La palabra, el silencio y la noche
(La poesía de Enrique Lihn)
Por Adolfo Vera Peñaloza Universidad de Valparaíso
Leído en el Congreso Saber y Poder
Publicado en Ho Legon. Revista de Filosofía de los estudiantes de la PUCV
"y es la palabra, espejo del silencio, y
la noche, el fruto del día, su adorable
secreto revelado por fin”.
E. Lihn, Celeste hija de la Tierra.
Todo discurso, ha dicho Lihn, está amenazado, desde dentro de él mismo, por su silencio. Lo que Celan llamaba la “implacable tendencia al enmudecimiento” es el centro mismo del funcionar del discurso— del poético en particular. El texto surge como una huida— de su enmudecer, de su callamiento impredecible más innegable, del silencio negro que lo corroe y constituye, creándolo y haciéndolo sucumbir, afirmándolo y negándolo a la vez.
Las palabras son la codificación, la clasificación, del silencio. La palabra es voz porque calla al callar —enmudecimiento del enmudecer: cada palabra es una máscara que intenta disimular el estallido del silencio —estallido que sin embargo es incontenible, que se produce y crea la significación. La palabra está roída por su contrario, por su negación: el silencio. El texto (poético) se realiza y existe como devenir dialéctico entre Io que es (voz, palabra) y lo que no es (silencio, callamiento) —movilidad, inestabilidad perpetua que amenaza siempre al discurso con hacerlo sucumbir. El texto existe débilmente, precariamente, a la fuerza, siempre latente en su posibilidad de derrumbarse.
Por esto la poesía es siempre una “tendencia al enmudecimiento”. Su diferencia con la prosa radica en que hace de su imposibilidad (el silencio, el vacío que la amenaza) su mayor posibilidad. Como la música, no puede existir sin el fondo de nada de la que surge, como un mordisco o un pellizcón de ella. La poesía es siempre la constatación de su fracaso —su mayor orgullo es su derrota: su existencia es un robo a su negación.
Ahora bien, esa amenaza siempre latente al ser del discurso, no —ser monstruoso que todo lo devora y que, benigno, permite su existencia— a cambio de que ella sea la constatación perpetua de su mendicidad —es la “noche”. El silencio y la noche son lo mismo— la certeza, puesta en evidencia por Hegel, de que la negatividad es piedra fundadora de "lo que hay". El silencio es el reverso fundador de la voz, tal como la noche lo es del día. La noche es la amenaza radical, fundacional, de la ( in) estabilidad del discurso, la (no) perdurabilidad de todo sistema; negación del conocimiento, es la ignorancia de la cual venimos y hacia la cual vamos. Es la herida de la cual ha nacido el ser, el grito mudo del que la vida es un reflejo deformado. La poesía, el arte, es el ahondamiento en tal herida, la puesta en palabra de tal grito. Dice Georges Bataille:
“Lo que llamo noche difiere de la oscuridad del pensamiento: la noche es la violencia de la luz.
La noche es ella misma la juventud y la embriaguez del pensamiento: lo es en tanto que es la noche, el desacuerdo violento. Si el hombre es desacuerdo consigo mismo, su embriaguez primaveral es la noche. La noche no puede ser amada en el odio del día —ni el día en el miedo de la noche".[1]
Lo que Bataille entiende por “noche” es asimilable a lo que aquí hemos llamado “silencio” -la imposibilidad que desde lo más hondo amenaza cualquier tipo de posibilidad (en particular, aquí, la del discurso). Es la unión heracliteana de los contrarios: la luz sólo es posible desde la oscuridad. Más aún, la oscuridad ilumina, reluce como posibilidad imposible (o imposibilidad posible). Tal es lo que ocurre con la palabra —y, por extensión, con el discurso, con el texto- : ella es una luz siempre oscurecida, una oscuridad reluciente. El silencio, su defunción, su muerte, la funda.
