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Diario de muerte, de Enrique Lihn


por Adriana Valdés

 


Diario de muerte, obra postuma del poeta Enrique Lihn, es en primer lugar un testimonio estremecedor. Los poemas que componen el libro, escrito en trance de muerte, van siguiendo las reflexiones de un hombre desahuciado y lúcido, que ve aproximarse a la muerte y desde esta óptica mira a la vez al pasado -toda una revisión de vida- y al futuro, opaco, un espejo "lleno por fin de su nada". La proximidad de la muerte no hará ceder su escepticismo y su desconfianza frente a los que llamará irónicamente "los obreros providenciales": aquellos que, desde el lado de acá (el de la vida) presumen saber qué hay "del lado de allá". No les creyó nada a sus descripciones ni a sus recomendaciones, aunque las consideró, como objetos de curiosidad. En cambio, y hasta donde le dio la palabra, Enrique Lihn se adentró en la experiencia del tránsito a la muerte: nos precedió; hizo los primeros trazados de un mapa, de lo que iba viendo en ese viaje, mientras los vivos íbamos quedando atrás. Son esas huellas del viaje de un sujeto hacia la muerte lo que se encuentra en estos poemas.

Esta óptica, este punto de mira, tuvo una proyección infinitamente conmovedora para quienes lo acompañamos a morir. El contenido metafórico de los poemas -el espejo, la muerte como andrógino terrible, sobre todo- fue el mismo contenido de sus alucinaciones finales, de las obsesiones que ya no lograba dar a entender. A ellas se sumó la obsesión del viaje, "vamonos, vamonos", decía, y la obsesión de "la isla": "allá", "allá" "qué hay allá". Todos los intentos de identificar la isla, por parte nuestra no hacían sino exasperarlo. No era un lugar en la tierra: ninguna isla conocida. Tal vez "la isla bienaventurada y desesperada" a la que se refería en su último escrito autobiográfico, de enero de 1988 (1).

Un año después -1989- hubo que decidir cómo sería la portada de Diario de muerte. El cuadro de Arnold Bocklin, "La isla de los muertos" -uno de los que provocaba en Enrique Lihn "una emoción vivísima", asociada a los libros que veía en su infancia (2), y que él no dejaba de visitar
en el Metropolitan cuando iba a Nueva York- terminó apareciendo en la portada: como uno de esos mensajes escritos con tinta invisible. Sólo en 1991, al conversar con Alastair Reid sobre los poemas, caigo en cuenta de por qué apareció esa imagen. Se me ocurre, supersticiosamente, que era la que seguía ese viaje imaginario; y que lo escribió al último, no en los papeles donde desesperaba de dictar, sino directamente en mí misma, en alguna zona más allá de las palabras. (Puede ser un cuento que me cuento. Prefiero creer que no.)

El punto de mira de este libro tiene también una visión del pasado. La revisión de la vida y el ajuste de cuentas son parte de la tarea del "enfermo de gravedad", de "todos nosotros, los encerrados a morir". En esa revisión, la poesía anterior de Enrique Lihn es un subtexto importante. Desde Diario de Muerte, algunos de los temas y de las imágenes de esa poesía toman otras dimensiones, otras valoraciones. Sería de interés hacer una lectura cuidadosa de su poesía anterior a partir de la óptica que da este libro póstumo. Leer, por ejemplo, el espejo, desde "Narciso en casa de su novia" en adelante. Releer algunos poemas de La pieza oscura, donde la ansiedad erótica, la adolescencia atormentada, a la vez culpable e inocente, aparecen en las mismas escenas, recordadas otra vez y desde una visión más definitiva y más amarga. Ver la valoración de la palabra poética como vida ("porque escribí, porque escribí estoy vivo") y su negación en Diario de Muerte: la ambivalencia de las oposiciones muerte/vida, el cambio de contenido y de valores que la óptica de la muerte próxima ha traído consigo.

Enrique Lihn no admitió a su lado ningún símbolo convencional de "conversión". Resistió con escepticismo, muchas veces amable pero a veces irritado, los esfuerzos por "re-ligarlo", al menos con cualquier "re-li-gión" que conociera. Sin embargo, la proximidad de la muerte lo llevó auna re-visión, una re-valoración, una re-ubicación en el espacio y en el tiempo, de su propia experiencia creadora y de su propia persona. Fue un trabajo intenso, del que este libro es testimonio escrito. Fue una corrección. Fue un cambio de rumbo. Y fue, también, una limpieza: un desprendimiento. Tal vez el mundo esté desacralizado, despojado de sus sacramentos; tal vez lo sagrado esté en manos de dudosos administradores. Entonces, en la experiencia humana, a lo mejor lo sagrado tiene que reaparecer a pulso, si reaparece. Mientras más leo estos poemas, más pienso en el enorme trabajo que representan. Más los justifico, a pesar de que su creador condene su poesía como aquello que lo apartó de la vida: en este caso, sus habilidades de lenguaje nos han dejado una posibilidad de mirar hacia aquello que está mucho más allá de cualquier palabra. Al desechar la palabra, habló tal vez otra Palabra: la que brilla, aunque sea por su ausencia; la que busca "el fundamento y el sentido/ (si lo tiene) de la obra/ no el que le imponen los nombres providenciales/ sino el que los borra".

Hay que ser muy miope, o muy convencionalmente "religioso", para no ver esta dimensión en los poemas de Diario de muerte.

 

 

 

NOTAS

(1) Enrique Lihn, "Prólogo", en Álbum de toda especie de poemas, Barcelona, Editorial Lumen 1989.

(2) Ibíd.

 

 

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Diario de Muerte, de Enrique Lihn
por Adriana Valdés
Fuente: Diario La Epoca,
Suplemento "Literatura y Libros",
julio de 1991.