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A partir de Manhattan

Por Antonio Díaz Oliva
Publicado en Hypermediamagazine.com, 16 de enero de 2020




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El año era 1978 y Enrique Lihn caminaba por las calles de Manhattan. En ese entonces Nueva York era una ciudad en decadencia, con sucias calles llenas de borrachos tirados, drogadictos en las esquinas y asaltos a las seis de la tarde.

Al poeta chileno, en todo caso, esa sordidez urbana lo inspiraba: “Si el paraíso terrenal fuera así”, escribió de aquel viaje, “el infierno sería preferible”.

Un año antes de la visita del poeta, Martin Scorsese había inmortalizado esa ciudad decadente en Taxi Driver, película sobre Travis Bickle, un taxista y veterano de la guerra de Vietnam que desciende psicológicamente. Hasta volverse loco y violento. 

“Por la noche salen bichos de todas clases: furcias, macarras, maleantes, maricas, lesbianas, drogadictos, traficantes de droga… tipos raros”, dice Bickle sobre la Nueva York setentera. “Algún día llegará una verdadera lluvia que limpiará las calles de esta escoria”.

Hay algo en común entre la figura de Bickle caminado bajo las luces de neón y  A partir de Manhattan, el libro que resultó del paso de Lihn por Nueva York. Tanto en la película como en el poemario estamos frente a un hombre inmerso, como decía Federico García Lorca (ese otro poeta que escribió sobre esta ciudad), en esa “angustia imperfecta de Nueva York”.

A partir de Manhattan  se publicó por ediciones Ganymedes (Valparaíso) en octubre de 1979. El tiraje inicial fue de 5.000 ejemplares. Tanto en la portada como en la biografía se muestra la foto de un Enrique Lihn de 50 años con lentes, bufanda y un sombrero de copa. En su cara hay un rictus serio, aunque a la vez no demasiado serio, sino tal vez una parodia de la seriedad. 

Esa misma seriedad que Lihn le criticó a Pablo Neruda por su “carácter complaciente consigo mismo y falto de sentido autocrítico”.

Nacido en 1929, el entonces poeta, narrador y ensayista trabajaba como profesor-investigador en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. Hacia fines de los setenta, libros suyos habían sido traducidos al francés y al inglés. Y su faceta cómica, o paródica, también circulaba: ya fuera por la publicación de  Batman en Chile, una novela sobre un Batman financiado por la CIA que llega a Chile para detener el gobierno de la UP (la novela se publicó apenas un par de meses antes del golpe de estado), o por sus performances de la mano de Gerardo de Pompier: su otro yo, un caballero afrancesado, caduco y anquilosado.

Fue con ese bagaje biográfico, así como bibliográfico, con que Lihn parte a Nueva York, escribe y luego publica  A partir de Manhattan  (el cual pide a gritos una reedición deluxe, ojalá con fotos y material adicional). 

A partir de Manhattan es un libro que hoy se puede leer como la angustia de un poeta quien constantemente piensa en lo que a dejado atrás: Chile. 

Y en este caso, además, el Chile en dictadura.

“Traté de instalarme afuera, pero nunca pude. Siempre me he quedado con la incertidumbre de qué hubiera pasado si me hubiera ido, porque muchos escritores de mi generación lo hicieron”, le dijo Lihn al periodista Juan Andrés Piña. “Yo he viajado, pero nunca me quedé. A pesar de que no existió ese exilio formal, pienso que los escritores hispanoamericanos vivimos en un exilio interior”.

En A partir de Manhattan Lihn relata su contacto con Nueva York a través de una serie de poemas. Hay versos sobre el metro, las catedrales, los museos, los mendigos y las multitudes que no hacen más que vomitar más y más gente.

Eso sí: no todos los poemas que Lihn escribió “a partir de Manhattan” son sobre Nueva York, lo que por momentos hace que este libro se convierta en un volumen de crónicas de viajes. 

Así, en A partir de Manhattan hay paseos por San Francisco, Texas, Madrid y Barcelona… Paseos en que Lihn explora el paisaje tanto como la mirada y el lenguaje. Ahí está, por ejemplo, “Nada que ver en la mirada”: “Un mundo de voyeurs sabe que la mirada / es sólo un escenario / donde el espectador se mira en sus fantasmas”.

O “Edward Hopper”, donde le rinde homenaje al pintor estadounidense: “Eso pintó Edward Hopper / un mundo de cosas frías / y rígidos encuentros entre maniquíes vivientes (…) / eso pintó: un camino sin principio ni fin / una calle de Manhattan entre este mundo y el otro”.