Pero esto, se entiende, sólo ocurre en un extremamiento, en un forzamiento de la función de la palabra. Ésta, cuando se la utiliza en un nivel “común y corriente” funciona, aparece en una luminosidad sin hoyos, sin heridas (tal luminosidad es la
“comunicación”). Sin embargo, al extremarla, al trasladarla con violencia a su límite, a
su estallido, la palabra capitula y se toma en su negación- silencio se torna, noche espesa de la “incomunicación”. Tal extremamiento es llevado a cabo por la poesía. El texto poético se constituye, desde Mallarmé, sobre la base de su vacío, de su imposibilidad, de su “enmudecer”. Mallarmé, cuya concepción poética debe mucho al sistema hegeliano, toma por primera vez conciencia de la incapacidad de la poesía. Mallarmé, desde la poesía misma, lleva a cabo el primer gran intento de desestabilización del discurso poético. Como se sabe, el “coup de dés”, que parece una simbolizacíón poética, musical y espacial del movimiento de la conciencia tal como es descrito en la Fenomenología del Espíritu —siempre roída por lo otro que ella, amenazada siempre por los abismos de la negatividad -“muestra” (ahí, y desde entonces, el aspecto visual entra en la poesía) el desenvolvimiento, la caída, el “naufragio” del pensamiento — “todo pensamiento lanza un golpe de dados” -, su violento derrumbarse en el abismo, en la nada, en fin, en la “imposibilidad”. El hecho de que para efectuar tal cosa Mallarmé necesariamente haya tenido que destruir el
esquema hasta ahí conocido de la versificación, introduciendo por primera vez la importancia del espacio en blanco, del mismo modo como el músico, al componer, toma en cuenta la importancia del silencio, “muestra” hasta qué punto el pensamiento
—y el discurso que lo enuncia- está continuamente amenazado por su vacío, por su abismo, por su imposibilidad posible. En tal poema Mallarmé hace ver la caída del pensamiento —de su luz, de su “Aufklärung” — en su noche, que desde siempre lo abraza y lo hace sucumbir. De hecho, en el poema predominan las imágenes referidas a la oscuridad, a las constelaciones, a la “noche” —se describe ahí el sumergirse del pensamiento en su oscuridad reluciente. En un texto referido por el poeta cubano Cintio Vitier, en su nota al Coup de dés, Paul Claudel escribe: “Un tema apareció con Hamlet (y se le descubriría quizás la primera vaga exhalación en el gran Eurípides), que debía esperar dos siglos antes de encontrar una atmósfera propia a su desenvolvimiento. Yo
lo llamaría la simpatía con la noche, la complacencia en la desgracia, la amarga comunión entre las tinieblas y este infortunio de ser un hombre... Es notable que la carrera de este príncipe de la moderna Elsinor no se haya consumado hasta que retomó y desarrolló el gesto supremo de Igitur, ese golpe de dados lanzado en la noche, y en suma un tanto parecida a la apuesta de Pascal, esa magnificencia del gran señor que arroja su bolsa, esa abdicación del mago que no espera nada más de la ciencia y del arte (en una palabra, de la Cifra), ese conocimiento de que lo contingente no llegara jamás a hacer lo absoluto y a realizar otra cosa que una combinación precaria y por tanto frívola”.[2]
El texto de Claudel es importante por lo siguiente: por el esclarecimiento de la relación noche-precariedad-incapacidad de la ciencia y del arte, de la cifra, del pensamiento en definitiva. La cifra, la palabra, no es más que una codificación de su silencio, un enmascaramiento forzado —fuerza que, en su límite, sucumbe— de la noche que la constituye. La imposibilidad del pensamiento —y de su manifestación cifrada, a saber, la palabra— puesta en evidencia por Mallarmé es siempre una apertura al silencio, a los negros páramos de la noche y su incapacidad fundante. Ahí el lenguaje sucumbe y “aparece” (en su sentido plástico) como incapaz de manifestar lo que sin embargo le constituye: la noche, el silencio. O mejor, lo manifiesta por tal incapacidad.
