Chihuailaf Nahuelpan carga
sobre sí sus recuerdos y el significado de su nombre, "piedra
transparente" en mapudungun. Tiene casi medio siglo de vida y los años
no se le notan en ese rostro alargado. Sus ojos tristones, tímidos, se
iluminan cuando llega a la casa e Quechurehue, donde todavía viven sus
padres y que es su refugio y su destino. Allí se escapa cada fin de
semana; hasta allí llega, con alguno de sus cuatro hijos o solo, después
de cada viaje. Como ese que a principios de este mes lo llevó a
Medellín, al Festival Internacional de Poesía que juntó a más de un
centenar de vates de todo el mundo. "Guardando las proporciones,era como
estar en el Festival de Viña", dice Elicura, deshaciendose en
agradecimientos por la calidez del pueblo colombiano. Fue el último de
una seguidilla de viajes que lo llevaron a interrumpir sus clases en la
Universidad Mayor de Temuco, donde les habla de poesía a alumnos de
arquitectura y sicología. La muestra de un éxito que a él no le gusta
reconocer, porque no se acostumbra a los premios, ni a este ir y venir
por todas las latitudes.
... - De
pronto algunos pares sienten que este andar por el mundo se lo merecen
más ellos. Y yo también pienso así. Para mí es un sacrificio, por mí yo
estaría aquí, siempre, haciendo la huerta con mi mamá, arrastrando las
manzanas cuesta arriba de la quinta. Y sin embargo me empieza a tocar
esto de salir, y yo sufro hasta hoy. Claro, cuando uno llega al lugar la
cordialidad de la gente te hace gozar, pero llegas a la soledad del
hotel, piensas qué hago acá tan lejos, quisiera estar con Gonzalito, con
las niñas, con mi mamá y mi papá, tomando mate. No lo asumo. No me ha
camiado la vida, me sigo emocionando con las cosas de siempre; de solo
pensar en este lugar me viene una nostalgia...
Fue en
1989 cuando hizo su primer viaje fuera de Chile, a Estocolmo. La primera
vez que abandonó, por demasiados días para él, esos cinco lugares de la
pureza que se juntan en Quechurehue. Un sitio que después de la lluvia
resulta bello. Por sus riachuelos sin destino claro, o por esos castaños
que soportan estoicos la última ventolera que vino desde Argentina. O
por las bandurrias, las aves favoritas de Elicura. Eso, y el río
Allipén, que le sigue hablando al poeta de distintas formas, para
anunciarle días buenos o días malos.
Parte
de los hermanos Chihuailaf junto a sus padres, Laura y
Carlos.
Elicura es el menor de todos, sentado a la
izquierda
EXTRAÑO EN LA
CIUDAD
Para
cuando nació Elicura, en 1952, esa casa todavía tenía dos pisos. Una
gran cocina que oficiaba al mismo tiempo como una ruca, reunía junto al
fogón a los cinco hermanos Chihuailaf y a los padres, Carlos y Laura. La
pareja se había conocido en Temuco, cuando eran unos estudiantes
mapuches que apenas mascullaban el castellano. Eso los incentivó para
criar a sus hijos en ambas lenguas. La inquietud ya estaba en los
abuelos de Elicura. Mientras la abuela Rosinda ejercía con ternura la
paciencia y la sabiduría de las hierbas medicinales, el abuelo Juan era
el lonko de la comunidad y, por añadidura, dueño de la palabra. El poeta
lo recuerda así:
... -A mi
abuelo le gustaba mucho hablarnos, especialmente a mí y a mi hermano,
qué éramos los menores. Nos invitaba a fumar con él, se hacía su tabaco,
su cachimba. Yo pensaba ingenuamente que era cmo un astrónomo, porque le
gustaba mucho mirar el cielo y se sabía los nombres de las estrellas en
mapudungun. Mientras nos convidaba de su cachimba, nos decía que había
que aprender a hablar bien el castellano. Porque por no sabero bien, él
había perdido tierras.
Así es
que los Chihuailaf lo aprendieron. Sus padres, ya de regreso a su
comunidad, empezaron a hacer clases en una pequeña escuela del sector, y
Elicura, igual que sus hermanos, partió a estudiar. Primero, a una
escuela en el pueblo de Cunco, a menos de una hora de Temuco. Y ahí
comenzó el destierro, el exilio de la ciudad, como él lo llama.