Pero claro: antes que todo y nada, A partir de Manhattan  es un libro tenso. Un poemario sobre la tensión entre salir de Chile o quedarse y morirse en este. Así lo pone el mismo Lihn en “Nunca salí del horroroso Chile”, uno de sus poemas más conocidos:

“Nunca salí del horroroso Chile / mis viajes que no son imaginarios / tardíos sí —momentos de un momento— / no me desarraigaron del eriazo / remoto y presuntuoso / Nunca salí del habla que el Liceo Alemán / me infligió en sus dos patios como en un regimiento / mordiendo en ella el polvo de un exilio imposible. / Otras lenguas me inspiran un sagrado rencor: / el miedo de perder con la lengua materna / toda la realidad. Nunca salí de nada”.

“¿Merecimos los chilenos tener a Lihn?”, escribió Roberto Bolaño en una de sus columnas, publicada en el pasquín populista Las Últimas Noticias. “Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos”.

A su regreso de Nueva York Lihn celebró cincuenta años. Y luego de la publicación de A partir de Manhattan  volvería varias veces a Estados Unidos como profesor visitante en distintas universidades. También realizaría performances en Santiago: el  happening Adiós a Tarzán, como una parodia a la dictadura, y la lectura de El Paseo Ahumada en esa misma calle y con un megáfono, lo cual le valdría un breve arresto policial.

Nunca saldría del horroroso Chile de Pinochet: el 10 de julio de 1988  —diez años después de su viaje a Nueva York—, Enrique Lihn moriría de cáncer de pulmón. Apenas tres meses antes que el NO ganara el plebiscito.

Ese mismo 1978, mientras Lihn flaneaba por Manhattan, Manuel Puig también daba vueltas (y se iba de fiestas) por la isla neoyorquina. El autor argentino, quien ya tenía tras de sí  El beso de la mujer araña, se quejaba de lo insular que significaba ser un autor latinoamericano en tierra anglo: 

“¿Y qué es fracasar en Nueva York? No poder comprar todo lo que la publicidad impone con arte insuperado”.

No era el primero ni el último: por esos mismos años Reinaldo Arenas llegaría a Nueva York y de hecho moriría ahí mismo, culpa del sida. “Manhattan es una de las pocas ciudades del mundo donde resulta imposible arraigarse a un recuerdo o tener un pasado”, escribió el cubano. “En un sitio donde todo está en constante derrumbe y remodelación, ¿qué se puede recordar?”

Tanto Puig como Arenas son dos escritores latinoamericanos que, a diferencia de Lihn, sí salieron de sus horrorosos países. Y cayeron en Nueva York, una ciudad llena de latinos y culturalmente efervescente, sí; pero en la cual, en medio de multitudes de gente, la soledad y el aislamiento se intensifican.

Un tercer caso es Néstor Sánchez, escritor y traductor argentino, quien también vivió en Nueva York durante los setenta. Fue ahí, de hecho, donde Sánchez desapareció. Por lo menos para sus amigos, familia y el mundo literario.

En Nueva York, Sánchez se convirtió en un vagabundo que escribía con la mano izquierda, que se hacía el loco para que la policía no lo molestara y que sobrevivía con lo mínimo. “Aprendí a subsistir con dos dólares por día”, contaría más tarde, en una entrevista a su regreso a Argentina, “durmiendo en cualquier sitio y haciendo dinero mínimo para mis gastos de cualquier manera”.

Antes de Nueva York, Sánchez vivió en Europa: Italia, Francia y Barcelona. Eran los setenta, la época del Boom, de los Donoso, Vargas Llosa, García Márquez y Fuentes. El Boom era un grupo, o una idea marketera, que a Sánchez le cargaba, pero que también le daba de comer. Fue su amigo Julio Cortázar quien lo recomendó con sus publicaciones, así como lo ayudó a encontrar trabajos. Y la agente literaria Carmen Balcells, acaso la ideadora del Boom, también lo amadrinó.

Nacido en 1935, en Buenos Aires, a Néstor Sánchez se le conoce como unos de los autores menos expuestos y tal vez más anómalos de América Latina. Entre 1966 y 1988 publicó cinco libros: cuatro novelas (Nosotros dos; Siberia blues; El amhor, los Orsinis y la Muerte; y Cómico de la lengua) y uno de cuentos (La condición efímera). Son obras extravagantes y ricas en su lenguaje. Difíciles, claro, ya que la obra de Sánchez busca a propósito revolcarse en lo difícil.

En los libros de Sánchez se nota la influencia del jazz, de lo esotérico (fue un seguidor intermitente de Gurdjieff), así como de los beats, especialmente de Jack Kerouac y su staccato escritural. De alguna forma, para Sánchez la literatura siempre se quedaba corta. No era un artesano de historias, sino de palabras, frases, incluso murmullos.

Así comienza el relato “Diario de Manhattan”: 

“La elocuencia íntima sobradamente íntima de un año que termina en la vicisitud constante entre comprensión o penumbra”.