El gesto de Lihn es cercano al de Mallarmé: su poética es un constante extremar al lenguaje, mostrando así, desde su incapacidad, su mayor capacidad. El lenguaje es ante todo paradoja, aporía: su mayor limitación aparece su infinitud. La noche es el “adorable secreto” que constituye a la palabra, siendo como es “espejo del silencio”[3]. Diríamos que la función del lenguaje poético, desde la tradición iniciada por Mallarmé, y dentro de la cual se desenvuelve Lihn, es mostrar el silencio nocturno que lo rebasa, rebosándolo de sentido —la mayor carga de sentido, en poesía, surge
cuando él mismo, forzado a revelar su terrible discapacidad, explota, negándose, pero a la vez, y por lo mismo, afirmándose: el sentido, sólo una vez que es dolorosamente negado, puede ser afirmado en su total cabalidad. Esta es la fuente primera desde la
cual surge todo el dolor que, desde Baudelaire y Mallarmé, pasando por Tzara, Trakl y Celan, hasta Vallejo y el mismo Lihn, recorre, llenándolo de un aire fatal, todo el desarrollo de la poesía moderna: la conciencia crítica, terrible, de que la mayor capacidad del sentido poético —y quizás, de todo sentido— está dada cuando ella aparece como una incapacidad flagrante. El sentido sólo muestra lo mejor de sí cuando es enfrentado al límite. La experenciación del límite, como ha mostrado Foucault a propósito de Bataille (cf. “Prefacio a la Transgresión”[4]), significa la permanencia en una línea carente de textura y espacialidad, desde la cual únicamente podemos observar un enorme vacío sin profundidad, vacío incluso de sí mismo, abismado precisamente por carecer de abismo. Cuando la mirada se instala en este límite, que es carencia de todo fundamento, sólo puede verse a sí misma, y verse como un hoyo que carece hasta de sí. Así podemos entender entonces unos versos como los que inician el Diario de Muerte: “Nada tiene que ver el dolor con el dolor/ nada tiene que ver la desesperación con la desesperación/ Las palabras que usamos para designar tales cosas están viciadas/ No hay nombres en la zona muda”[5]. La función de la poesía, ya lo hizo ver Rimbaud en la “Lettre du Voyant”, es alcanzar tal zona muda, pero ella —he aquí la desgracia— es inalcanzable por medio del lenguaje, cuya precariedad asalta entonces al poeta como una bofetada en el rostro. En otro poema titulado “Limitaciones del Lenguaje”, aparecido en el mismo libro póstumo, escribe Lihn: “El lenguaje espera el milagro de una tercera persona / (que no sea el ausente de las gramáticas árabes) / ni un personaje ni una cosa ni un muerto / Un verdadero sujeto que hable de por sí, en una voz inhumana / de lo que ni yo ni tu podemos decir / bloqueados por nuestros pronombres ‘personales’...[6] El lenguaje, materia de la poesía, es “limitación”, "bloqueo” -bloqueo de lo “designable”, de lo “decible” que siempre oculta lo “indesignable”, lo “indecible”. Así, sólo extremando, sometiendo al sentido a una tortura, podrá el lenguaje no “decir” —eso es imposible — lo “indecible”, sino, más bien, insinuarlo: pero tal insinuación siempre es doliente, patética incluso, como el gesto de un niño ciego que siente al sol mas no puede “ver” lo que él ilumina. Quizás Rimbaud confió demasiado en la videncia. Pero su vida nos desmiente, ya que, como el mismo Lihn escribió, “él botó esta basura”[7]. Probablemente Rimbaud llegó a saber demasiado bien que la videncia extrema, a causa de su misma luz excesiva, finalmente “ciega”. La videncia de la palabra —como la de todo discurso- sólo es alcanzable desde su ceguera, desde la noche absoluta (donde nada es nombrable, nada decible) de su
silencio.
Lo nombrable —la luz— sólo es tal porque lo innombrable —la oscuridad— existe. El poeta es quien, desde el extremamiento de la luz, debe llegar a la oscuridad. Su función es tornar en día la noche del pensamiento. Pero esto es imposible: una vez
rozada la noche es imposible volver desde ella al día. La noche —la locura, la
mendicidad, el suicidio— se vanagloria de conservar en sus fauces a todos los que han
osado trocarla en día, “diciéndola”. Lihn fue uno de ellos.