"Perdimos un tiempo nuestra lengua. Habíamos sido enviados a la ciudad,
estábamos lejos de los abuelos, y en el pueblo no había con quién
hablarla", dice, pero se apresura en precisar que luego recuperó ese
lenguaje casi nasal que él ha puesto por escrito y del que se
enorgullece cada vez que lo invitan a leer sus poemas. Elicura
Chihuailaf es mapuche y no lo esconde, por lo que sus declamaciones
siempre son en castellno y en mapudungun.
Aunque
con sus hermanos vivía en una casa con patio y Cunco no es una
metrópolis gigantesca, Elicura seguía extrañando su bosque, sus
cabalgatas en días de invierno, el arreo de las ovejas. Todavía lo
extraña, mientras se mira las manos y busca el calor del fogón de la
casa de sus padres: "Éramos campesinos, mapuches, viviendo el mundo que
nos sigue habitando. A mí me conmueve pensar siempre en esos días.
Salíamos con toda ibertad y con la ternura que nos daba la familia.
Tuvimos la suerte de tener conciencia de que éramos parte de un mundo
aún bello".
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Ya entonces sufría
de unas jaquecas insoportables, que lo dejaban medio tiso, medio
inconsciente. Laura, su madre, echaba mano a todas las hierbas que
conocía. Así Elicura supo del efecto sanador de estas hojas que la madre
le aplicaba en friegas, o con las que le envolvía la cabeza o cubría el
estómago. Pero nada sirvió para que se le quitara la sensación de exilio
que tuvo cuando pisó la ciudad. A Temuco llegó a los 14 años, interno al
Liceo de Hombres. Ni siquiera ahora ha dejado de sentirse un
paria:
... -
Cuando llegué al exilio de la ciudad, lo hice hablando perfecto
castellano. Los exiliados podrán entenderme: uno nunca aprende a
decodificar totalmente la otra sociedad. Uno nace en un lugar y eso es
lo que lo habita. Desde esa perspectiva ve todas las cosas. Por eso,
todavía paso la mayor parte del tiempo aquí, en el campo. Pero no puedo
escribir acá. Están mis papás, con ellos comparto la conversción.
También el silencio. En la ciudad, la gente cree que siempre hay que
estar hablando. A veces mateamos. Y nos miramos.
OTOÑO, DENTRO Y
FUERA
Fue la
soledad la que lo impulsó a escribir. También el otoño, una época con la
que siente una especial identificación, que es parte suyo como lo es
-así le dijeron sus abuelos- todo el infinito. Esa estación lo recibió
en Temuco. La avenida Balmaceda, llenísima de nogales en todo su
esplendor, lo remitieron a su casa en el campo y a los castaños. La
nostagia por su tierra lo invadía y pese a que había otros mapuches
entre los trescientos internos del liceo, no sentía por ellos una gran
amistad. "Había muchas cosas que quería decirle a un amigo", recuerda y
sigue: "Mis amigos, en su mayoría, eran chilenos. Sentía que si les
contaba lo que estaba sintiendo iba a quedar en ridículo. No iban a
entender eso de echar de menos el fogón, echar de menos los cantos de
mis tías, los cuentos de mis abuelos. Sentí que no podía hablar con
nadie, y de pronto me encontré escribiendo en un papel. Y ahí comenzó.
Fue una conversación conmigo mismo, y hasta el día de hoy mi escritura,
mi poesía, sigue siendo una conversación conmigo mismo".
Nunca fue
consciente de que lo que estaba escribiendo podría llegar a más
personas. Ni un minuto pensó en escribir un libro, algo que no sentía
parte suyo. Lo suyo es la oralidad, y por eso Elicura no se denomina
escritor ni un literato. Él es un oralitor. Lo explica así: "Soy
alguien que está en la escritura, pero al lado de la oralidad,
respetando además el pensamiento que me sostiene, que es el pensamiento
de mi gente". Sus textos -cuatro de poemas, un ensayo, y una antología
con versos de Neruda en mapudungun- habitan en su corazón, como él
describe. Dice que entra en un sueño. Un sueño donde vive y da vueltas.
Cuando sabe que su obra oral está lista, se sienta en su escritorio y en
dos meses escribe un libro.