Es un relato (mas no un cuento) sobre un narrador que vagabundea alrededor de la isla de Manhattan:

“Aparecer en esta isla, recorrerla incluso en sus gangrenas, es como adjudicarle verosimilitud: a veces, sin embargo, se parece demasiado a una metáfora de toda humanidad que decae degradándose; otras, un museo perfecto de hasta el último pormenor de lo que no debe hacerse”.

“Siempre tuve la intención de dedicarme al cine, pero en este país era una aventura muy difícil”, le diría tiempo después a Página 12. “En París hice una adaptación cinematográfica de mi novela El amhor, los Orsinis y la Muerte, que le acerqué a François Truffaut. Y el me contestó que era un excelente guión para escribir una novela”.

A sus 33 años, Sánchez se fue de Argentina con una beca. Pasó de Iowa a Nueva York y Nueva Orleans, de allí a Caracas, luego a Barcelona, después a París, y volvió a Nueva York, con paradas en San Francisco y Los Ángeles.

Si bien viajero, Sánchez era un escritor comprometido con su soledad. O con su solipsismo: de a poco dejó de hablar con su hijo, Carlos, quien actualmente es el encargado de republicar la obra de su padre.

En 1986 Carlos Sánchez recibió una postal desde Los Ángeles. Eran unas pocas líneas de su padre, de quien no sabía nada hace tiempo. Carlos le respondió: le dijo que quería abrazarlo.

Y de esta forma, a su vez, contestó su padre: “El abrazo sirve para arrugarse la ropa”.

Le mandó dinero y lo fue a buscar al aeropuerto: Néstor Sánchez traía consigo un bolsito. Apenas un cepillo de dientes y otras escasas pertenencias. Nada más. Habían sido 18 años en el extranjero.

De a poco el autor argentino se volvió una figura velada, de culto podría decirse, aunque claro: la categoría “de culto” es siempre injusta. Y, además, más que un autor de culto, Sánchez se volvió un autor oculto: durante esos 18 años muchos lo habían pensado muerto. 

Bolaño y García Porta, en Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, lo imaginan como un fantasma de las letras latinoamericanas: “¿Era Néstor Sánchez el que tocaba el saxo aquella noche en un café cantante en Ámsterdam?“, se preguntan y luego agregan: “El perdido, el desaparecido no se sabe si por causas políticas o por propia voluntad; finalmente, el músico que da muerte piadosa al escritor”.

Otro es Enrique Vila-Matas, quien escribió que la novela Nosotros dos “fue un libro decisivo para mí; tenía la cadencia del tango y de hecho resultaba muy parecido a un tango”.

“Me quedé sin épica”, dijo Sánchez, años más tarde, a su regresó a Argentina, cuando le preguntaban por qué había dejado de escribir. Aquellas palabras aparecerían en Cerdos & Peces (la revista de Enrique Symns) en mayo de 1987. Fue gracias a esta entrevista que una nueva generación de lectores, aquella que justamente miraba al Boom con sospecha, prestó atención a la obra de Sánchez, quien aseguraba que “para ser lumpen hay que tener conducta”.

Desde entonces, los libros de Sánchez se han reeditado y su escritura ha sido redescubierta, así como su vida: en 2015 se estrenó el documental Se acabó la épica, de Matilde Michanie; por su parte el argentino Osvaldo Baigorria escribió la semblanza Sobre Sánchez; y el año que viene el mexicano Jorge Antolín publicará una biografía.

Puede que “Diario de Manhattan” sea la mejor introducción a la obra de Néstor Sánchez. Es un relato que, como dice su título, más bien se lee como una bitácora: la de alguien que se invisibiliza. Un narrador, como le sucedió a Néstor Sánchez, que recorre una ciudad tan llena de gente y luces que eventualmente deshumaniza todo a su alrededor:

“La caravana incesante de los puentes que colma cada mañana la ciudad; la caravana desvariada que la vacía cada tarde con dos luces de frente, hacia los relámpagos sonoros del televisor. Cinco días de flujo y reflujo multitudinario en cuatro ruedas, acaso con el único motivo no del todo explícito de consumir petróleo en gran escala. El planeta, fatalidad en sí mismo, requiere ser vaciado, a su edad, del líquido negro”.

Más que como otro autor “vanguardista” (aquel término manoseado por sosos académicos y escritores cortos de imaginación), hay que leer los libros de Sánchez como un grito primario. Su vida y obra son un recordatorio de lo efímero que significa estar vivo. 

Que la historia de la literatura es siempre ingrata, porque son pocos los autores y autoras que sobreviven el paso del tiempo. Porque la condición efímera, mejor no olvidarlo, es lo mismo que la condición humana.

 

 


De la antología Escritorxs salvajes. 37 Hispanic Writers in the United States.
Editorial Hypermedia, 2019), de Hernán Vera Álvarez(ed.).

 



 

 

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