Hemos dicho que tal noche sólo es atisbable a partir de un sistemático extremamiento del lenguaje, desde una feroz tortura del discurso. Esto es fundamental: sólo desde aquí es posible comprender el horizonte poético dentro del cual Lihn trabaja. Tal horizonte es abierto por Baudelaire y su consigna de “llegar a lo desconocido”. Los últimos versos de Las flores del mal dicen: “hasta tal punto el
fuego nuestros cerebros quema / que queremos rodar al fondo del abismo, ¿qué importa el infierno o el cielo?/ ¡al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo!”[8]. Este último verso habla por sí solo. Desde ahí, la función de la poesía será un continuo
intento por, a partir de la "tortura" al lenguaje, alcanzar lo "desconocido", lo "nuevo": la conciencia pre-moral nietzscheano—freudiana, los abismos de la locura, el brillo oscuro de la sin razón, la terrible belleza del "mal" (piénsese en Lautrémont o Gottfried Benn). Baudelaire, el primero en sufrir como artista el exilio de la modernidad, iniciará lo que Octavio Paz llamó la "tradición de la ruptura"[9] —dialéctica de afirmación—negación de lo otro que el arte (la sociedad), pero, ante todo, ruptura del lenguaje, pulsión simbólica: Baudelaire, depurado de cualquier tipo de "evasión romántica", denunciará, después de Blake, la noche que abrasa todo discurso, la "condena" que, una vez asumida la consigna de la transgresión del límite para alcanzar lo desconocido, es la única esperanza que aguarda al artista. La frase de Rimbaud "il faut etre absolutement modeme" ("es preciso ser absolutamente moderno") es siempre asumida con dolor (como "maldición"): el artista moderno, tal como han hecho ver Benjamin y Adorno, es quien sufre, en su propia corporalidad, el "frisson noveau" —nuevo estremecimiento— que implica la modernidad.[10]
Desde Baudelaire, el poeta es un "exiliado", un "extranjero" —como el voyeur, no puede participar de lo que ansía, no puede "ser" lo que sin embargo describe: es el "flaneur", el paseante, el que siempre mira sin tocar: es un cronista, un escribiente del "spleen" moderno. El movimiento del deseo (que para ser tiene que asumir como inalcanzable lo que desea) se produce duramente en él —he ahí su condena, su. maldición —ser un "exiliado"—. Como hemos dicho, tal incapacidad, tal hastío, con la obra de Mallarmé, se hará texto, será grafía.
Por lo anterior, la poesía moderna, desde Baudelaire hasta hoy, es una poesía que habla de sí misma, es una "metapoesía": se hace crítica, produce una auto-referencia que no es sino una desgarrada constatación de su incapacidad. La poesía se torna en certeza de su silencio, de su progresivo encumbrarse en el enmudecimiento, de su continua peregrinación a la noche de sí misma. El "empirismo radical" propuesto por los dadaístas y los surrealistas, llegado a su mayor punto de tormentosa lucidez en Artaud, refiere a esto: al hecho de que la palabra, la poesía, debe vivirse, esto es, a la postulación de la unidad vida-obra, a la denuncia de la precariedad y falsedad de todo sistema que no sea "experienciado": ahí se derrumba la filosofía y se hace verdadera la denuncia nietscheana de su mentira, que entonces se revela como un continuo maquillar y perfumar un afán de dominación de los cuerpos.
La filosofía, desde Nietzsche, y la poesía, desde Mallarmé, son concebidas como una huida, como un cobarde esconderse de la noche, del silencio que las crea —por esto, si ambas quieren reencontrarse consigo mismas, habrán de asumir, como su más propia verdad, que no hay ninguna verdad que no sea la de la experiencia, la de la vida.
