Diario de muerte, obra postuma del poeta Enrique Lihn,
es en primer lugar un testimonio estremecedor. Los poemas que componen
el libro, escrito en trance de muerte, van siguiendo las reflexiones
de un hombre desahuciado y lúcido, que ve aproximarse a la
muerte y desde esta óptica mira a la vez al pasado -toda una
revisión de vida- y al futuro, opaco, un espejo
"lleno por fin de su nada". La proximidad de la muerte no
hará ceder su escepticismo y su desconfianza frente a los que
llamará irónicamente "los obreros providenciales":
aquellos que, desde el lado de acá (el de la vida) presumen
saber qué hay "del lado de allá". No les creyó
nada a sus descripciones ni a sus recomendaciones, aunque las consideró,
como objetos de curiosidad. En cambio, y hasta donde le dio la palabra,
Enrique Lihn se adentró en la experiencia del tránsito
a la muerte: nos precedió; hizo los primeros trazados de un
mapa, de lo que iba viendo en ese viaje, mientras los vivos íbamos
quedando atrás. Son esas huellas del viaje de un sujeto hacia
la muerte lo que se encuentra en estos poemas.
Esta óptica,
este punto de mira, tuvo una proyección infinitamente conmovedora
para quienes lo acompañamos a morir. El contenido metafórico
de los poemas -el espejo, la muerte como andrógino terrible,
sobre todo- fue el mismo contenido de sus alucinaciones finales, de
las obsesiones que ya no lograba dar a entender. A ellas se sumó
la obsesión del viaje, "vamonos, vamonos", decía,
y la obsesión de "la isla": "allá",
"allá" "qué hay allá". Todos
los intentos de identificar la isla, por parte nuestra no hacían
sino exasperarlo. No era un lugar en la tierra: ninguna isla conocida.
Tal vez "la isla bienaventurada y desesperada" a la que
se refería en su último escrito autobiográfico,
de enero de 1988 (1).
Un año después -1989- hubo que decidir cómo sería
la portada de Diario de muerte. El cuadro de Arnold Bocklin,
"La isla de los muertos" -uno de los que provocaba en Enrique
Lihn "una emoción vivísima", asociada a los
libros que veía en su infancia (2),
y que él no dejaba de visitar en el Metropolitan cuando
iba a Nueva York- terminó apareciendo en la portada: como uno
de esos mensajes escritos con tinta invisible. Sólo en 1991,
al conversar con Alastair Reid sobre los poemas, caigo en cuenta de
por qué apareció esa imagen. Se me ocurre, supersticiosamente,
que era la que seguía ese viaje imaginario; y que lo escribió
al último, no en los papeles donde desesperaba de dictar, sino
directamente en mí misma, en alguna zona más allá
de las palabras. (Puede ser un cuento que me cuento. Prefiero creer
que no.)
El punto de mira de este libro tiene también
una visión del pasado. La revisión de la vida y el ajuste
de cuentas son parte de la tarea del "enfermo de gravedad",
de "todos nosotros, los encerrados a morir". En esa revisión,
la poesía anterior de Enrique Lihn es un subtexto importante.
Desde Diario
de Muerte, algunos de los temas y de las imágenes de esa
poesía toman otras dimensiones, otras valoraciones. Sería
de interés hacer una lectura cuidadosa de su poesía
anterior a partir de la óptica que da este libro póstumo.
Leer, por ejemplo, el espejo, desde "Narciso en casa de su novia"
en adelante. Releer algunos poemas de La pieza oscura, donde
la ansiedad erótica, la adolescencia atormentada, a la vez
culpable e inocente, aparecen en las mismas escenas, recordadas otra
vez y desde una visión más definitiva y más amarga.
Ver la valoración de la palabra poética como vida
("porque escribí, porque escribí estoy vivo")
y su negación en Diario de Muerte: la ambivalencia de
las oposiciones muerte/vida, el cambio de contenido y de valores que
la óptica de la muerte próxima ha traído consigo.
Enrique Lihn no admitió a su lado ningún
símbolo convencional de "conversión". Resistió
con escepticismo, muchas veces amable pero a veces irritado, los esfuerzos
por "re-ligarlo", al menos con cualquier "re-li-gión"
que conociera. Sin embargo, la proximidad de la muerte lo llevó
auna re-visión, una re-valoración, una re-ubicación
en el espacio y en el tiempo, de su propia experiencia creadora y
de su propia persona. Fue un trabajo intenso, del que este libro es
testimonio escrito. Fue una corrección. Fue un cambio de rumbo.
Y fue, también, una limpieza: un desprendimiento. Tal vez el
mundo esté desacralizado, despojado de sus sacramentos; tal
vez lo sagrado esté en manos de dudosos administradores. Entonces,
en la experiencia humana, a lo mejor lo sagrado tiene que reaparecer
a pulso, si reaparece. Mientras más leo estos poemas, más
pienso en el enorme trabajo que representan. Más los justifico,
a pesar de que su creador condene su poesía como aquello que
lo apartó de la vida: en este caso, sus habilidades de lenguaje
nos han dejado una posibilidad de mirar hacia aquello que está
mucho más allá de cualquier palabra. Al desechar la
palabra, habló tal vez otra Palabra: la que brilla, aunque
sea por su ausencia; la que busca "el fundamento y el sentido/
(si lo tiene) de la obra/ no el que le imponen los nombres providenciales/
sino el que los borra".
Hay que ser muy miope, o muy convencionalmente "religioso",
para no ver esta dimensión en los poemas de Diario de muerte.
NOTAS
(1) Enrique Lihn, "Prólogo", en Álbum
de toda especie de poemas, Barcelona, Editorial Lumen 1989.
(2) Ibíd.