Pero eso
es ahora. Cuando estaba en el internado de Temuco ni imaginaba que la
poesía que escribía para desahogarse lo llevaría a dar vueltas por el
mundo. Que le daría premios y por ende, le serviría para ganarse la
vida. Tan así era su desvinculación con la literatura que nunca fue un
gran lector de lírica. Prefería la narrativa, incluso ahora, que está
embelesado con los textos de Italo Calvino. En ese entonces leía a los
narradores chilenos y a Orwell, mientras pensaba qué estudair. Su gusto
por la filosofía y el teatro era lo único que lo vinculaba con ese lado
artístico que cultivaba en su intimidad. Pero se decidió por la
obstetricia, carrera que terminó, pero que nunca ha ejercido. Durante
uno de sus últimos años de estudio, un compañero curioso encontró unos
papeles que Elicura dejó descuidadamente en un apuro por no llegar
atrasado a clases. Y ahí nació el poeta. Sus amigos de universidad lo
encararon, le preguntaron cosas, que de dónde habían salido esos versos
de amor. Porque eran versos de amor los primeros textos e Elicura
Chihuailaf que vieron la luz. Fueron publicados en forma artesanal bajo
el título El invierno y su imagen. Era 1977. Más de diez años
tuvieron que pasar para que En el país de la memoria, su segunda
obra, fuera publicada, también en formato independiente. Su poesía
empezaba a ser leída en el extranjero, llevada a las revistas europeas
por exiliados políticos. Todavía estaba en el circuito de bajo perfil,
el mismo que permite que la Editorial Alternativa de Santiago publique
una reunión d poemas de su primer ibro con otros recientes. Apareció
El invierno, su imagen y otros poemas azules.
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Los padres de
Elicura, fotografiados en junio de 2001, Laura sigue cultivando su
huerta y sus plantas medicinales
Carlos, ex regidor y "dueño de la
palabra", sigue siendo el lider natural del clan
La
marginalidad pronto quedaría atrás. Elicura ya había sido invitado a
festivales internacionales, y en 1994 gana por primera vez un premio del
Consejo Nacional del Libro, por la mejor obra literaria inédita de
poesía. Los editores lo tienen en la mira, y recibe ofrecimientos varios
para publicar. Elige a Editorial Universitaria. Nace De sueños azules
y contrasueños, una obra cargada de referencias a su tierra: "La
nostalgia es la luna menguante / alumbrada desde la llovizna / Los
espíritus que me visitan / me señalan nubes / como almas trazadas en el
cielo..."
En medio
de poemas y el reconocimiento dentro y fuera de Chile, Elicura se casa
con Olga Quilaqueo, con quien tuvo a sus cuatro hijos, tres niñas y el
pequeño Gonzalo, de 5 años. La pareja se ha dedicado a trabajar la
tierra, igual que sus padres y sus abuelos. Los premios recibidos por el
poeta -en 1999, el Consejo Nacional del Libro vuelve a premiarlo, esta
vez por su ensayo Recado confidencial a los chilenos- han servido
para pagar las cuentas, vivir sencilla pero dignamente, y financiar la
universidad de las dos hijas mayores. Nada de lujos. Nada de estruendos.
Por eso no es una máquina de escribir libros, aunque tenga en carpeta
uno para Pehuén -sobre oralitura indígena latino-americana- y
otro para Lom -un libro-arte ilustrado con grabados y acuarelas de
Santos Chávez, su gran amigo.
Se toma
su tiempo para todo. Para hablar. Para tomarse un café. Para los
recuerdos que lo remiten siempre al fogón de su casa. Donde toda su
familia se juntaba para cantar las poesías de la tía Jacinta. "Y el
hombre que decía su poesía o su relato, después igual tenía que partir
la leña, entrar las ovejas, traer el agua del estero. Se agradecían esos
momentos hermoos. Solo eso. No había focos para ellos", diec el poeta. A
él tampoco lo iluminan los focos que otros escritores persiguen.
Prefiere su campo, la poesía íntima, las personas que se le acercan de a
poco a agradecerle sus versos. Y él sonríe, agradecido a su vez, por ese
oficio que no buscó, aunque lo ha convertido en gran nombre de la
literatura de hoy. Sonríe y agradece, sin soberbia ni
aspavientos.
en El Sábado de El Mercurio, 30
de junio de 2001
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