La obra de Enrique Lihn se escribe dentro de ese horizonte. Su concepción de una "poesía situada" —definida por él mismo como la relación directa entre el enunciado y la circunstancia de la que surge— es la de una poética que, a diferencia de la tradicional, la del poeta de la interioridad monádica y purista, de raigambre modernista, no niega la experiencia contextual en la que ella desarrolla su circunstancia. Lihn, como Parra, obedece a una concepción poética en que la historicidad fundante de todo quehacer se torna en el material mismo de la creación. La noción parriana del "poeta aterrizado", consciente de ser uno más entre los habitantes de la ciudad, en contraposición a la del "poeta dios", es fundamental aquí. El poeta romántico es un "poeta hablador" —su yo, hijo de una concepción unificadora y purista del sujeto— no es consciente del silencio anochecido que funda al discurso. Parra, pero con mayor fuerza Lihn, reaccionan fuertemente a la idea de una poesía caudillesca, otorgadora de mitologías en que el pueblo debe afirmarse. Dice Lihn: "A falta de otra salida, creo que me he propuesto, una y otra vez, poner de relieve, por medio de las palabras —sin concederle a ninguna de ellas un privilegio especial— ese silencio que amenaza a todo discurso, desde adentro. No soy un hombre de fe; los mitos me abruman; desconfío hasta de mi propia ideología en el punto en que ella tiende, como cualquier otra, a profesarse como una religión o a segregar una mitología..."[11] El mito está constituido por una voz estruendosa —su función es negar, explicándolo, el silencio original, la noche de la que todo surge. Una poesía que pretenda poetizar "ese silencio que amenaza a todo discurso, desde adentro", no puede concebirse como "segregadora de mitologías" por cuanto éstas presuponen una confianza extrema en la palabra, en su carácter sanador y fundacional, del cual Lihn descree —ese escepticismo, ya se ha dicho aquí, es el origen del dolor de su escritura.
La "poesía situada", entonces, surge como conciencia de la incapacidad de la palabra poética. La desconfianza en el "poeta caudillo" lo es, ante todo, del "lenguaje caudillo": la conciencia de que al final toda ideología no es más que mera palabrería.
Ninguna mitología puede con la voracidad de la "noche" —el silencio de su espesor, como en este siglo ha quedado claro, es capaz de hacer callar, enviándolo de nuevo a la negrura de su abismo, a cualquier "sistema".
Para comprender a cabalidad esta noción de una "poesía situada" es necesario hacerlo desde la idea lihniana de "contrapoesía" —y hermanarlas desde la crítica al "sujeto poético" que ambas suponen. Tal crítica se topa, a su vez, con la llevada a cabo por la filosofía contemporánea contra el "sujeto trascendental" ( como igualdad del yo consigo mismo), en el sentido en que, desde la filosofía moderna, iniciada con Descartes, fue concebido.
Dicha crítica está centrada sobretodo en contra de la indubitabilidad del yo como principio fundamental desde el cual se constituye todo conocimiento. Para Descartes, puede dudarse de todo —excepto de la sujeción de este todo a un "yo pensante", el cogito, otorgador de sentido. El conocimiento debe constituirse a partir de tal certeza. De este modo, la filosofía moderna, hasta Hegel y Schopenhauer, pasando por Fichte y Kant, puede entenderse como un continuo y constantemente reformado subjetivismo —en tanto reducción de todo lo cognoscible a un sujeto cognoscente. Nietzsche, Freud y Marx inician la descentralización del sujeto, en una desestabilización de su unidad indisoluble. A partir de ahí, y sobre todo desde el desenmascaramiento de la historia de la filosofía —en tanto ontología —llevado a cabo por Heidegger, el pensamiento contemporáneo está incapacitado para postular una "certeza indubitable", desde la cual, como tanto anhelaban los modernos, "construir el edificio de las ciencias". En Nietzsche, Freud, Marx, Heidegger —ocurre un reconocimiento de la noche de la cual la historia de la filosofía y de la cultura habían querido escapar.
Lo mismo ocurre con el sujeto lírico. Su unidad, su seguridad, gracias a la cual podía el poeta postularse como caudillo, como poseedor de una voz unitaria y no afectada de silencio, es puesta en cuestión por el gesto mallarmeano de capitulación ante el poder de lo indecible, de certeza de la imposibilidad —y aquí Mallarmé fue mas allá de Hegel— de una reconciliación entre lo contingente y lo absoluto. El yo romántico, que, aunque postulado como reacción al científico —racional (cartesiano), no da el paso de negarse a sí mismo, sino que, por el contrario, se afirma en su negación del orden ilustrado, es, en Mallarmé, destrozado —su destrucción, en el Coup de dés, es gráficamente representada: el yo romántico es definitivamente sepultado por su silencio.
