Seguramente para muchos el Premio Nacional de Literatura 2004 resulta
justiciero. Armando Uribe (1933) podrá incomodar a algunos,
pero nadie desconoce que se impuso en buena lid, sin autopromociones
ni apoyaturas extraliterarias. Sus dos poemarios iniciales, Transeúnte
pálido (1954)
y El engañoso laúd (1956), aportaron cuotas inéditas
de desenfado y autoironía, que resultaban sumamente auspiciosos
y le valieron rápidamente el reconocimiento de sus pares. Desde
entonces su obra poética creció de modo silencioso,
pero siempre digno.
En cualquier caso, los méritos de Uribe no residen sólo
en su poesía. Cabe destacar además sus tempraneros ensayos
sobre Pound y Montale (quizás los primeros en lengua castellana);
sus traducciones de poetas de diversas lenguas (en su mayoría
olvidadas en revistas de los años sesenta); sus valientes denuncias
y alegatos (El libro negro de la intervención norteamericana
en Chile está traducido a doce idiomas); sus obras jurídicas
(sobre las cuales nada puedo decir) y, en fin, sus pronunciamientos
políticos y éticos. Mientras su ojo de poeta penetra
a fondo en las relaciones entre poética y psicoanálisis
(El fantasma de la sinrazón y el secreto de la poesía,
2001), su condición de abogado cristiano sale al paso de la
codicia y la rapacidad de quienes esquilman nuestro subsuelo y eluden
las tributaciones mineras.
Por otra parte, Uribe pertenece a una generación talentosa
y diversa, que cuenta con autores destacados en todos los géneros,
desde la narrativa a la poesía, desde la dramaturgia al ensayo,
desde la investigación hasta la crítica cultural, desde
la teoría literaria a la filosofía.
En este sentido, estamos todavía en deuda con la generación
del cincuenta. Merece como mínimo una lectura justipreciadora.
Fue la última promoción que vivió una cierta
normalidad republicana, y fue quizás la primera víctima
de la amnesia programada por la dictadura.
Entre los coetáneos de Uribe, Efraín Barquero destaca
como un poeta genuino y silencioso. Al igual que Uribe, también
publicó tempranamente varios libros entrañables. La
compañera (1956) y El regreso (1961) pueden despistar
a cualquiera por su aparente simplicidad (que no simpleza); pero una
reedición mostraría fácilmente que la autenticidad
no puede pasar de moda, porque jamás está de moda.
Congeneracionales de Uribe y Barquero, Enrique Lihn (1929-1988) y
Jorge Teillier (1935-1996) murieron sin recibir el Premio Nacional
de Literatura. Igualmente precoces y desinteresados, casi todos optaron
por la creación y la difusión cultural. Por cierto,
no necesitaron el Premio Nacional para perseverar en lo suyo. Y por
eso ahora es el Premio el que los necesita a ellos.
Si estuviera vivo, Enrique Lihn estaría celebrando su cumpleaños
número setenta y cinco. Nació precisamente un día
como hoy, 3 de septiembre de 1929. Donde fuere que ahora esté,
poco puede importarle cuánto valoramos su obra y su disidencia
crítica. Pero una cultura sana debe aprender de sus mejores
representantes y agradecer la disidencia bien fundada, sobre todo
cuando apunta al bien común. Y hacerlo en vida de sus autores
produce ese efecto de germinación que nuestra cultura tanto
requiere.
La práctica del borrón y cuenta nueva es sólo
otra forma de prolongar la barbarie, una suerte de virus lanzado contra
el disco duro de la identidad nacional. Por algo amnistía y
amnesia comparten la misma etimología.