Yo poético y Yo filosófico son aplastados por el peso de la noche. Tal peso significa el reconocimiento del silencio final al que se encamina todo discurso. Como ha dicho Benjamin: "Sólo es eficaz el intenso avanzar de las palabras hasta el núcleo más íntimo de su silencio". La "eficacia" de la voz es su contrario: el enmudecimiento. Sólo ahí puede la poesía completarse, reconciliarse consigo misma. Sólo suicidándose puede la poesía cumplirse, satisfacerse.
Como consecuencia de esta destrucción del sujeto poético la escritura se torna "de nada y de nadie" —se desvanece su rostro homogéneo, a saber, el de la significación: las palabras no tienen por qué integrarse en un contexto significativo con pretensión de "comunicación", y fluyen, aunque no automáticamente, sí escépticas unas de otras y negándose mutuamente. Escribe Lihn en Diario de Muerte: "Mueve su mano ortopédica como un imbécil que jugara/ con una piedra o un pedazo de palo/ y el papel se llena de signos como el hueso de hormigas"[12]. El poeta, de haber sido "pequeño Dios", termina no siendo más que un "imbécil". Pero esta imbecilidad lo es ante todo del lenguaje. Este, como pensaba Benjamin, debía reducirse continuamente al silencio por el hecho de que, cuando se lo instaba a la grandilocuencia, a hablar de la muerte o del infinito, por ejemplo, lo único que lograba era mostrar su incapacidad. Del mismo modo, Wittgenstein pensaba que todas las llamadas "grandes cuestiones" de la metafísica podían reducirse a sencillos juegos de lenguaje" —el lenguaje, para que funcione, para que cumpla con la "comunicación", debe reconocer su precariedad. La poesía debe tomarse "contrapoesía" —reconocimiento dolorido de que mientras más cerca está de la voz surge su afonía, y más cerca de la luz, surge la implacable oscuridad de su noche eterna. El poeta es un mendigo, en tanto perceptor lúcido de la mendicidad del lenguaje (y de la existencia): "Los poetas somos mendigos, alguien lo dijo en el temor de parecerlo... Peor que mendigos. Nos reducimos a la mendicidad, o será que sólo yo he tomado en serio mi oficio..."[13]. Esta es la seriedad del poeta: —el reconocimiento de la mendicidad de la poesía, en tanto arte de la palabra, incapaz y mendiga ella misma. Sin embargo, no todo se reduce a este reconocimiento. Si así fuera, se abandonaría el oficio y se buscaría otro con mayores posibilidades. Pero el poeta no puede abandonar la poesía -está "condenado" a escribirla. Aquí es necesario volver nuevamente a Baudelaire. Este, según la interpretación benjaminiana, el poeta de los albores del capitalismo, el artista primero en sufrir las exigencias de la "producción", el poeta de los abismos del hastío en una sociedad cuya maquinaria es hostil al goce estético —contemplativo, aquel que se ve a sí mismo como un viejo saltimbanqui, olvidado y pobre, en medio de la muchedumbre encandilada con las compras y el olor a fritura —Baudelaire es, por todo esto, el primer "maldito": su maldición es estar "condenado" a escribir, a ser artista. De ahí en adelante —y Lihn mismo lo comprueba— el poeta es un "condenado", un "maldito", un "autoexiliado" en una sociedad guiada por el consumo y no por el espíritu. Por esto he dicho que la constatación, despiadadamente lúcida, de esta "condena", es una que sólo puede asumirse con dolor, con amargura, con pesadumbre. En el poema "Rimbaud", incluido en la Musiquilla de las pobres esferas, Lihn escribe: "Él botó esta basura / yo le envidio su no a este ejercicio / a esta masturbación desconsolada / Me importa un trueno la belleza / con su chancro / ni la perversión ni la conversión interesan / No a la magia. Sí de siempre a la siempre / decepcionante evidencia de lo / que es / y que las palabras rasguñan, y eso / Le poetizo también / Este es un vicio al que sólo se escapa como él / desdeñosamente / y pudo, en realidad, bloquearse en su neurosis / perder la lengua en manos de la peste / y ese no ser un sí a la lujuria de la peste / Por todos los caminos llego a lo impenetrable / a lo que sirve de nadie / Poesía culpable quizás de lo que existe / Cuánta palabra en cada cosa / qué exceso de retórica hasta en la ultima hormiga / Pero en definitiva él botó esta basura / su sombrero feroz en el bosque".
No puede el poeta escapar a la mendicidad de la palabra. Esta mendicidad está dada por la precariedad de "comunicación" que la conforma —el hecho de que, lo que más profundamente nos importa, sea " inexpresable". Sólo silencio encontramos cuando intentamos, por medio del lenguaje, ahondar en "lo que hay". El poeta siempre ha sido más consciente de este silencio que el filósofo. Por esto la poesía ama la síntesis, la "economía de sentido". Habría que recordar esos versos del Primero Sueño, de Sor Juana Inés de la Cruz: "A la comprensión no, que entorpecida / con la sombra de objetos, y excedida / de la grandeza de ellos su potencia / retrocedió cobarde..." La comprensión, enfrentada a la noche terrible que desde siempre habita, no puede más que "retroceder cobarde". Es esta cobardía, esta incapacidad congénita de la comprensión, la que en Lihn es poesía, poesía agónica: Poesía afónica, auto flagelada, "contra poesía". Poesía cuya mayor capacidad —radica siempre en su incapacidad. Poesía cuya mayor "comunicación" —siempre es la "incomunicación": el silencio, la noche enferma que todo lo rebalsa.
"De esta manera llego al fin del lenguaje, que es la muerte. En potencia se trata todavía de un lenguaje, pero cuyo sentido —ya ausencia de sentido— esta dado en las palabras que ponen fin al lenguaje. Esta palabras no tienen sentido, por lo menos, mas que en la medida en que preceden inmediatamente al silencio (al silencio que pone fin): No tendrían pleno sentido mas que "olvidadas", cayendo decididamente, súbitamente, en el olvido"[14].
Finalmente, y partir de esta cita, llegamos al último tramo de este recorrido por la obra y pensamiento del poeta Lihn. Llegamos aquí a la culminación del silencio y la noche fundadores de la palabra —llegamos aquí al final de todo, al termino de los términos, al único y gran problema filosófico, la " muerte". Sería estúpido querer agotar aquí esta inagotable cuestión. Todo poeta, todo pensador, se la ha planteado alguna vez. Pero, creo, este planteamiento en Lihn posee una singularidad: Lihn escribió su Diario de Muerte en el mes inmediatamente anterior a su adormecimiento definitivo: lo hizo con plena conciencia, con una "despiadada lucidez", como señalan los editores de la obra (P. Lastra y A. Valdés). No es lo mismo escribir acerca de la muerte cuando se sabe que sólo quedan unos pocos meses de vida. Ya en su poema "Porque Escribí" Lihn había escrito acerca del acto de escritura: "hacerlo significa trabajar con la muerte/ codo a codo, robarle unos cuantos secretos".
Aquí la obra de Lihn puede entenderse a partir de una perfecta, aunque siempre dudosa, continuidad. Si se concede que la obra del poeta no es sino un constante enfrentamiento con la imposibilidad del lenguaje y, por ende, del acto de escritura, el último libro escrito por él había de ser sobre la ruptura de todo lenguaje, el final de todo pensamiento —el silencio y la noche definitivos: la muerte. En este libro Lihn termina de hacer funcionar su "despiadada lucidez" —su "condena"— y finalmente accede al núcleo de la misma palabra poética: el enmudecimiento: La conciencia de que tras ella, tras su máscara sólo quitable en extremísimas condiciones —quizás únicamente al borde de la muerte, sólo hay un inextengible vacío, una impensable
nada, un espantoso callar. "No hay nombres en la zona muda", escribe Lihn en los versos ya citados del primer poema de este libro. También escribe allí: "Quiero morir (de tal o cual manera) ése es ya un verbo descompuesto / y absurdo, y qué va, diré algo, pero razonable/ mente, evidentemente fuera del lenguaje en esa / zona muda donde unos nombres que no alcanzan a ser / cuando ya uno, qué alivio, está muerto, olvidado ojalá previamente de sí mismo/ esa cosa muerta que existe en el lenguaje y que es / su presupuesto..." Estos últimos versos nos dan la clave de lo que hay tras la máscara del lenguaje, ahí donde la palabra aparece en su más fría desnudez —lo que entonces hallamos es la muerte, presente siempre en el lenguaje y, más aún, presupuesto de él mismo. Podemos entonces decir si es posible el lenguaje, lo es únicamente porque pervive siempre en él la imposibilidad (la muerte). Si las palabras pueden ser escritas, habladas, masticadas y pensadas, esto es así únicamente porque es la nada, el vacío, lo que permite su movimiento, su ir y venir de viento, su recurrencia marina. La palabra "es", en definitiva porque "no es" —es la muerte la que permite, como en un gesto de generosidad, su existencia.
Y la muerte, como se sabe, es la eterna madre del silencio y de la noche. (Allí donde ambos se unifican). La función del poeta, entonces, es —tarea abortada de antemano— tomar en luz la oscuridad, o más bien, hacer "relucir" la oscuridad, llenar de voces el silencio, robarle unos cuantos secretos a la noche —la función del poeta es imposible, porque consiste en, dolorosamente, llegar a "comprender" la imposibilidad de su materia, las palabras.
Terminemos entonces con Lihn, con este poema, dedicado a otro gran conocedor de la muerte y su imposible posibilidad de hacer a las palabras, a saber, "Kafka": "Soy sensible a este abismo, me enternece / de otra manera la lectura de Kafka: /pruebo, con frialdad, el gusto de la muerte / Que nos hace falta algo / junto a lo cual no somos nada / Una cámara oscura / que proyecta esta ausencia pavorosa / Pruébese lo contrario / con lujo de razones luminosas, / igual el sol parece que cavila / sobre el origen de sus manchas, sí: / en cada cosa hay un fantasma oculto / Nuestro trabajo, ¿no es un exorcismo, / una respuesta al desafío oscuro?"
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Notas
[1] Bataille, El culpable, Trad. Fernando Savater, Taurus, Madrid, 1981, p.131. [2] Cf. Mallarmé, Antologia, Visor, Madnd, p. 138. [3] Cf. El epígrafe a este ensayo. [4] Michel Foucault, “Prefacio a la transgresión’, en Entre filosofía y literatura, Paidós, Barcelona, 1991, pp.163-180. [5] Enrique Lihn, Diario de muerte. Ed. Universitana, Santiago, 1990, p. 13. [6] Ibid., p. 28. ’ [7] Cf. El poema ‘Rimbaud’ del libro La musiquilla de las pobres esferas, Ed. Universitaria, Santiago, 1969. [8] Baudelaire, Las flores del mal, Cátedra, Madrid, 1997, p. 495. [9] Cf. Octavio Paz, Los hijos del limo, Seix-barral, México, 1981, pp.17-37. [10] La referencia a esta cuestión por parte de Benjamin se halla principalmente en su obra Poesía y capitalismo, Taurus, Madrid, 1989; Adorno, por su parte, se refiere incansablemente a este asunto en su Teoría estética, Orbis, Madrid, 1981. [11] Cf. La musiquilla de las pobres esferas, ed. cit. [12] Cf. Diario de muerte, ed. Cit., p. 51 [13]
Cf. La musiquilla de las pobres esferas, ed. cit. [14] Georges Bataille, El Culpable, ed. cit., p. 18
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(La poesía de Enrique Lihn)
Por Adolfo Vera Peñaloza
Universidad de Valparaíso
Leído en el Congreso Saber y Poder
Publicado en Ho Legon. Revista de Filosofía de los estudiantes de la PUCV